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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (120 page)

BOOK: Reamde
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Media docena de adolescentes, chicos y chicas, se acurrucaban ante los restos de una hoguera. Las botellas vacías de cerveza y los envoltorios de comida basura a su alrededor explicaban cómo habían pasado la velada anterior. Habían tenido la suficiente previsión para traer mantas y sacos de dormir y pasar allí la noche. Mientras Sokolov se acercaba, uno de ellos se levantó y se dirigió tambaleándose hacia la orilla hasta que consideró que había avanzado lo suficiente para sacarse el pene y orinar sin ofender a ninguna de las chicas del grupo que pudiera estar despierta. En esto parecía estar pecando de prudente, pues miraba con frecuencia por encima del hombro. Sokolov lo aprobó.

Todavía estaba meando, con el envidiable vigor de la juventud, cuando Sokolov se le acercó. El chico lo miró de arriba abajo. Su rostro mostró curiosidad y alerta, pero no miedo: no había identificado a Sokolov como un despojo social o un criminal.

—¿Qué lugar es este? —le preguntó Sokolov.

—Golden Garden Parks —respondió el joven, con la enternecedora e ingenua creencia de que eso significaría algo para Sokolov.

—¿Cuál es el nombre de la ciudad, por favor?

—Seattle.

—Gracias.

Entonces, mientras Sokolov pasaba de largo, le preguntó:

—¿Acaba de saltar de un tren o algo?

Pues, como Sokolov había advertido, esa playa estaba separada de la ciudad por una vía de tren.

—O algo —afirmó Sokolov. Luego señaló con la barbilla playa abajo—. ¿Hay autobús?

—Sí. Siga caminando hasta el puerto deportivo.

—Gracias. Que tengas un buen día.

—Usted también. Tómeselo con calma, amigo.

—No es mi objetivo. Pero gracias por decirlo de todas formas. Disfruta del pis.

DÍA 19

El plan de Olivia de salir del hotel y ponerse a trabajar a tope para ganar tiempo resultó ser embarazosa y estúpidamente optimista en más de un sentido. La noche anterior se había quedado dormida vestida y había dejado varias cosas por hacer, como darse una ducha, comprobar el correo electrónico, y ponerse en contacto con el inspector Fournier, que había tenido la amabilidad de enviarle aquellos informes policiales. Después de que Seamus la despertara, se dispuso a hacer todas esas cosas. La ducha fue rápida y según lo planeado; lo demás no. Lo que había imaginado como un rápido repaso al correo se convirtió en una ciénaga de tristeza. Cuando volvió a mirar el reloj, había desaparecido una hora y media, y no había hecho más que empezar: los e-mails que había enviado al principio de esta sesión habían engendrado hilos enteros de respuestas en los que ahora estaba profundamente liada, y la gente amenazaba con llamarla por teléfono. Su rápida partida de las oficinas del FBI en Seattle había dejado a sus colegas de allí confundidos e irritados, y había que contactar rápidamente con ellos y calmarlos. Al mismo tiempo, esta misma gente era consciente de las imágenes en vídeo encriptadas de las cámaras de seguridad del apartamento de Peter, y por eso tuvo que ver cómo esa conciencia se extendía por sus redes de listas de correo y empezaban a discutir qué hacer a continuación. Era sábado por la mañana y los agentes del FBI estaban enviando mensajes desde las bandas de los partidos de fútbol de sus hijos. Respuestas de «fuera de la oficina» rebotaban por el sistema como bolas de máquinas del millón. El canal por el que estas imágenes los había alcanzado era enormemente confuso (clave de desencriptado sacada de la cartera de un muerto por un húngaro en Filipinas que se comunicaba con un americano en Canadá, en una conversación que tenía lugar en un planeta imaginario), y Olivia tuvo que intervenir y explicar las cosas.

Y eso era solo la parte del FBI de Seattle. Olivia había cometido el error de mencionar la idea de las cámaras de seguridad de Prince George a sus colegas en Londres, y esto había causado un montón de debate inútil y esfuerzos contraproductivos para ayudarla.

Lo único que impidió que quedara atascada con los e-mails todo el día fue una llamada telefónica de Fournier, que de pronto se mostraba hospitalario y quería tomarse un café con ella. Olivia acordó reunirse con él en el vestíbulo del hotel media hora más tarde, luego hizo las maletas (no fue una gran tarea, ya que no las había deshecho, y de todas formas la mayoría de sus porquerías estaban todavía en el coche de alquiler), y, casi como una idea de último momento, usó Google Maps para comprobar la ruta a Prince George.

Los resultados la obligaron a hacer una segunda comprobación. Eran 750 kilómetros e iba a tardar once horas, sin contar las pausas para comer y orinar. Las cifras eran tan enormes que sufrió un momento de desorientación, pensando que Google debía de haberla enviado por error por una ruta ridículamente complicada. Pero no, el mapa mostraba un rumbo razonablemente recto. Estaba así de lejos: el equivalente a conducir desde Londres a John O’Groats. Iba a pasarse todo el día al volante, y no llegaría hasta después de oscurecer. El día siguiente era domingo.

Comprobó los horarios de avión, esperando que hubiera lanzaderas cada hora. El resultado: había unos pocos vuelos durante el día, incluyendo uno que podría coger si cancelaba el desayuno con el inspector Fournier y salía corriendo hacia el aeropuerto. Políticamente, no era el mejor gesto, así que reservó asiento en un vuelo posterior.

Bajó al vestíbulo a tomar café y un bollo con Fournier. Por algún motivo, se esperaba a una versión madura y quebequesca de Columbo, pero Fournier era delgado, de treinta y pocos años, y llevaba unas elegantes gafas que le hacían parecer todavía más joven. Lo que había confundido por hostilidad, sospechaba, era una formalidad continental que contrastaba con el ambiente de fraternidad estudiantil americana en el que había estado inmersa durante los días anteriores. Sospechó de inmediato, y Fournier pronto lo confirmó, que él había vivido unos cuantos años en Francia, que era donde había aprendido sus modales profesionales y su gusto en gafas. El estatus de Olivia como agente del MI6 que operaba en suelo extranjero probablemente no había hecho nada por tranquilizarlo. Pero en persona no podía ser más encantador y atento.

En esas circunstancias, Olivia no pudo dejar de contarle su plan de ir a Prince George a buscar cámaras de seguridad situadas estratégicamente. Él se echó hacia atrás, se frotó la barbilla afeitada a la moda, y lo consideró.

—En un mundo perfecto —dijo—, no tendría que ir allí en persona para buscar esas cosas.

Entonces se encogió expresivamente de hombros y ladeó la cabeza.

—Estando las cosas como están, me temo que tiene razón. Hacer una cosa así por los canales habituales, cuando no tenemos ninguna prueba de que Jones se haya acercado a miles de kilómetros de Canadá, y ningún motivo concreto para sospechar de juego sucio en el caso de la desaparición de los cazadores, sería... ¿cómo expresarlo amablemente? Un gran consumo de tiempo.

Parecía claro que Fournier había venido aquí esperando encontrar a una especie de loca, pero reunirse con Olivia en carne y hueso y oír su versión de la historia había empezado a convencerlo. Su confianza de que los cazadores estaban tan solo perdidos, o muertos inocentemente por congelación, había flaqueado un poco. Ahora dedicaba unos momentos a saborear la teoría de Olivia. En el mejor de los casos, parecía pensar, animaría una investigación por lo demás aburrida.

Olivia, por su parte, encontraba cada vez más difícil mantener la concentración. Nunca debería haber comprobado el correo electrónico. Solo podía pensar en el torrente de mensajes que llegaban a su buzón incluso en este momento. Sus adversarios estaban formando contraargumentos que no recibían respuesta, sus colaboradores solicitaban ayuda y clarificaciones y ella no les daba nada. Tendría que haberse sentido agradecida, y amable, respecto a Fournier, y por eso saboreaba cada minuto de su discusión. En cambio ella se sintió aliviada cuando él miró su taza vacía y empezó el final de la conversación diciendo: «Bueno...»

Ella prometió ponerse en contacto desde Prince George, le estrechó la mano, y se dirigió al aeropuerto. Hizo un esfuerzo consciente por no sacar el teléfono hasta que entregó el coche de alquiler y estaba en el autobús lanzadera camino de la terminal.

Entonces se encontró con una cola de mensajes sin leer cuya longitud superaba incluso sus peores expectativas. Los asuntos ya se habían quedado completamente desfasados a esas alturas, haciendo difícil deducir de qué estaban hablando. Pero uno de ellos, en la parte superior de la lista (recibido hacía solo unos minutos) tenía el sucinto titular «Lo tenemos». Procedía de uno de los agentes del FBI en Seattle.

Lo llamó directamente por teléfono. Agente Vandenberg. Un pelirrojo de Grand Rapids, Michigan.

—Voy a declararme en quiebra de e-mails —dijo ella.

—Nos pasa a todos, Liv —dijo el agente Vandenberg, que decididamente no tenía el estilo continental del inspector Fournier.

—Cuénteme cómo ha ido.

—No lo sé todavía —respondió él con picardía.

—Pero he visto «lo tenemos» en la línea del asunto. ¿A quién tenían?

—Supongo que tendría que haber escrito «lo reconocimos» —dijo el agente Vandenberg después de una pequeña pausa embarazosa—. Uno de nuestros chicos reconoció inmediatamente al tipo que robó el rifle. Lo sabemos todo sobre él. Igor —se mofó del nombre—. Igor ha sido sujeto de muchas investigaciones. Es un inmigrante legal. Pero es lo único que es legal en él. Es la primera vez que lo pillamos con las manos en la masa.

—¿Entonces lo van a detener?

—No lo vemos como un riesgo para la seguridad. No creemos que vaya a hacer algo malo. Ha pasado una semana y media desde que robó esa arma, y ha estado inactivo todo el tiempo. Así que sacamos a un juez de la cama, nos procuramos una orden, y pusimos su domicilio bajo vigilancia. Es una casita de mierda en Tukwila.

—¿Dónde está Tukwila?

—Exactamente. La comparte con otro ruso, que es su compañero de cuarto desde hace unos cuatro años.

—¿Han encontrado algo ya?

—Nos está costando un poco encontrar un intérprete, así que no sabemos qué dicen los tres.

—¿Los tres?

—Sí. Hay tres rusos en la casa.

—Creí que había dicho dos. Igor y su compañero de cuarto.

—Tienen un visitante. Acaba de llegar. Al parecer los ha sorprendido muchísimo. No sabemos qué está pasando exactamente. Igor y su compañero estaban holgazaneando, viendo un partido de hockey por satélite, y de repente llamaron a la puerta. Entonces todo es: «¿Quién demonios puede ser?» Lo deduzco por su tono de voz. Entonces uno de ellos se asoma a la ventana y dice: «¡La leche jodida, es Sokolov!», y entonces parecen asustados durante unos momentos. Pero al final lo dejan entrar.

Era una suerte que el agente Vandenberg fuera un alma locuaz, ya que siguió hablando el tiempo suficiente para darle a Olivia una oportunidad de recuperar la compostura.

—Creo que me voy haciendo una idea —dijo ella cuando Vandenberg se detuvo a tomar aire, y sintió que era capaz de mantener la voz firme—. ¿Ha dicho que el nombre del visitante sorpresa era Sokolov?

—Sí, estoy bastante seguro. ¿Por qué? ¿Significa algo para usted?

—Es un apellido ruso bastante común —observó ella—. ¿Pero ha dicho que se sorprendieron al verlo?

—Se sorprendieron y se acojonaron. Sokolov tuvo que llamar al timbre tres veces. Lo dejaron allí plantado delante del porche durante, no sé, cinco minutos mientras discutían cómo manejar la situación. No sé quién es ese tipo... pero desde luego no es la señorita de Avon.

—Gracias —dijo Olivia—. Muy interesante.

Zula acabó retirándose a su diminuta tienda y tapándose la cabeza con el saco de dormir. Una reacción natural a la vergüenza. Lo único que quería era tener un poco de intimidad mientras terminaba de lloriquear. Eso tuvo la consecuencia no pretendida, pero útil, de que los demás se olvidaran de que estaba allí.

No literalmente, por supuesto. La puñetera cadena cruzaba todo el terreno y llegaba hasta la tienda. Todos sabían exactamente dónde se encontraba. Pero algún tipo de irracional efecto psicológico les hizo actuar como si no estuviera allí, a unos pocos metros de ellos.

Zula no estaba segura de si eso era bueno o malo. Podría hacer que farfullaran información útil que nunca divulgarían si los estaba mirando. Por otro lado, tal vez era más fácil ordenar la ejecución de alguien a quien no podías ver.

Abdul-Wahaab, la mano derecha de Jones, fue el último en partir del campamento. Antes de echarse la mochila al hombro, reunió al grupo restante a su alrededor: Ershut, Jahandar, Zakir y Sayed. Todos se hallaban a seis metros de Zula, de pie alrededor del hornillo, bebiendo té.

—Hablaré en árabe —dijo Abdul-Wahaab. Algo un poco redundante, ya que, de hecho, estaba hablando en árabe.

Tratando de no hacer ningún ruido obvio, Zula se quitó de la cara el saco de dormir y rodó hacia ellos, esforzándose por escuchar cuanto pudiera. Llevaba dos semanas enteras en compañía de hombres que hablaban árabe y se sentía continuamente frustrada por no haber aprendido más. Y sin embargo comparaba su comprensión actual del idioma a la que tenía hacía dos semanas y parecía que había avanzado mucho: su estancia en el campamento de refugiados había plantado algunas semillas que habían tardado en brotar, pero ahora crecían claramente de un día a otro.

—He hablado con nuestro líder —dijo Abdul-Wahaab—. Ha aprendido del guía algunas cosas sobre el camino al sur.

La traducción mental de Zula apenas tenía sentido. Por fortuna, Abdul-Wahaab no hablaba de corrido. Pronunciaba frases cortas y concisas y hacía pausas para beber té. La comprensión de Zula se basaba principalmente en detectar nombres: «líder. El camino al sur». Y aquella palabra,
«dalil»
, que había escuchado frecuentemente en los últimos días y que por fin había recordado que significaba «guía».

—El camino es difícil, pero conoce atajos y senderos secretos —continuó Abdul-Wahaab, usando la palabra inglesa «atajos».

—Piensa que tardaremos dos días en cruzar la frontera. Después de eso, un día más antes de poder llegar a un sitio con Internet. Tal vez dos días.

Los otros escuchaban y esperaban a que Abdul-Wahaab les diera sus órdenes. Tras beber más té, continuó:

—Después de cuatro días, si no recibís noticias, matadla e id adonde queráis. Pero intentaremos enviar un mensaje a nuestros hermanos que esperan en Elphinstone. Entonces ellos vendrán aquí y os encontrarán. Enviaremos coordenadas GPS mostrando el camino al sur. Con la voluntad de Dios, podréis uniros a nosotros para la operación de martirio.

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