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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el aprendiz de mago (18 page)

BOOK: Raistlin, el aprendiz de mago
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—Que Reorx camine con él —susurró.

—El pobre hombre ha muerto. ¡Oh, qué pena! —exclamó el kender, y una lágrima se deslizó por su mejilla.

Era la primera vez que la muerte llegaba tan cerca de Raistlin y el joven la percibió como una presencia física que pasara entre ellos con las negras alas extendidas sobre sus cabezas. Se sintió pequeño e insignificante, indefenso y vulnerable.

Tan repentino. Una hora antes Gilon caminaba entre los árboles, sin pensar en nada más importante que lo que habría de cena esa noche.

Tan tenebroso. Una oscuridad eterna, infinita. No era la ausencia de luz lo más aterrador, sino la ausencia de pensamiento, de conciencia, de conocimiento.

«Las vidas de los que seguimos respirando proseguirán. El sol brillará, las lunas saldrán.

Reiremos y hablaremos. Y él no sabrá nada, no sentirá nada. Nada.»

Tan definitivo. «Y nos llegará a todos. Me llegará a mí.»

Raistlin se dijo que debería estar angustiado o afligido por la muerte de su padre, pero lo único que sentía era pena de sí mismo, angustia por su propia mortalidad. Apartó los ojos del cadáver destrozado sólo para encontrarse con que su madre seguía aferrada a la mano inerte, acariciando la carne yerta, instando a Gilon a que le hablara.

—Caramon, tenemos que ocuparnos de mamá —susurró con tono urgente a su hermano—.

Debemos llevarla a casa.

Pero al mirar a su gemelo se dio cuenta de que el propio Caramon necesitaba ayuda. Se había derrumbado cerca del cadáver de su padre y unos sollozos profundos, desgarradores, sacudían su corpachón. Raistlin posó la mano en el brazo de su hermano para consolarlo.

La manaza de Caramon se cerró, crispada, sobre la muñeca de su gemelo. Raistlin no podía soltarse, pero tampoco deseaba hacerlo porque el contacto de Caramon le resultaba reconfortante. Pero la expresión conmocionada, el aire de extravío de su madre, no le gustaba nada.

—Vamos, madre. Deja que la viuda Judith te acompañe a casa.

— ¡No, no! —chilló Rosamun, frenética—. No puedo dejar solo a tu padre. Me necesita.

—Madre —dijo Raistlin, que ahora estaba realmente asustado—. Papá ha muerto. Ya no se puede hacer nada para....

— ¡Muerto! —Rosamun parecía estupefacta—. ¡Muerto! ¡No, imposible! Tengo fe. —Se arrojó sobre su marido y sus manos aferraron la camisa empapada de sangre—. ¡Gilon, despierta!

La cabeza del hombretón se zarandeó, fláccida, y un reguerillo de sangre resbaló de su boca.

—Tengo fe —repitió Rosamun con un timbre quejumbroso, acongojado. Sus manos se habían manchado de sangre, pero seguían aferradas a la empapada camisa.

— ¡Madre, por favor, ve a casa! —suplicó Raistlin con impotencia.

Otik agarró las manos de Rosamun y con suavidad la obligó a aflojar los dedos. Luego la apartó de la carreta, y otro vecino se apresuró a cubrir el cadáver con una manta.

—Para que te fíes de Belzor —rezongó entre dientes el enano.

No tenía intención de que se oyera su comentario, pero tenía una voz de timbre profundo y sonoro, así que todos los que estaban a su alrededor lo escucharon. Unos cuantos dieron un respingo y otros pocos sacudieron la cabeza. Uno o dos sonrieron torvamente creyendo que nadie los miraba.

La viuda Judith había llevado a cabo un buen trabajo como predicadora desde su llegada a la ciudad y había hecho bastantes conversos a la nueva fe. Algunos de ellos contemplaban al hombre muerto con consternación.

— ¿Quién es Belzor? — inquirió la aguda vocecilla del kender—. Flint, ¿tú lo conoces? ¿Se suponía que tenía que sanar a este pobre hombre? ¿Tienes idea de por qué no lo ha hecho?

— ¡Cierra el pico, Tas, cabeza de chorlito! —musitó ásperamente el enano.

Pero ésa era la pregunta que muchos de los nuevos prosélitos se estaban haciendo para sus adentros y miraron a la viuda Judith esperando una respuesta.

La mujer no había perdido la fe, y endureció el gesto. Asestó una mirada feroz al enano y otra aun más encarnizada al kender, que en este mismo momento se dedicaba a levantar una esquina de la manta para observar con curiosidad el cadáver.

—A lo mejor se ha curado y no nos hemos dado cuenta —comentó el pequeño personaje con ánimo de ayudar.

— ¡No se ha curado! —gritó la viuda en tono plañidero—. Gilon Majere no ha sido sanado ni lo será. ¿Y por qué no?, os preguntáis. ¡Porque el mal anida en esta mujer! —Judith señaló a Rosamun—. ¡Su hija es una perdida! ¡Su hijo es un brujo! ¡Es culpa de ella y de sus hijos que Gilon Majere haya muerto!

Fue como si el dedo acusador hubiera disparado una lanza y ésta hubiera ensartado a Rosamun, que miró a Judith conmocionada y después exhaló un grito al tiempo que caía de rodillas, gimiendo.

Raistlin se puso de pie y saltó por encima del cuerpo de su padre.

— ¿Cómo te atreves? —susurró amenazadoramente a la viuda. Bajó de un salto por encima del costado de la carreta y se plantó delante de la viuda Judith—. ¡Fuera de aquí! ¡Déjanos en paz!

— ¿Lo veis? —La viuda retrocedió precipitadamente y su dedo enhiesto apuntó a Raistlin— ¡Es perverso! ¡Obedece el mandato de dioses malignos!

Un fuego abrasador estalló dentro del joven y consumió sentido común y raciocinio. El ardiente resplandor no lo dejaba ver; no le importaba que el fuego lo destruyera, siempre y cuando acabara con Judith.

— ¡Raist! —Una mano lo agarró; una mano fuerte y firme que se abrió paso entre las rugientes llamas y lo contuvo—. ¡Raist, detente!

Aquella mano, la de su hermano, lo sacó del fuego, y el terrible resplandor que lo cegaba se apagó, las llamas se consumieron y lo dejaron frío y tembloroso, con un regusto a ceniza en la boca. Los fuertes brazos de Caramon le rodearon los hombros.

—No la toques, Raist —estaba diciendo Caramon. Tenía la voz enronquecida de llorar—. ¡No le des la razón!

La viuda, pálida y desencajada, había reculado contra un árbol y miraba a los vecinos.

— ¡Lo habéis visto, buena gente de Solace! Trató de matarme. ¡Os digo que es un demonio encarnado en un ser humano! ¡Expulsad a esta madre y a su camada de diablos! ¡Echadlos de Solace! ¡Mostrad a Belzor que no consentís semejante maldad en esta ciudad!

La multitud guardaba silencio y sus semblantes estaban sombríos e impasibles. Lentamente formaron un círculo protector, con la familia Majere en el centro. Rosamun cayó de hinojos en el suelo, inclinada la cabeza. Raistlin y Caramon permanecían muy juntos y cerca de su madre.

Aunque Kitiara no estaba allí —hacía años que no visitaba a la familia— su espíritu había sido invocado y también se hallaba presente, aunque sólo fuera en la mente de sus hermanastros.

Gilon yacía muerto en la carreta, su cadáver cubierto con una manta; la sangre empezaba a empapar la lana de la prenda. La viuda Judith se había quedado fuera del círculo, y todo el mundo seguía callado.

Un hombre se abrió paso a codazos entre la muchedumbre, desde la parte posterior. Raistlin sólo captó vagamente su imagen, ya que los rescoldos del abrasador fuego interior todavía le emborronaban la vista, pero después recordaría su porte alto, el rostro afeitado, el largo cabello que le cubría las orejas y le llegaba hasta los hombros. Vestía ropas de cuero rematadas con flecos y llevaba un arco al hombro. Caminó hacia la viuda.

—Me parece que eres tú quien debería marcharse de Solace —dijo. Su voz sonaba tranquila, sin el menor rastro de amenaza, limitándose a exponer un hecho.

Judith le asestó una mirada ceñuda y luego echó un rápido vistazo a la multitud apiñada detrás de él.

— ¿Vais a permitir a este mestizo que me hable así? —demandó.

—Tanis tiene razón —intervino Otik, que se adelantó para apoyarlo. Agitó la regordeta mano, con la que todavía sujetaba la botella de brandy—. Será mejor que regreses a Haven, buena mujer. Y llévate a Belzor, que aquí no lo necesitamos. Sabemos cuidar de los nuestros.

—Andad, hijos, llevad a vuestra madre a casa —dijo el enano—. No os preocupéis por vuestro padre, que nosotros nos ocuparemos del entierro. Querréis asistir, por supuesto, así que ya os avisaremos cuando llegue el momento.

Raistlin asintió con la cabeza, tan cansado que era incapaz de hablar. Se agachó y agarró a su madre. Rosamun estaba desmadejada, destrozada, como una muñeca de trapo que hubieran hecho trizas unos perros rabiosos. Miró en derredor con expresión ausente, un gesto que Raistlin recordaba muy bien; el corazón se le puso en un puño.

—Madre —musitó suavemente—, nos vamos a casa.

Rosamun no reaccionó, como si no lo hubiera oído siquiera. Raistlin intentó levantarla, pero era como un peso muerto entre sus brazos.

—Caramon —llamó a su hermano.

El mocetón asintió; tenía los ojos llenos de lágrimas.

Entre los dos condujeron a su madre a casa.

3

Gilon Majere fue enterrado a la mañana siguiente debajo de los vallenwods y se plantó un vástago de éstos árboles a la cabecera de su tumba, como era costumbre entre los habitantes de Solace. Sus hijos estuvieron presentes en la ceremonia, pero no así su esposa.

—Está dormida —la excusó Caramon, que enrojeció por la mentira—. No quisimos despertarla.

La verdad era que no les había sido posible sacarla de su mundo de visiones.

Por la tarde, en Solace todo el mundo sabía que Rosamun pasaba por uno de sus trances; esta vez era muy profundo, tanto que no oía la voz de nadie, ni la de sus seres más queridos, cuando la llamaban.

Los vecinos fueron a verla, a ofrecer sus condolencias y a hacer sugerencias para su recuperación; Raistlin probó con algunas de ellas, como por ejemplo que inhalara extracto de alcanfor, pero no otras, como pincharla repetidamente con un alfiler.

Por lo menos, no lo hizo al principio, antes de que surgiera el terrible miedo.

Los vecinos trajeron comida para abrirle el apetito, ya que se había corrido la voz de que Rosamun no quería comer. Otik en persona llevó una gran cesta con los platos más exquisitos de la posada El Ultimo Hogar, incluida una cazuela dentro de la cual todavía humeaban sus famosas patatas picantes, ya que el posadero tenía la firme creencia de que ningún ser vivo, y muy pocos de los que estaban muertos, eran capaces de resistirse al delicioso aroma a ajo.

Caramon cogió la cesta de comida con una sonrisa triste y un quedo «gracias». No dejó que Otik entrara en la casa, y mantuvo bloqueado el paso con su corpachón.

— ¿Se encuentra mejor? —preguntó el posadero mientras estiraba el cuello para ver por encima del hombro del mocetón.

Era un buen hombre, de lo mejor que había en Solace. Habría renunciado a su amada posada si con ello hubiera ayudado a que la mujer recobrara la salud. Pero le encantaba el chismorreo, y la trágica muerte de Gilon, seguida de la extraña enfermedad de su mujer, era la comidilla de la taberna de la posada.

Caramon consiguió finalmente cerrar la puerta; se quedó un momento escuchando los fuertes pasos de Otik alejándose por la ancha pasarela y lo oyó pararse para hablar con algunas comadres de la ciudad. El joven oyó pronunciar frecuentemente el nombre de su madre en la conversación. Suspiró y llevó la comida a la cocina, donde la amontonó con el resto de las provisiones.

Echó las patatas picantes en un plato hondo, añadió una apetitosa loncha de jamón fresco asado con sidra, y sirvió una copa de vino elfo. Se proponía llevárselo a su madre, pero se detuvo en el umbral del dormitorio.

Caramon quería a Rosamun. Se suponía que un buen hijo amaba a su madre, y el joven había sido todo lo buen hijo que sabía ser. No se sentía identificado con ella. Con Kitiara sí, ya que su hermanastra había hecho más que Rosamun para sacarlos adelante a Raistlin y a él. Compadecía a su madre con todo su corazón, y estaba extremadamente triste y preocupado por ella, pero tuvo que detenerse en aquel umbral para templar el ánimo antes de cruzarlo, como habría hecho antes de entrar en batalla.

La habitación de la enferma estaba a oscuras y hacía calor; el aire resultaba fétido y desagradable de respirar. Rosamun yacía boca arriba en el lecho, mirando al vacío. Empero, debió de ver algo ya que sus ojos se movieron y cambiaron de expresión. A veces los tenía desorbitados, con las pupilas muy dilatadas, como si estuviera contemplando algo que la aterraba. En tales ocasiones, su respiración era jadeante. Otras veces estaba tranquila, e incluso de tanto en tanto sonreía, una mueca lúgubre que daba congoja ver.

Jamás hablaba, al menos nada que resultara comprensible. Hacía ruidos, pero eran sonidos guturales, incoherentes. Nunca cerraba los ojos. Nunca dormía. Nada la hacía reaccionar ni apartar la mirada de cualesquiera que fueran las visiones que la tenían en trance.

Sus funciones corporales continuaban, y Raistlin se ocupaba de limpiarla, de bañarla. Habían pasado tres días desde el entierro de Gilon, y Raistlin no se había apartado de su lado un solo momento. Dormía sobre un jergón en el suelo, despertándose con el menor sonido que hacía. Le hablaba constantemente, contándole historias divertidas sobre las travesuras que los chicos hacían en la escuela, haciéndola partícipe de sus propios sueños y esperanzas, explicándole detalles sobre su jardín y las diversas plantas medicinales que crecían en él.

La obligaba a tomar líquido escurriendo un paño mojado sobre sus labios, sólo un chorrito pequeño cada vez porque si no, se atragantaba. También había intentado hacer que comiera algo, pero su madre no había conseguido tragarse ni un bocado y el joven tuvo que darse por vencido. La atendía con mimo, con infinita ternura y una paciencia inagotable.

Caramon se quedó en el umbral, observándolos a los dos. Raistlin estaba sentado junto al lecho y le cepillaba el largo cabello suavemente mientras le contaba historias de su propia infancia y juventud en Palanthas.

—Creéis que conocéis a mi hermano —musitó Caramon, dirigiéndose a unos rostros invisibles—. Vos, maese Theobald. Y tú, Jon Farnish. O tú, Sturm Brightblade. Y todos vosotros. Lo llamáis el Taimado y el Ruin. Afirmáis que es frío, calculador e insensible. Creéis que lo conocéis. Yo

que lo conozco. —Caramon tenía los ojos llenos de lágrimas—. Lo conozco. Soy el único.

Esperó un instante más hasta que pudo volver a ver después de que se enjugó los ojos y se limpió la nariz con la manga de la camisa, derramándose encima la copa de vino en el proceso.

Hecho esto, inhaló una bocanada de aire fresco y entró en la oscura y triste habitación.

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