Alex sintió una profunda angustia que le subió por el pecho. Decenas de luces rojas se encendieron en el interior de su cerebro, advirtiéndole de que todo aquello era irracional. La antes incipiente cefalea era ahora una realidad que le estaba destrozando el cráneo. La angustia le devoró, sin saber qué creer. Solo quería dormir durante mucho tiempo, desaparecer, borrarse del mapa y acabar con aquella pesadilla. En resumen, acabar con su propia vida, una idea que, para su alivio —y sorpresa—, le sorprendió gratamente.
La siguiente idea que se posó en su mente le heló la sangre en las venas:
—
No puedes quitarte la vida.
Abrió los ojos desconcertado. Los seres seguían enfrente, y le habían leído un pensamiento de los «profundos». Debía andar con más cuidado si quería ocultarles información y ponerla a buen recaudo.
—
Solo hay una opción inteligente
—insistieron ellos.
Al mismo tiempo que recibía ese último pensamiento, un rostro llenó su mente. Dos inmensos ojos azules y sonrientes le devoraron con la mirada mientras Lia acercaba sus labios a los de él. Supo que se correspondía con la noche en la que se besaron por primera vez.
¡Están utilizando mis propios recuerdos!
, se dijo furioso, aunque pronto le resultó complicado luchar contra ellos, debido a su contenido: Lia, devorándole con miradas apasionadas, Lia besándole de forma intensa, prolongada. Bailes, paseos, risas en un bar, caricias en un portal, una discusión y un largo abrazo después… Apasionadas reconciliaciones, desenfrenados encuentros. Alex fue consciente de la intensa química que había entre ellos, de la energía que desprendía su relación. Una historia que existiría mientras lo hicieran ellos. Una historia imposible de olvidar —al menos para él, pensó, con una sonrisa bobalicona—. Súbitamente el torbellino de imágenes comenzó a girar en una espiral acelerada, y Alex se sintió mareado: los sentimientos se mezclaron con el intenso dolor de cabeza, y sintió náuseas.
¡Basta!
, pensó, como si lo estuviera gritando.
En ese momento el torbellino cesó y su mente se quedó en blanco. Inspiró profundamente varias veces seguidas pero sin conseguir relajarse con ello.
Necesito… aire
—pensó—
. Pensar unos instantes…
—y, en lo que intentó fuera un tono suplicante, añadió mentalmente—
. A solas, por favor…
De nuevo el silencio. De alguna forma supo que los seres se comunicaban entre ellos, probablemente decidiendo si accedían a su petición. Intentando ocultar sus tribulaciones pensó que ciertamente solo tenía una opción, y su supervivencia estaba incluida en ella. Mientras los extraterrestres no hubieran completado su tarea, no podrían dejar a nadie con vida que supiera de ellos, ya que entonces serían vulnerables. Así que ni él ni Lia tenían la menor posibilidad de salir vivos de allí en caso de negarse. Vivir pasaba irremediablemente por seguir los designios marcados por «ellos».
Sin embargo, aún tenía dudas debidas a las espeluznantes imágenes que había contemplado hacía unos instantes.
La sobreexposición
, se dijo, así era como la habían nombrado los seres, una visión apocalíptica que no dejaba lugar a contemplaciones. Pero dada la extraña forma sensorial en la que las había percibido, no tenía el más mínimo criterio para discernir si eran auténticas o no. Un nuevo mensaje procedente de los extraterrestres inundó su conciencia:
—
Tienes cinco minutos.
De nuevo fue una idea, pero, al materializarse en su cerebro, supo perfectamente que se le exigían cinco minutos. Trescientos segundos, ni uno más ni uno menos, en términos temporales humanos. Y antes de que pudiera pensar nada más cayó una manta de oscuridad sobre él, como si un velo negro se hubiera desprendido del techo. Instintivamente, cerró los ojos.
El aire frío y húmedo acarició su rostro, e inmediatamente sintió un tacto pedregoso bajo las nalgas y las piernas. La sensación le cogió por sorpresa y dio un respingo. Asustado, abrió los ojos y vio que estaba sentado sobre un saliente de roca. Un leve olor a cenizas le permitió intuir dónde se encontraba, lo que confirmó al mirar abajo y encontrarse con los restos carbonizados de una tienda de campaña, y es que allí habrían debido reposar su cuerpo y el de Lia si no hubiera sido por unos desafortunados conejos. —
Un claro mensaje de los seres
, se dijo—. Miró su reloj y supo que los siguientes cuatro minutos y diez segundos eran cruciales, no ya para él y para Lia… sino para el resto del planeta, pensó, aturdido por la idea.
Pestañeó, sorprendido, al darse cuenta de que, al fondo, el sol despuntaba: estaba contemplando el amanecer. Se dio cuenta de que habían pasado la noche en la cueva y comprendió que su cansancio físico se debía en gran parte a que llevaba dos noches sin dormir prácticamente nada. Respiró profundamente, empapándose del olor a tierra húmeda; aguzó el oído, pero no oyó nada salvo una leve brisa agitando las hojas. Finalmente se concentró en sí mismo, buscando algún atisbo de los extraterrestres en su mente: afortunadamente no percibió nada. Estaba solo, sobre los restos del carbonizado campamento, en esa hora en la que se solía decir que las almas de los moribundos abandonaban los cuerpos, pensó en tono lúgubre.
Se planteó correr, huir, alejarse de todo aquello, pero enseguida se dio cuenta de lo absurdo de su idea: ellos tenían a Lia. Rezongando por la ausencia de alternativas alzó la vista y apreció el sol, perezoso e indiferente a sus problemas, pero dispuesto a calentarle con su abrazo. Eso, junto con el aire fresco y húmedo acariciándole el rostro, hizo que por un instante se sintiera en paz con el mundo. Le dio la sensación de que el Universo y la Tierra le otorgaban una tregua, como si fueran conscientes del dilema al que se enfrentaba: por un lado, ayudar a esos seres y conseguir a Lia; por el otro, fiarse de su angustiosa visión y, por ende, traicionarlos. ¿Con cuál de ambas elecciones estaría ayudando realmente a los suyos?, se preguntó angustiado.
¡No puedo tomar una decisión así!
, pensó, con una mezcla de angustia y furia. Sin darse cuenta, comenzó a sollozar.
Las lágrimas brotaron con más intensidad a medida que fue recordando a sus amigos, su familia, sus padres, y su angustia se hizo insoportable cuando surgió el rostro de Lia. No podía ayudarlos a todos, tenía que elegir: ellos o Lia. Lia o ellos… Se dio cuenta de que tenía muchas cosas que decirles a todos. Demasiado que hacer, demasiado que ver, demasiado que sentir. Una sola vida no era suficiente, se dijo. Él había desaprovechado la suya, pensó, sintiéndose infeliz, y no podía hacer lo mismo con la de los demás. Enjugándose las lágrimas, supo que debía decidirse, y se dio cuenta de que una de las opciones había emponzoñado mortalmente su cerebro: esa «sobreexposición» había resultado gutural, fría y oscura como la más pura y cruda realidad: supo que había penetrado en la mente de los extraterrestres de la misma forma en que lo habían hecho ellos en la suya. Supuso que lo había logrado gracias a la influencia del chip en su cerebro, y ahora sabía algo que ellos habían intentado ocultarle: que aquello existía. No sabía si era el presente, el pasado… o el futuro, pero existía.
El piar de un pájaro llamó su atención. Lo buscó, sorprendido, pero inmediatamente otros se le unieron. Era un sonido inherente a cualquier amanecer, solo que este no era uno cualquiera, se dijo. Sorbiendo el aire por la nariz, para despejarla, disfrutó del aire limpio. El piar creció en intensidad, y de alguna forma creyó distinguir, entre todos ellos, el del primer pájaro que había oído. Un movimiento llamó su atención, y su sorpresa fue mayúscula cuando localizó la fuente del sonido, posado en la misma roca, frente a él. Lo oyó claramente por encima del resto, confiado, alegre, como si no hubiera una inmensa nave extraterrestre enterrada decenas de metros más abajo, como si cantar fuera su más importante misión. Alex lo observó, maravillado por su inocente optimismo, y entonces lo entendió.
Este planeta no es solo de los humanos…
Aturdido, miró su reloj y vio que, en menos de treinta segundos, volvería con aquellos seres para convertirse en su esclavo. Tuvo claro que, si les ayudaba, de una forma u otra, les estaría entregando el planeta, y todo por su vida y una mujer, que a su vez también pasaría a ser una especie de sirviente. Así no quería tener a Lia, se dijo.
Morir juntos, vivir separados
, pensó, y todavía con restos de lágrimas en los ojos extrajo su iPhone de la cazadora. Agradeció comprobar que aún tenía batería, que también disponía de cobertura y que el GPS estaba activado.
Gracias a Dios
, se dijo, sintiendo una profunda emoción recorrer prácticamente todos los nervios de su organismo. Mientras, deslizó los dedos por la pantalla a toda velocidad y abrió un programa al que adjuntó una serie de archivos, tal y como le había enseñado Owl. Una dolorosa lágrima asomó al pensar en él, y en unos instantes, terminó la operación y miró su reloj.
Diez segundos…
Con tranquilidad, buscó un icono de los que aparecían en la pantalla.
Cinco segundos…
Lo encontró. Sonriendo, pensó de nuevo en su amigo el
hacker
.
Dos segundos…
Gracias, amigo
—pensó sonriendo otra vez, a la vez que las lágrimas le nublaban la vista—
, en nombre de todos.
Un segundo…
Pulsó el icono de
Krusty
. En aquel momento todo se volvió negro.
La emisión de ondas de radio fue breve, pero suficiente para transmitir un pequeño mensaje que, tras llegar de milagro a la antena más próxima —la cobertura era escasa—, inició un viaje de miles de kilómetros por cable, y dividiéndose en doce. En unos instantes había alcanzado una docena de servidores, donde en todos menos uno se alojaba toda la información que Owl, Lia y el propio Alex habían ido recogiendo desde que este le había pedido «un importante favor» a su amigo. Allí se encontraban las últimas fotos que Alex había realizado horas antes, junto con las últimas coordenadas GPS registradas en el teléfono, las correspondientes a la roca por donde habían accedido a la cueva. Como si hubiera intuido lo que estaba a punto de suceder, el pájaro, que antes piaba frente a Alex, echó a volar. Hizo lo correcto.
Un programa —escrito por Owl varias semanas antes— validó el mensaje de Alex en once de los doce servidores. En el duodécimo no fue posible ya que el programa, junto con el resto de los datos de la expedición, había sido borrado por los informáticos de ABN-AMRO, propietarios del servidor, que habían detectado la intrusión en su sistema diez días antes. Ni siquiera se habían molestado en mirar el contenido de los archivos, asumiendo que este podía ser peligroso para el resto de la red de la entidad financiera. Si lo hubieran hecho, se habrían quedado de piedra al encontrar información acerca de la existencia de proyectos en laboratorios secretos, de chips que alteraban el comportamiento humano y, sobre todo, sobre la posibilidad de que una civilización extraterrestre hubiera llegado a nuestro planeta.
Toda esta información, afortunadamente para Alex, sí seguía alojada en los otros once servidores, de los que simultáneamente empezaron a salir miles de correos electrónicos dirigidos a una lista de destinatarios que englobaba desde usuarios particulares hasta agencias gubernamentales, pasando por blogs, agencias de prensa, webs de información general y foros de todo el mundo.
Unas mil personas, dispersas por todo el planeta, se encontraron con un aviso: «Un nuevo mensaje sin leer.» La mayoría, en ese gesto tan difícil de evitar, hizo clic sobre él inmediatamente. Casi todas ellas lo leyeron varias veces para poder dar crédito a lo que estaban viendo, y en menos de diez minutos todas lo habían reenviado. La mayoría añadió expresiones como «¿Has visto esto?», «¿Será cierto?», que sirvieron para llamar aún más la atención de sus destinatarios. Estos harían lo mismo a lo largo de las siguientes horas, y así hasta que aquella revolución se hizo incontrolable.
En el epicentro de ella, un individuo de aspecto ajado y exhausto, con barba sin afeitar de varios días y con los ojos en blanco, comenzó a desvanecerse. En el interior de su mente tuvo la sensación de perder el contacto con su cuerpo para volver al interior de la nave de donde había salido exactamente trescientos segundos antes.
Todo estaba oscuro y Alex Portago no sabía si había llegado a activar a tiempo el programa de Owl. Se había confiado demasiado, pensó. De repente una ráfaga de aire frío volvió a acariciarle el rostro y supo que algo había pasado. Volvió a oír el piar de los pájaros, pero enseguida quedó mitigado por culpa de un grito que pareció salir de las entrañas de la tierra, pero que solo oyó en el interior de su cerebro.
Un grito ascendente e inhumano, que interpretó como la unión de miles de voces que chillaban de desesperación, con un horror implícito y de una forma desgarradora que le removió las entrañas: parecía el aullido de miles de seres agazapados, escondidos en algún sitio y a los que su mente estaba conectada de alguna manera. Se tapó los oídos en un gesto inútil, y por supuesto no oyó su propio alarido, tan desgarrador como el de los seres, que le estaba taladrando el cráneo. Sintió su cabeza a punto de explotar, y se echó al suelo, que comenzó a vibrar haciendo un extraño zumbido.
Con sorpresa comprobó que no había vuelto a la nave. Antes de que pudiera razonar por qué, el zumbido —que le recorrió todos y cada uno de los huesos del cuerpo— aumentó hasta solapar primero y ocultar después las desgarradoras voces de su cabeza. Pequeñas piedras comenzaron a rodar y se dio cuenta de que la tierra comenzó a moverse.
De un salto se puso en pie y, olvidando que su cabeza parecía a punto de estallar en cualquier momento por el dolor, echó a correr, descendiendo la pendiente que se estaba originando al elevarse el suelo bajo sus pies. Cientos de rocas de todos los tamaños le acompañaron, adelantándole, golpeándole las piernas y amenazando con romperle un tobillo en cualquier momento. En varias ocasiones estuvo a punto de caer desequilibrado por el temblor y los impactos de los pedruscos, pero sus manos —y en una ocasión la rodilla derecha— evitaron las caídas. El resultado fue que enseguida se le abrieron múltiples heridas. Afortunadamente la adrenalina permitió que no fuera consciente del dolor, ni de los latigazos que estaba sufriendo dentro de su cerebro. Este, acosado por las miles de voces de seres procedentes de otro planeta, funcionó al límite de su capacidad tratando de localizar la mejor ruta para huir. Mientras, un puñado de neuronas se concentraba en la única otra idea que tenía en mente.