Esto le pareció a Csongor sorprendentemente grosero, y giró la cabeza solo para asegurarse de que las palabras habían salido de la boca de Qian Yuxia. Lo habían hecho.
Y Seamus estaba embobado.
—Vale. No soy un turista sexual.
—¿Por qué preguntas qué vamos a hacer?
—Oh, es que me da la impresión de que acabamos de establecer el principio de una bella amistad, y quiero asegurarme de que todos estáis bien atendidos, nada más.
—Puedes atenderme devolviéndome a casa —dijo ella.
Seamus hizo una mueca.
—Eso va a ser peliagudo. No sabía mucho de ti hasta ahora.
Por «hasta ahora» se refería a la conversación que había ocupado gran parte de la hora anterior, en la que Csongor, ayudado por sus camaradas, había narrado el resto de su historia.
—¿Y? Ahora lo sabes todo sobre nosotros —dijo Yuxia, tratando de parecer indiferente. Pero Csongor la conocía ya lo bastante bien para saber cuándo estaba preocupada. Sus ojos se movían de un lado a otro y su expresión cambiaba.
—Sé lo suficiente para acusaros de una lista de delitos tan larga como mi brazo, si fuera un fiscal chino —dijo Seamus. Reaccionando, aparentemente, a la expresión de ella, extendió las manos como intentando arreglarlo—. No es que vayan a hacerlo. ¿Qué sé yo? Lo único que estoy diciendo es que te lo pienses bien antes de volver corriendo a China.
—Yo no voy a regresar —rezongó Marlon—. Es mi país y lo amo, pero no puedo regresar.
Y volvió a sus actividades de manejo de dinero.
—Hombre misterioso —dijo Csongor—, ¿qué puedes hacer para ayudarnos?
—En la próxima media hora o así, no mucho —respondió Seamus—. Tengo que hacer al menos una llamada telefónica sobre nuestro tipo del rifle. Y quiero echarle un ojo a Egdod. Me preocupa un poco. Pero después de eso, intentaré pensar en algo. Tal vez podáis ayudarnos.
—¿Ayudaros a quiénes, y cómo piensas que podemos hacerlo?
—A los buenos, y a matar a Jones.
—Yo estoy dispuesta a matar a Jones —se ofreció Yuxia, alzando la mano como una niña pequeña en el colegio.
Csongor, educado desde que nació para ser un poco más cauteloso en sus afirmaciones, solo tuvo esto en consideración. Pero sí preguntó:
—¿Por qué estás preocupado por Egdod?
—Ha revertido a su botducta.
—¿Y eso es...?
—Intentar caminar de regreso a casa —dijo Seamus—. Y casa, para él, está como a ocho mil kilómetros de distancia.
—¿Qué significa eso? —preguntó Yuxia.
—Significa que el ordenador de Richard Forthrast se ha colgado, o que ha perdido su conexión a Internet.
—Tal vez solo quiere dormir —dijo Yuxia.
—Sí, o tal vez está tomando café con quienquiera que haya llamado a su puerta, y su ordenador se ha quedado en stand-by —dijo Seamus—. Pero mientras tanto, el ser más poderoso de todo T’Rain va deambulando por el mundo en piloto automático.
—¿Entonces qué vas a hacer? —preguntó Yuxia.
—Tal vez seguirlo. Como escoltar a un presidente borracho a casa después de una larga noche en el bar.
—¿No dijiste que tenías que hacer una llamada telefónica?
—El gobierno de Estados Unidos me ha entrenado para hacer más de una cosa a la vez.
—Donde las dan las toman —dijo una voz repelentemente alegre, con acento del sur de Boston, al otro extremo de la línea.
Olivia gruñó.
—¿Qué hora es?
—Algo así como las cinco, donde está usted. No está mal. Arriba y a por ellos.
—¿Qué pasa?
—Una pequeña puesta al día. No puedo contar todo lo que me gustaría, por donde estoy. Pero los he encontrado, y he estado con ellos, y han pasado tantas cosas en el mundo mágico de T’Rain mientras usted ha disfrutado de su sueño de belleza.
—Los ha encontrado
físicamente
—dijo ella, sentándose en la cama. Fuera todavía estaba oscuro, y podía ver las luces del centro de Vancouver por las ventanas de su habitación—. Está donde están ellos.
—Sí. Cortesía de las Fuerzas Aéreas Filipinas y un montón de favores que he tenido que pedir.
—Un trabajo espléndido. Sabía que era más listo de lo que parecía y actuaba.
—Tan tonto como cree todo el mundo, en realidad. Solo es cuestión de seguir una buena pista.
—¿Ha tenido oportunidad de hablar con ellos?
—En cierto modo. He oído su historia. Toda una odisea. Pero eso no es importante ahora.
—¿Qué es importante ahora, Seamus?
—Puede que haya algo de acción en su extremo hoy. Pensé que debería saberlo.
—¿En Vancouver?
Una pausa.
—Mierda, lo siento, había olvidado que ha ido a Vancouver.
—Entonces... ¿la acción va a ser en Seattle?
—Tal vez. Como producto residual de lo que sucedió, tenemos una foto de uno de los sicarios de Sokolov allí. Unos cuantos días después de que todo estallara, volvió e irrumpió en casa de Peter y robó un rifle de una caja fuerte.
—¿Qué tiene eso que ver con...?
—Nada.
—Es lo que pensaba.
—Es una pista completamente insustancial, en lo que se refiere a encontrar a Jones.
—¿Entonces por qué me despierta para decirme eso?
—Porque pensaba que estaba todavía en Seattle, trabajando con esos agentes del FBI —dijo Seamus—, y quería que supiera..
—... que iban a encargarse de eso.
—Sí.
—Que la investigación aquí va a desviarse y distraerse por una pista falsa.
—Sí.
—Gracias —dijo ella—. Pero da la casualidad de que voy a hacer otra cosa hoy.
—¿Y qué puede ser?
—Voy a ir a Prince George en busca de cámaras de seguridad situadas estratégicamente. Le voy a pedir a sus dueños que me dejen ver lo rodado.
—Que se divierta.
—¿Qué hay en su agenda, Seamus?
—Decidir qué hacer con este circo ambulante.
Aunque se sentía reacia a dar ningún crédito a los yihadistas, Zula tuvo que admitir que mostraban una notable contención cuando se trataba de hablar por la radio. Tal vez era cosa de selección darwiniana. Todos los yihadistas que no observaban silencio radial habían sido desintegrados por ataques con aviones sin piloto.
Desde que Jones se marchó del campamento con sus tres camaradas no hubo ninguna charla por teléfono ni walkie-talkie hasta dos horas y media más tarde, cuando Ershut y Jahandar subieron por la colina, con aspecto agotado pero satisfecho. Mientras tanto, los otros miembros de la expedición (todos menos Zakir y Sayed) desayunaron, rezaron, e hicieron el equipaje. Esta última actividad consumió gran cantidad de energía emocional. Parecía igual que todo el jaleo de las familias que se marchan de vacaciones que Zula había visto en el mundo desarrollado, mezclado con una sana porción de refugiados desesperados que huían a Sudán. A estos hombres no les ayudaba el hecho de que cada uno de ellos se viera obligado a cargar con montones de armas. Mientras lavaba los platos y ordenaba la zona de la cocina en la base del árbol, Zula tenía una visión central de las discusiones y la implacable priorización que los dominaba. Todo parecía reducirse a: kilo por kilo, ¿qué mataría al mayor número de gente? Los ladrillos de explosivo plástico acabaron siendo la principal prioridad. Las armas de fuego fueron también muy tenidas en cuenta. La munición, algo menos; parecía que esperaban comprar un montón en Estados Unidos. Zula tuvo que reconocer que era un plan muy razonable. A menos que sus armas usaran balas realmente raras, podrían encontrar todo lo que les hiciera falta en un buen centro comercial dedicado a los deportes. Las balas, hechas de plomo, eran pesadas; y parecía que tuvieron muy en cuenta el peso a la hora de levantar las mochilas, mirar a la distancia, y pensar cómo sería llevar todo eso arriba y abajo por las montañas durante varios días.
En otro ejemplo de la extraña y profundamente desagradable implicación emocional que se había apoderado últimamente de ella, Zula se puso nerviosa porque no iban a estar preparados a tiempo. No creía que tuviera todavía el síndrome de Estocolmo, pero empezaba a comprender cómo la gente acababa así.
En cualquier caso, Ershut y Jahandar llegaron al campamento y encontraron a sus compañeros con el equipaje terminado quizás al setenta y cinco por ciento; la intensidad de su ira fue suficiente para que el veinticinco por ciento restante se cumpliera rápidamente. Incluso así, debió de pasar un cuarto de hora antes de que los demás estuvieran preparados. Durante ese intervalo, Zula, a falta de una palabra mejor, fue exhibida. Ershut era el custodio de las llaves. Abrió el candado que aseguraba el extremo de la cadena alrededor del árbol y luego la empleó como si fuera una larguísima correa de perro para impedir que Zula se alejara demasiado. Más abajo del campamento, pero por encima de la zona superior del alud de tablones, un macizo de granito, del tamaño de una casa de dos pisos, sobresalía en la ladera. Dominaba gran parte del valle, y podía verse desde allí abajo. Podía verse el cauce del Blue Fork, empezando en las montañas cubiertas de nieve y cantizales a algunos kilómetros al sur, o la izquierda, y continuando bajo los acantilados de Bayonet Ridge, directamente debajo, hasta la confluencia con el Schloss a la derecha. La ladera estaba densamente poblada de árboles, pero cuando los ángulos eran rectos, era posible ver claramente la carretera y la rotonda al final.
De pie en mitad de la rotonda había tres hombres. No podía ver sus caras en la distancia, pero supo por sus formas que eran Jones, Abdul-Ghaffar, y el tío Richard. Y supo que podían verla.
Un escalofrío infantil corrió por su brazo, diciéndole que se levantara y saludara a su tío. Controló ese impulso y perdió de vista a los hombres a través de una pantalla de lágrimas. Se volvió avergonzada y empezó a regresar al campamento, sin hacer caso del tirón de la cadena. Ershut la dejó ir y darle la espalda y sentarse junto al árbol, enroscada y sollozando. Una situación patética. Pero mejor de lo que se merecía. Acababa de traicionar a su propio tío, que ahora estaba en poder de unos hombres que lo matarían cuando ya no fuera útil.
Sokolov experimentó un momento de miedo irracional cuando temió que no iba a golpear nunca el agua, pero dominó la urgencia de mirar hacia abajo, ya que esto habría causado que el océano lo golpeara en la cara. No habría podido ver nada de todas formas. Mantuvo los dedos de los pies apuntando hacia abajo y los tobillos juntos, pues no quería tampoco ningún martillazo del agua en los testículos, y de repente hubo un impacto en sus piernas y un punzante
whoosh
seguido de un grave latido mecánico: las hélices del carguero, girando tras él. Una vieja costumbre le dijo que debería empezar a nadar ya. Pero iba ataviado desde los tobillos hasta el cuello con un traje de supervivencia naranja que sabía encontrar solo la superficie. Esperó. El agua helada, convertida en un torbellino humeante por las hélices, lo cubría.
Su cabeza asomó a la superficie y empezó a respirar de nuevo. Para situarse, giró, chapoteando en el agua lo mejor que pudo con el rígido traje, hasta que pudo ver la estela del carguero alejándose. Estaba ya impresionantemente lejana.
Volvió la cabeza hacia la izquierda y vio lo que había visto unos segundos antes desde la popa del barco: luces metálicas reflejándose contra la parte inferior de las nubes. Las luces de una ciudad, y tal vez del inminente amanecer. Otras luces más nítidas y brillantes se veían en una loma a un kilómetro de distancia, un risco que se alzaba sobre el mar, cubierto de árboles pero densamente poblado de casas, y unas cuantas avenidas con logotipos de centros comerciales y establecimientos de comida rápida.
Enfiló al cartel de KFC y empezó a nadar.
El aplomo con el que el barquero había ayudado a Sokolov a arrojar a los cadáveres de la cubierta de su barco, en aquellas brumosas aguas de Kinmen hacía dos semanas, había convencido a Sokolov de que era un tipo con el que podía hacer negocios. Se había preguntado si «George Chow» había encontrado a ese hombre y empezó a desarrollar la hipótesis de que no era un barquero al azar al que había encontrado en la calle, sino una especie de especialista autóctono que hacía diversos encargos para la comunidad de espionaje local. O eso, o era un psicópata cínico, algo a lo que Sokolov temía más que ninguna de las otras cosas con las que había tratado ese día.
Sucedía a veces que en la primera parte de uno de esos proyectos parecía que ibas cuesta arriba y con el viento de cara. Lo tenías todo en contra; la suerte era siempre mala; nada encajaba, nada salía bien. Pero más allá de cierto punto todo cambiaba y era fácil, todo salía como querías. Eso pasó. Se había librado de Olivia, que era una persona atrayente y sin embargo enormemente inconveniente en su vida. Ya no se encontraba en la República Popular China, ni en el abarrotado centro de Xiamen, y, para remate, estaba envuelto en una densa niebla y lo ayudaba un barquero que, si se había sentido impresionado o asustado por los tres agentes armados que se habían hecho con su barco, debía de haberlo estado mucho más por la forma en que Sokolov subió a bordo y los ametralló. Como parecía haber superado esa línea divisoria, no le sorprendió realmente cuando se encontró, apenas un rato más tarde, ascendiendo por una escalera de cuerda hacia una escotilla abierta cerca de la popa de un gran carguero con destino al Pacífico abierto. Había llegado rápidamente a un acuerdo con su tripulación filipina y comprado pasaje, e incluso un camastro propio, usando el dinero que le quedaba en los bolsillos. Las dos semanas siguientes habían sido una especie de vacaciones en una playa de acero, y una oportunidad bienvenida para descansar y curarse las heridas menores sufridas durante los incidentes de Xiamen. Solo durante el último par de días se había levantado del camastro y empezado a ejercitarse de nuevo, practicando sus caídas y volteretas en la cubierta del barco para gran diversión de la tripulación.
La marea parecía arrastrarlo a lo largo de la costa. Una playa apareció a la vista, y se dirigió hacia ella como mejor pudo. No necesitaba el traje por su capacidad para flotar, pero no se atrevía a quitárselo por miedo a morir de hipotermia tan cerca de tierra. El sol todavía no había salido y quedaría oculto por las densas nubes cuando lograra alzarse sobre el horizonte; pero el cielo se iluminaba claramente, permitiéndole captar algunos detalles en la playa: troncos esparcidos, círculos de fuego, y un lavabo público.
Tras abrirse paso a través de un bosque de algas marrones, llegó a un lugar donde pudo sentir el fondo rocoso bajo los pies y caminó con cuidado hacia un tronco de la playa, tomándose su tiempo, pues no quería torcerse un tobillo con la prisa. Cuando el agua le llegó por las rodillas, se agazapó tras el tronco, por si lo estaban viendo desde alguna de las casas de la colina, y se quitó el traje. Dentro llevaba ropa en una bolsa de basura. Se la puso, toda excepto los calcetines y los zapatos, que se colgó al cuello por el momento. El traje de supervivencia podría llamar la atención si lo dejaba ahí, así que lo metió en la negra bolsa de basura y se la echó al hombro. Luego avanzó un poco playa arriba y empezó a dirigirse al sur. No tenía ni idea de dónde se encontraba, pero el carguero se había dirigido al sur y por eso parecía razonable asumir que el puerto y una ciudad tenían que estar en aquella dirección.