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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el aprendiz de mago (7 page)

BOOK: Raistlin, el aprendiz de mago
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En cualquier caso, a Gregor Uth Matar se lo había declarado fallecido, ya que nadie lo había visto ni había sabido de él durante siete años, y la mayoría era de la opinión que, si no tenía la decencia de estar muerto, entonces debería estarlo. Su pérdida no despertó tristeza en general.

Tal vez fuera un solámnico, pero en tal caso debían de haberlo expulsado de la Orden años atrás. Se sabía que él, su joven esposa y su hija, un bebé por entonces, habían partido de Palanthas en plena noche y con precipitación. Los rumores lo siguieron desde Solamnia hasta Solace, y se comentaba entre susurros que había cometido un asesinato y había escapado del verdugo recurriendo al soborno y a un veloz caballo.

Era enigmáticamente atractivo. El ingenio y el encanto personal lo convertían en un agradable compañero de taberna, así como su gran valor —ni siquiera sus enemigos podían acusarlo de lo contrario—, su buena disposición para beber, jugar y luchar. Rosamun tenía razón en cuanto a uno de sus rasgos: las mujeres lo adoraban.

Con su belleza, cabello castaño rojizo, ojos del color de un bosque estival y la blanca y sedosa piel, Rosamun fue quien lo conquistó. Se enamoró de ella con toda la intensidad de su naturaleza apasionada, y siguió amándola más tiempo del que nadie habría esperado, pero para ese hombre, cuando el amor moría, jamás volvía a alentar su llama.

Se instalaron en Solace, y Gregor hizo viajes periódicos a Solamnia, principalmente cuando andaba corto de dinero. Al parecer, su acomodada familia le pagaba bien con tal de que estuviera lejos. Después llegó el día en que volvió con las manos vacías, y corrió el rumor de que, finalmente, la familia de Gregor había cortado la fuente de ingresos, y sus acreedores lo presionaron de tal modo que tuvo que viajar al norte, a Sanction, para poner su espada al servicio de quien quisiera contratarlo. Continuó haciéndolo así, y regresaba a casa de vez en cuando, pero nunca se quedaba mucho tiempo. Rosamun, loca de celos, lo acusaba de abandonarla por otras mujeres, y sus peleas podían oírse en casi toda Solace.

Y entonces un día Gregor se marchó y ya no volvió. Se comentaba que debía de haber muerto, ya fuera de una estocada frontal con una espada o, más probablemente, con una daga clavada en la espalda.

Hubo una persona que no creyó que estuviera muerto. Kitiara vivía pensando en el día en que podría marcharse de Solace para ir en busca de su padre.

Casi no habló de otra cosa mientras hacía lo que podía, con su estilo impaciente, para preparar a su hermanito para el viaje a la escuela. Hizo un hatillo con las escasas ropas del niño —un par de camisas, algunos pantalones y unos pares de medias muy remendadas— con una gruesa capa de invierno.

—Bueno, esto es una despedida —le dijo al pequeño— Seguramente me habré marchado en primavera, porque no aguanto más este sitio. —Puso en fila a sus hermanos para inspeccionarlos—. Pero ¿qué demonios haces? ¡No puedes ir así a la escuela! —Agarró a Raistlin y señaló sus pies descalzos y llenos de polvo—. Tienes que llevar zapatos.

— ¿En verano? —Caramon no salía de su asombro.

—Los míos no me servirán —contestó el niño, que había crecido últimamente. Ahora era tan alto como su gemelo, pero con la mitad de peso y sólo una cuarta parte de su corpulencia.

—Toma, ponte éstos. —Kit cogió un par viejo de Caramon, del pasado invierno, y se los tendió a Raistlin.

—Me apretarán los dedos —protestó éste a la par que los miraba con gesto sombrío.

—Póntelos —ordenó Kit—. Todos los otros chicos de la escuela llevarán zapatos, ¿no? Sólo los palurdos van descalzos. Es lo que decía mi padre.

Raistlin no respondió y metió los pies en los desgastados zapatos.

Kit cogió un paño de cocina sucio, lo mojó en el cubo de agua, y empezó a restregar la cara y las orejas del niño con tanto brío que Raistlin estuvo seguro de que por lo menos le había arrancado la mitad de la piel.

Mientras tanto, Rosamun había dejado caer el ovillo de lana al suelo. Su belleza se había marchitado, al igual que desaparece un arco iris cuando las nubes ocultan el sol; su cabello tenía un color pardo y estaba sin lustre, mientras que en sus ojos había un brillo excesivo, el brillo de la fiebre o de la locura, y la pálida tez tenía un matiz grisáceo. Contempló con aire ausente sus manos vacías, como preguntándose qué hacer con ellas. Caramon recogió el ovillo y se lo tendió.

—Aquí tienes, madre.

—Gracias, pequeño. —Volvió la mirada vacua hacia él—. Gregor está muerto, ¿lo sabes, pequeño?

—Sí, madre —respondió Caramon sin escucharla realmente.

Rosamun solía hacer a menudo comentarios incongruentes como éste, y sus hijos estaban acostumbrados a ello y por lo general hacían caso omiso. Pero esta mañana Kitiara se volvió hacia su madre con repentina ferocidad.

— ¡No está muerto! ¿Qué sabrás tú? ¡Jamás te quiso, vieja bruja, loca! ¡No vuelvas a decir una cosa así!

Rosamun sonrió y empezó a trenzar la lana mientras canturreaba en voz baja. Los dos niños guardaban silencio, con expresión desdichada. Las palabras de Kit les habían hecho más daño que a Rosamun, quien no hacía caso alguno a su hija.

No está muerto, ¡lo sé! ¡Y voy a encontrarlo! —manifestó Kitiara como si hiciera un ferviente juramento. Caramon la miró de hito en hito.

¿Cómo sabes que Gregor está vivo? —preguntó—. Y, si es así, ¿cómo piensas encontrarlo? Me han contado que en Solamnia hay montones de gente, mucho más que aquí, en Solace.

—Lo encontraré —repitió Kit, sin vacilar—. Él me dijo cómo. —Sus ojos se prendieron en los dos niños, reflexivos—. Veréis, probablemente no me volveréis a ver hasta dentro de mucho tiempo. Acercaos. Os enseñaré algo si me prometéis que no se lo contaréis a nadie.

Los condujo al cuartito donde dormía y sacó de debajo del colchón una bolsa pequeña de cuero, hecha a mano y bastante tosca.

—Aquí dentro está mi fortuna. — ¿Dinero? —preguntó Caramon, sonriente. — ¡No! —Kitiara resopló con desdén—. Algo mejor que dinero. Mis derechos de nacimiento.

¡Déjame verlo! —suplicó Caramon. —No. Le prometí a mi padre que jamás se lo enseñaría a nadie. Al menos, de momento, aunque algún día quizá lo haga. Cuando regrese rica, poderosa y cabalgando a la cabeza de mi ejército, entonces lo verás.

—Seremos parte de tu tropa, ¿verdad, Kit? —dijo Caramon —. Raist y yo.

—Seréis capitanes, los dos. Y yo vuestro comandante, por supuesto —agregó con aire práctico.

—Me gustará ser capitán. —Caramon estaba entusiasmado—. ¿Y a ti, Raist?

El niño se encogió de hombros.

—Me da igual. —Tras echar otra ojeada a la bolsita de cuero, añadió en voz queda—: Deberíamos marcharnos o llegare tarde.

Kit los miró, puesta en jarras.

—Sí, supongo que sí. Y después de dejar a Raistlin vuelve derecho a casa, Caramon. No te quedes rondando por la escuela. Tenéis que acostumbraros a estar separados.

—Claro, Kit. —Ahora fue Caramon el que se puso triste. Raistlin se acercó a su madre y le cogió la mano.

—Adiós, madre —dijo con voz entrecortada. —Adiós, querido —respondió ella—. No olvides taparte la cabeza cuando haga humedad.

Y ésa fue toda su bendición. Raistlin había intentado explicarle dónde iba, pero su madre había sido incapaz de entenderlo. « ¿Estudiar magia? ¿Para qué? No digas tonterías, pequeño.»

Raistlin se había dado por vencido. Caramon y él salieron de la casa justo cuando el sol empezaba a acariciar las puntas de las hojas del vallenwood.

—Me alegro de que Kit no venga con nosotros. Tengo que decirte una cosa —susurró Caramon, que echó una mirada temerosa a su espalda, hacia su hermana, pero Kitiara, concluida su obligación, había vuelto a la cama.

Los niños caminaron por las pasarelas hasta donde les fue posible y luego, cuando éstas terminaron, los gemelos descendieron por una larga rampa al suelo del bosque. Un estrecho sendero, poco más que un par de rodadas de carro y una vereda de tierra dura, llevaba la dirección hacia la que se encaminaban.

Los chiquillos se comieron unos trozos de pan rancio que habían arrancado de una hogaza que estaba sobre la mesa.

—Mira, este pan tiene algo azul —señaló Caramon, haciendo un alto entre bocado y bocado.

—Es moho —dijo Raistlin.

—Oh. —Caramon se comió el pan, con moho incluido, comentando que «no sabía mal, sólo un poco agrio».

Raistlin quitó cuidadosamente la parte del pan que tenía moho, examinó los hongos con interés y después guardó el trocito dentro de la bolsa que llevaba consigo a todas partes. Al final del día, esa bolsa estaría llena de varios especímenes de plantas y vida animal. Pasaba las tardes estudiándolos.

—Hay una larga caminata hasta la escuela —observó Caramon, cuyos pies descalzos se arrastraban sobre el polvo de la vereda—. Casi ocho kilómetros, según papá. Y, cuando estás allí, tienes que sentarte en un pupitre todo el día, sin moverte, y no te dejan salir fuera ni nada. ¿Estás seguro de que te gustará eso, Raist?

Su gemelo había visto el interior de la escuela una vez, y consistía en una gran habitación sin ventanas, para que no hubiera distracciones del exterior, y con el suelo de piedra.

Los pupitres estaban a cierta altura de ese suelo a fin de no tener los pies fríos en invierno, y los alumnos se sentaban en taburetes altos. Por su parte, el maestro ocupaba un escritorio grande en la parte delantera de la habitación. Colocadas a lo largo de dos paredes de la estancia había estanterías que contenían jarros con diversas hierbas y otras cosas que iban desde las horribles y repugnantes hasta las agradables y misteriosas. La mayoría de los pergaminos estaban en blanco, listos para que los estudiantes escribieran en ellos, pero no ocurría lo mismo con otros.

Raistlin pensó en aquella habitación silenciosa, en las apacibles horas dedicadas a estudiar sin la distracción de hermanos revoltosos y sonrió. No me importará —dijo. Caramon había cogido un palo y lo blandía haciendo que era una espada.

Pues a mí no me gustaría ir allí, lo sé. Y menos con maestro, que tiene cara de sapo. Parece un mal tipo. ¿Crees que te azotará?

El maestro, maese Theobald, tenía realmente un aspecto ruin, y además, en su primer encuentro, el niño tuvo la impresión de que era altanero, prepotente y, seguramente, menos inteligente que la mayoría de sus alumnos. Al no conseguir ganarse su respeto, sin duda recurriría a la intimidación física. Raistlin había visto una larga vara de sauce ocupando un lugar destacado junto al escritorio del maestro.

—Si lo hace —dijo el chiquillo, pensando en lo que Antimodes le había dicho—, será simplemente otro golpe del martillo.

— ¿Es que piensas que te atizará con un martillo? — demandó Caramon, aterrado, y se paró en mitad del sendero—. No deberías ir a ese sitio, Raist.

—No, no me refería a eso, Caramon —acotó Raistlin, que procuraba ser paciente con su ignorante gemelo. Después de todo, su comentario había estado un poco fuera de tono— Procuraré explicártelo. Tú luchas ahora con un palo, pero algún día poseerás una espada, una de verdad, ¿no es así?

—Puedes apostar a que sí. Kit va a traerme una, y a ti también, si se lo pides.

—Yo ya tengo una espada, Caramon —dijo Raistlin—. No como la tuya. No una hecha de metal. Es una espada que está dentro de mí. Ahora mismo no es un arma muy buena, y necesita los golpes del martillo para moldearla. Por eso voy a esa escuela.

— ¿Para aprender a hacer espadas? —preguntó Caramon, que tenía fruncida la frente de hacer un esfuerzo mental tan intenso—. Entonces ¿es una escuela para herreros?

Raistlin suspiró.

—No hablo de una espada de verdad, Caramon, sino mental. La magia será mi arma.

—Si tú lo dices. De todos modos, si ese maestro te azota, tú dímelo, ¿vale? —Caramon apretó los puños—. Yo me ocuparé de él. Oye, sí que es una buena caminata —repitió.

—Lo es —se mostró de acuerdo Raistlin. Habían recorrido sólo una cuarta parte del trayecto y ya estaba cansado, aunque no lo admitió—. No tienes que venir a acompañarme, ¿sabes?

— ¡Pues claro que sí! — protestó su gemelo, escandalizado con la idea—. ¿Y si te atacan unos goblins? Me necesitarías para defenderte.

—Sí, con una espada de madera —dijo Raistlin, cáustico.

—Como has dicho, algún día tendré una de verdad —respondió Caramon sin que la lógica enturbiara su entusiasmo—. Kitiara me lo prometió. ¡Oye, eso me recuerda lo que tenía de decirte! Me parece que Kit se está preparando para ir a alguna parte. Ayer me topé con ella cuando salía de esa taberna que hay a las afueras de la ciudad, El Abrevadero.

— ¿Y qué hacía allí? — preguntó, interesado, Raistlin—. En realidad, ¿qué hacías tú allí? Es un sitio que tiene muy mala fama.

— ¡Y tanto! — se mostró de acuerdo su hermano—. Sturm Brightblade dice que es un lugar donde acuden ladrones y asesinos. Por eso estaba allí, para ver a un asesino.

—Oh, vaya, ¿y lo viste? —inquirió Raistlin esbozando una sonrisa.

— ¡Quia! —Caramon estaba disgustado—. Al menos, creo que no, porque todos los hombres que había parecían muy corrientes. La mayoría no se diferenciaban mucho de papá, sólo que no eran tan grandes como él.

—Justo el aspecto que tendría un buen asesino —apuntó Raistlin.

— ¿Como papá?

—Por supuesto. De ese modo, podría acercarse a hurtadillas a su víctima sin que ésta se diera cuenta. ¿Cómo te imaginabas que era un asesino? ¿Vestido todo de negro, con una larga capa y una negra máscara cubriéndole la cara? —dijo Raistlin con sorna.

—Bueno, pues... sí —respondió su gemelo, pensativo.

—Qué tonto eres, Caramon.

—Supongo que sí —repuso su gemelo mansamente. Mantuvo la vista gacha y dio patadas al polvo unos instantes—. ¡Oye, si en realidad tienen un aspecto tan corriente, a lo mejor vi a algún asesino! —comentó alegremente.

—A quien viste fue a nuestra hermana —resopló Raistlin—. ¿Qué estaba haciendo allí? A papá no le gustaría saber que frecuenta sitios como ése.

—Eso mismo le dije yo —abundó Caramon con gazmoñería—. Me soltó un tortazo y me dijo que lo que papá no supiera no le haría daño, y que mantuviera la boca cerrada. Estaba hablando con dos tipos mayores, pero se largaron cuando me vieron acercarme. Kit tenía algo en la mano que parecía un mapa, y le pregunté qué era, pero me dio un pellizco en el brazo pero que bien fuerte —Caramon enseñó un cardenal entre rojo y azulado—, me alejó a empujones de allí y me hizo prometer sobre una tumba del cementerio que nunca se lo contaría a nadie, porque si lo hacía vendría un fantasma a cogerme una noche.

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