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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, crisol de magia (38 page)

BOOK: Raistlin, crisol de magia
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«Es mi obligación ocuparme de este asunto —se convenció a sí mismo—. Además, si no voy con los elfos, encontrarán a otro mago, alguien que podría dañar los libros.»

Esta fue la justificación que se dio, pero en el fondo de su corazón alentaba el innegable anhelo de ver aquellos volúmenes, tocarlos, percibir su poder. Quizás incluso desentrañar sus secretos...

—¿Cuándo tenéis pensado hacerlo? —preguntó.

—Lemuel se marchó de la ciudad hace dos días, así que no disponemos de mucho tiempo. ¿Qué tal esta noche? ¿Estás con nosotros?

—Lo estoy —asintió Raistlin.

4

Las lunas blanca y roja brillaban en el cielo; los orbes se encontraban muy cerca aquella noche, como si los dos dioses hubieran acercado sus cabezas mientras susurraban y se reían de las tonterías que contemplaban desde allá arriba. La luz plateada y rojiza se derramaba sobre los ladrones. El cuerpo de Raistlin arrojaba dos alargadas sombras ante sí mientras caminaba por la calzada. Una de ellas, teñida de plata, se proyectaba a su derecha, mientras que la otra, envuelta en una aureola roja, se extendía a su izquierda.

El joven mago casi podía imaginar unos caminos divergentes excepto por que, en lo esencial, ambas eran negras.

Dieron un rodeo para llegar a la casa de Lemuel a fin de no tener que cruzar por la ciudad. Era una ruta que Raistlin no conocía y, al llegar por un ángulo distinto, experimentó un sobresalto y una sensación de inquietud cuando de repente vio aparecer la casa del mago al frente, antes de lo que esperaba. Estaba tal como la recordaba, con la misma apariencia de deshabitada que tenía cuando había visitado a Lemuel la primera vez. No se veía luz a través de las ventanas ni se oía ruido alguno que indicara que hubiera alguien dentro.

Empero, en aquella ocasión el viejo mago se encontraba en la casa a pesar de las apariencias. ¿Y si ocurría lo mismo ahora?

Estos elfos oscuros no tendrían ningún escrúpulo en matarlo.

Micah sacó la llave maestra que había hecho y la introdujo en la cerradura. Los otros dos elfos montaban guardia; llevaban las capas abiertas para así tener fácil acceso a las armas e iban bien equipados con dagas y cuchillos, las armas propias de los ladrones, de los asesinos.

Raistlin sintió una profunda repulsión por los elfos oscuros; una repulsión que se extendía a sí mismo porque también estaba allí, bajo la luz de las lunas, a altas horas de la noche, preparándose para entrar en la casa de otro hombre sin su conocimiento ni su permiso.

«Debería dar media vuelta y marcharme», pensó.

La puerta se abrió sin hacer ruido. Al otro lado del umbral estaba oscuro y silencioso. Raistlin vaciló sólo un instante antes de deslizarse dentro.

Podría haber justificado la situación diciéndose que había llegado demasiado lejos para echar marcha atrás, que los elfos oscuros no dejarían que escapara con vida. Podría haber seguido fingiendo que hacía esto por el propio bien de Lemuel, para librarle de unos libros que debían de ser una pesada carga para el alma del viejo mago.

Sin embargo, ahora que estaba allí, comprometido, Raistlin desechó ampararse en una u otra excusa. Ya se despreciaba por el delito que estaba a punto de cometer, así que no quería aumentar ese desprecio por sí mismo mintiéndose acerca de sus motivos. No había ido allí por miedo ni coaccionado; tampoco por lealtad ni amistad.

Estaba allí por la magia.

Raistlin se quedó parado en la oscuridad que envolvía la tienda del viejo mago, rodeado por los elfos; su corazón palpitaba rápidamente por la ansiedad y el anhelo.

—El humano no ve en la oscuridad —dijo Liam en qualinesti—.

No nos interesa que tropiece con algo y se rompa el cuello.

—Al menos, mientras nos sea de utilidad —adujo Micah al tiempo que soltaba una gorjeante y cantarina risa que resultaba discordante con sus amenazadoras palabras.

—Encended una luz.

Uno de los elfos sacó un pequeño objeto que olía a fósforo y que se prendió al frotarlo, y lo acercó a una vela que había sobre el mostrador. Los elfos entregaron cortésmente la vela a Raistlin, quien la aceptó con igual cortesía.

—Por aquí. —Micah los condujo fuera de la tienda.

Raistlin habría podido proveerse de luz por sí mismo, una luz mágica, pero no se lo dijo a los elfos. Prefería ahorrar sus fuerzas, ya que las necesitaría antes de que terminara la noche.

Los cuatro salieron de la tienda y entraron en la cocina, la cual recordaba Raistlin de su primera visita. Siguieron a través de la despensa, pasaron por una puerta y entraron en un pequeño almacén ocupado con todo un bosque de escobas y friegasuelos. Trabajando rápida y silenciosamente, los elfos retiraron todos estos objetos de limpieza a un lado.

—No veo ningún libro de magia—comentó Raistlin.

—Por supuesto que no —gruñó Liam, que se tragó en el último momento el insulto «necio»—. Ya te lo dije. Están ocultos en el sótano, al que se llega por la trampilla que hay debajo de esa mesa.

La mesa en cuestión era un tajo de carnicero, utilizado para trocear la carne. Estaba hecho con madera de roble y aparecía manchado con la sangre de incontables animales. A Raistlin le hizo gracia ver que el aspecto y el olor del tajo asqueaban a los elfos oscuros; estaban dispuestos a matar humanos sin ningún escrúpulo, pero les revolvía el estómago imaginar un cordero hecho chuletas. Aguantando la respiración para no oler lo que para ellos debía de ser una peste repugnante, Micah y Renet levantaron la mesa a pulso y la retiraron a un lado. Hecho esto, se limpiaron rápidamente las manos en un paño.

—Antes de marcharnos volveremos a dejar todo en su sitio —dijo Liam—. El tal Lemuel es un hombrecillo tan necio y distraído que probablemente pasarán años antes de que se dé cuenta de que los libros han desaparecido.

Raistlin no pudo menos que estar de acuerdo con esta observación.

A Lemuel no le importaba nada aparte de su jardín, y su único interés por la magia se reducía a lo relacionado con sus hierbas. Seguro que ni siquiera había echado una ojeada a esos libros, limitándose a obedecer el mandato expreso de su padre de que los mantuviera escondidos.

Cuando los llevara a la Torre de Wayreth —cosa que estaba totalmente dispuesto a hacer, confesando al mismo tiempo su acción delictiva— el Cónclave podría informar a Lemuel que los libros habían sido retirados de su casa. En cuanto a lo que el Cónclave dispusiera hacer con él, Raistlin imaginaba que lo reprenderían por el robo, pero seguramente no tomarían medidas más severas contra él. Al Cónclave no le haría mucha gracia que estos valiosos libros de hechizos hubieran estado ocultos tantos años. De los dos delitos, considerarían más grave el de ocultar tales conocimientos.

Raistlin confiaba en que el castigo cayera sobre el padre si es que aún vivía, no sobre el hijo.

Micah tiró de la argolla de la trampilla, pero ésta no cedió y al principio los elfos creyeron que podría estar cerrada, ya fuera por medios naturales o mágicos. Los elfos comprobaron si había algún tipo de candado o cerradura, mientras Raistlin realizaba un conjuro menor que revelaría la presencia de una guarda mágica. No había ni lo uno ni lo otro. La trampilla estaba atascada al haberse hinchado la madera con la humedad, simplemente. Los elfos tiraron con fuerza hasta que finalmente se abrió con un seco ruido.

Una bocanada de aire tan gélido y húmedo como el de una tumba salió de la oscuridad del sótano. También llegó un hedor asqueroso que hizo que los elfos encogieran la nariz y se echaran hacia atrás. Raistlin se tapó la boca con la manga de la túnica.

Micah y Renet lanzaron ojeadas furtivas a Liam, temiendo que les ordenara bajar a aquella incierta oscuridad.

El propio Liam parecía intranquilo.

—¿Qué es esa pestilencia? —se preguntó en voz alta—.

Huele como si hubiera algo muerto ahí abajo. No creo que unos libros de magia, ni siquiera humanos, puedan oler tan mal.

—A mí no me asusta un olor malo —dijo, despectivo, Raistlin—. Bajaré a ver qué pasa.

A Micah no le hizo mucha gracia esto; le ofendió la insinuación de cobardía sugerida por las palabras de Raistlin, pero no tanto como para entrar él en el sótano. Los elfos discutieron el asunto en su idioma; Raistlin escuchó lo que decían, divertido por la arrogancia de los elfos que ni siquiera se habían planteado la posibilidad de que un humano fuera capaz de comprender su lenguaje.

Renet era partidario de que Raistlin bajara solo; cabía la posibilidad de que los libros tuvieran un guardián. Raistlin era un humano y, por ende, prescindible. Micah argumentaba que Raistlin era mago y podía apoderarse de varios libros y huir con ellos por corredores de la magia por los que ellos no podían seguirlo.

Liam dio con la solución a ese problema. Tras dar cortésmente permiso a Raistlin para entrar en el sótano, se apostó en lo alto de la escalera armado con un arco en el que encajó una flecha.

—¿A qué viene esto? —demandó Raistlin, fingiendo ignorancia.

—Es para protegerte —contestó afablemente Liam—.

Soy un excelente arquero y, aunque no hablo el lenguaje de la magia, sí que entiendo un poco. Lo suficiente, por ejemplo, para saber si alguien en ese sótano intenta ejecutar un hechizo que lo ayude a desaparecer. Dudo que le diera tiempo a completar el conjuro antes de que mi flecha le atravesara el corazón. Pero no dudes en llamar si te encuentras en peligro.

—Me siento a salvo estando en tus manos —dijo Raistlin a la par que hacía una reverencia para ocultar su sarcástica sonrisa.

Se remangó el repulgo de la túnica —una túnica de color gris, ahora que se fijaba en ella—, sostuvo en alto la vela y empezó a bajar cautelosamente los peldaños que conducían a la oscuridad.

Una larga escalera, más de lo que Raistlin había imaginado, descendía a gran profundidad. Los escalones estaban tallados en la piedra, pegados a un muro rocoso que había a la derecha; el lado izquierdo, por el contrario, daba al vacío.

El joven iba moviendo la vela a la par que bajaba, dirigiendo la pálida luz hacia todos puntos del sótano a los que llegaba a fin de captar el brillo de algo, de cualquier cosa, pero no vislumbró nada y continuó descendiendo.

Finalmente, su pie tocó un suelo de tierra. Miró hacia atrás y vio a los elfos al final de la escalera, empequeñecidos por la distancia, casi como si estuvieran en otro plano de existencia. Alcanzaba a escuchar débilmente sus voces; estaban preocupados porque lo habían perdido de vista, de modo que decidieron ir tras él.

Raistlin movió la vela a uno y otro lado intentando ver cuanto le fuera posible antes de que los elfos llegaran, pero la débil luz de la bujía apenas tenía alcance. Esperando escuchar en cualquier momento los suaves pasos de los elfos, Raistlin tuvo un sobresalto cuando en lugar de eso oyó un seco golpazo. Una bocanada de aire apagó la vela, dejándolo atrapado en unas tinieblas tan profundas e impenetrables que podrían haber pasado por la oscuridad de Caos, de la que se formó el mundo.

—¡Liam! ¡Micah! —llamó y se alarmó cuando el eco repitió los nombres.

Sólo ecos. Ninguna respuesta de los elfos.

Esforzándose para oír algo por encima del ensordecedor tumulto de la sangre agolpada en su cabeza, Raistlin distinguió unos ruidos apagados, como si alguien golpeara una puerta. Ello, así como el hecho de que los elfos no hubieran respondido, lo hizo llegar a la conclusión de que la trampilla se había cerrado de golpe, inexplicablemente, dejándolo a él a un lado y a los elfos en el otro.

El primer impulso que tuvo, inspirado por el pánico, fue utilizar la magia para tener luz, pero se frenó antes de realizar el conjuro. No debía actuar impulsivamente; tenía que examinar la situación despacio y con toda la calma posible.

Decidió que, de momento, lo mejor era seguir a oscuras; una luz revelaría su posición a quienquiera o lo que quiera que hubiera allí abajo.

De pie en medio de la oscuridad, reflexionó sobre su situación.

La primera idea que le vino a la cabeza fue que los elfos lo habían engatusado para que se metiera aquí y dejarlo encerrado hasta que se muriera. Enseguida la desechó. Los elfos no tenían motivo para matarlo, y sí muchas razones para desear entrar en el sótano. No habían mentido respecto a los libros de hechizos, de eso estaba seguro por las cosas que habían hablado en su idioma, creyendo que él no les entendía.

El golpeteo ininterrumpido en la trampilla lo reafirmó en sus suposiciones. Los elfos la querían abierta tanto como él.

Resuelto este punto, tomó la precaución de desplazarse lo más silenciosamente posible hasta tener la espalda contra la pared de piedra. Al no ver absolutamente nada, tuvo que recurrir a sus otros sentidos y, casi de inmediato, ahora que estaba más tranquilo, escuchó el sonido de una respiración.

No estaba solo allí abajo.

No era el hálito de un espectral guardián ni las profundas y ásperas inhalaciones de un ogro ni los roncos y silbantes resoplidos de un hobgoblin. Era una respiración leve y rasposa, con un ligero estertor. Raistlin había oído ese tipo de respiración antes: en las habitaciones de los enfermos, de los ancianos.

Aunque esta certeza le produjo alivio, también echó por tierra sus suposiciones sobre lo que iba a encontrarse en el sótano. La primera idea absurda que se le ocurrió fue que estaba a punto de conocer al dueño de los libros, el padre de Lemuel. Quizás el anciano caballero había decidido recogerse en el sótano, pasar lo que le restaba de vida con sus preciados libros. O puede que Lemuel hubiera encerrado a su padre allí, una hazaña que, considerando que el padre era un respetado archimago, no parecía muy factible.

Raistlin siguió de pie en la oscuridad; su miedo iba desapareciendo conforme pasaban los segundos sin que le ocurriera nada desastroso y lo reemplazaba una curiosidad cada vez mayor. La respiración seguía sonando, irregular, quebrada, con alguno que otro jadeo. Raistlin no oía ningún otro ruido en el sótano, ni el tintineo de una cota de malla ni el crujido del cuero ni el golpeteo de una espada. Allá arriba, los elfos continuaban afanándose para abrirse paso. A juzgar por los golpes, la habían emprendido a hachazos con la trampilla.

Y entonces sonó una voz muy cerca de él:

—Eres astuto, ¿eh? —Hubo una pausa, y después—: Y también listo y audaz. No hay muchos hombres capaces de quedarse solos en medio de la oscuridad. ¡Acércate! Deja que te eche un vistazo.

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