—En ese caso, ¿debemos matarla? —preguntó Zakir.
—Os daremos instrucciones. Puede que nos sea útil —Abdul-Wahaab sorbió su té—. El guía dice que no habrá cobertura telefónica, a menos que subamos a lo alto de una montaña y tengamos suerte. Si esto sucede, quizá recibáis un mensaje de texto con otras instrucciones.
Después de eso, la charla se desvió hacia lo que harían cuando hubieran cruzado la frontera: los desafíos a los que se enfrentarían y su ansiedad por encontrar diversas oportunidades para causar una masacre. Abdul-Wahaab, sin embargo, disuadió esas conversaciones, insistiendo en que debían mantenerse concentrados en lo que sucediera en los próximos días. Parecía ser consciente de que estaba haciendo esperar al resto del grupo, apuró su té, y aceptó la ayuda de Ershut para echarse al hombro su pesada mochila. Entonces, después de intercambiar abrazos con los cuatro hombres que se quedaban atrás, se dio media vuelta y empezó a bajar hacia el sendero.
Zula decidió que actuaría cuando anocheciera.
Cuando Sokolov era niño y crecía en la Unión Soviética, había quedado expuesto a más de unos cuantos artículos de revistas y programas de televisión que describían la miseria de vivir bajo el capitalismo. Un periodista viajaba a algún lugar cochambroso de los Apalaches o el sur del Bronx y tomaba unas cuantas fotos deprimentes, y luego anotaba, o inventaba, algunas anécdotas igualmente deprimentes y daba forma a un artículo que pretendía dejar claro que los habitantes de la Unión Soviética no estaban tan mal. Aunque nadie era lo bastante estúpido para tomarse en serio esa propaganda, todos menos las personas más cínicas asumían que había algo de verdad. Sí, el nivel de vida podía ser más alto en Occidente. Todo el mundo lo sabía. Pero también podía ser más bajo.
Ambos extremos de ese espectro se mostraron durante el viaje de una hora desde Golden Gardens a la casa de Igor. Esperó un autobús cerca de un puerto deportivo repleto de yates. El autobús lo llevó hasta un barrio moderno, donde hizo unas compras y luego subió a un tren ligero que se dirigía al aeropuerto. Durante ese viaje, lo que veía a través de las ventanillas se pareció cada vez más a una foto doble de un artículo de propaganda doble. La vía férrea atravesaba los barrios más pobres. La parte urbana era una mezcla compleja y abarrotada de negros e inmigrantes de todo el mundo; no era bonita, pero al menos intentaba salir adelante. Luego pasó ante una zona industrial intermedia que la separaba de una especie de gueto blanco en los suburbios. El tren corría por encima de esta zona sobre altos pilares reforzados de hormigón, y desde allí podía ver los patios traseros de diminutos bungalós putrefactos regados de detritos.
Se bajó en la última estación antes del aeropuerto y luego caminó durante un par de kilómetros, hasta llegar a un barrio lleno de ese tipo de casas. Todavía no había adquirido un teléfono, pero había podido hacerse con un mapa callejero en una librería del centro, y tenía la dirección de Igor escrita en un librito que le había acompañado durante todas sus aventuras.
La casa de Igor se hallaba al final de un callejón sin salida, apoyada contra un muro de la autopista que sostenía un tapiz de zarzamoras y yedra. Esta alfombra de vegetación había cubierto y matado varios árboles e intentaba apoderarse de un cobertizo que había al fondo. Pero la casa que Igor compartía con su amigo Vlad era más limpia que muchas de la calle: los dos vehículos aparcados delante parecían capaces de funcionar, y ninguno de ellos se había vuelto verde por el moho. No acumulaban basura en el porche delantero, y habían tomado precauciones sensatas, cubriendo las ventanas con malla de acero y reforzando los cerrojos de la puerta principal.
El miedo de Igor no causó en Sokolov más que una leve irritación al principio, ya que su único efecto fue retrasarlo todo. Pero no podía reprocharle al hombre ser cauteloso. Sokolov se sacó las manos de los bolsillos y las alzó, las palmas hacia arriba.
—Un par de horas —insistió—, y luego me iré. Para siempre.
Su decisión de venir aquí era, como poco, discutible. La había estado pensando durante todo el viaje por mar.
Tenía que ir a alguna parte y hacer algo. Su único medio real de vida era hacer lo que hacía: asesoría de seguridad. El hecho de que solo hablara con fluidez ruso y que llevara un pasaporte ruso ponía ciertos límites a dónde podía aplicar ese trabajo. Podía volver a Rusia y retirarse a los bosques y pasarse el resto de la vida cortando leña y cazando ciervos, pero se había acostumbrado a vivir en grandes ciudades y a cobrar una decente cantidad de dinero y, a falta de mejor expresión, a ser respetado por quien era y lo que hacía. La mayoría de sus clientes no eran como Ivanov, y, después de esto, nunca volvería a trabajar para una persona así. Pero había que explicar los lamentables incidentes de las últimas semanas a los dueños del
obschack
a los que Ivanov había robado el dinero, y a las familias de los hombres que habían sido asesinados por Abdalá Jones. Y Sokolov confiaba en que podía explicarlo. Pues los dueños del
obshchack
eran, en el fondo, personas razonables. Sabían mostrarse corteses. En lo que le había sucedido a Wallace e Ivanov percibirían una especie de justicia poética. Ivanov, de hecho, había obtenido el destino que había querido, en tanto que había muerto intentando recuperar el dinero. La historia funcionaba perfectamente bien como advertencia: mira lo que les pasa a quienes roban el dinero que les ha sido confiado. Funcionaría bien si Sokolov pudiera relatar la historia a la gente a la que Ivanov había traicionado.
Pero no tenía ninguna certeza de que fueran a perdonarlo. No había ninguna garantía. Pero así tenía una posibilidad decente. Mientras que si se escabullía y trataba de evitarlos, sin duda advertirían su falta de cortesía y lo abordarían con recelo.
Es lo que había decidido durante la primera mitad de su viaje por el Pacífico. La cuestión, entonces, era cómo entrar en contacto con esa gente. Llamarlos simplemente desde una cabina telefónica en la playa sería indiscreto y sugeriría una especie de desesperación.
Por otro lado, si se subía a un autobús e iba directamente a casa de Igor, parecería bastante razonable. Pues no sería la acción de una persona desesperada. Desde luego, no sería la de alguien con algo que esconder, ya que cabía esperar que Igor difundiera la noticia de la llegada de Sokolov a través de radio macuto. No, era una buena forma de decirles a aquellos a quienes Ivanov había traicionado: «Sobreviví, salí de China, no estoy huyendo, no tengo nada que ocultar, sabréis de mí en cuanto ponga los pies en tierra.»
Así que en cierto modo esto era una visita de trabajo. Sokolov todavía tenía suficientes dólares en el bolsillo para pagarse un motel y un billete de autobús. En realidad no necesitaba nada de Igor.
Era una visita social.
Y sin embargo Igor sentía que en el fondo no tenía sentido. Y por eso estaba tan preocupado. Tan receloso.
Al final, no obstante, consintió en dejarlo pasar. Y entonces se produjo un embarazoso intercambio de saludos. Vlad, Sokolov y él acabaron sentados alrededor de la mesa de la cocina, que estaba llena de periódicos en ruso, tazas llenas de café frío, y cuencos de cereales sucios. La gélida luz plateada, tan característica de esa parte del mundo, entraba a través de la ventana cubierta por la malla y hacía posible verlo todo sin iluminarlo realmente.
—Acabo de saltar de un carguero chino —dijo Sokolov. Pues si Igor solo podía recurrir a radio macuto, Sokolov quería que se supiera que ese motivo, y no otro, era la explicación de que hubiera pasado de incógnito dos semanas enteras—. Sin Internet, sin teléfono. Completamente fuera de circulación.
—¿Has hecho alguna llamada telefónica?
—No tengo teléfono. Ya te digo que he saltado literalmente del puto barco hace dos horas y he venido directamente hasta aquí.
—Entonces no te has enterado de nada en dos semanas.
—Casi tres. No es que pudiéramos comunicarnos mucho cuando estuvimos en Xiamen.
—Bueno, tienes que informar. Hay un montón de gente confusa. Jodida.
Sokolov hizo una mueca.
—Has tenido noticias de ellos, ¿no?
—Creí que era hombre muerto —dijo Igor, sin ningún rastro de humor. Sokolov miró a Vlad, esperando atraerlo a la conversación, pero Vlad, algo más joven que Igor (delgado, con el pelo largo y despeinado) había acercado su silla a un rincón de la cocina y estaba allí sentado con las manos metidas en los bolsillos de una gruesa chaqueta de cuero, amenazando implícitamente con dispararle a Sokolov con lo que fuera que tuviese en ese bolsillo. Vlad había sido un jugador menor en la toma del apartamento de Peter, pero estaba tan implicado como todos los demás. Sokolov sospechaba que consumía meta.
Un avión despegó de Sea-Tac, pasó directamente por encima de la casa, e hizo imposible conversar durante un rato.
—Bueno, a mí me parece que estás vivo —dijo Sokolov por fin.
Igor asintió.
—Hubo una investigación, supongo que podemos llamarla así. Cierta gente quiso saber dónde había ido Ivanov, qué había hecho. Eran muy recelosos. Intenté explicarles lo de Wallace. Lo del virus —Igor encogió sus enormes hombros, un gran movimiento rodante, como si un barril se cayera de un camión—. ¿Qué se yo de esas cosas? Les dije lo que había oído. El hacker de China. T’Rain. Zula. Intenté encontrarle sentido. Después de un rato, se calmaron.
—Ahí lo tienes —dijo Sokolov—. Eso esperaba. Que se lo explicaran todo. Hiciste bien.
Dijo esto último no tanto para Igor como para aquellos a quienes pudiera contar la historia más tarde.
Igor adquirió ahora una expresión expectante. En vez de esperar a que lo dijera, Sokolov se le adelantó:
—Yo me encargo a partir de ahora.
—Bien.
—Solo necesito llegar hasta ellos, ya sabes, sin meterme en líos con Inmigración, con la ley.
—Sí, naturalmente.
—Por eso he venido aquí. No seré un problema. Solo necesito darme una ducha. Comer algo. Descansar. Luego me pondré en camino.
—¿Necesitas dinero? —preguntó Igor, receloso.
—En realidad no.
Igor se relajó.
—Porque puedo prestarte algo si lo necesitas.
—Como decía, solo necesito descansar unos minutos. Contaré mi dinero y ya veré si acepto ese ofrecimiento.
—La ducha está por ahí —dijo Igor, señalando con los ojos.
El suelo de la casa era esponjoso e irregular: consumido desde abajo, supuso Sokolov, por una combinación de insectos y podredumbre. El marco de la puerta del cuarto de baño se había hundido en un paralelogramo, la débil puerta hueca seguía siendo un rectángulo: la cerró con el hombro y usó el cerrojo de gancho que habían añadido cuando la cerradura dejó de funcionar. Esto parecía ser el punto central del olor a moho que permeaba todo el bungaló. Sokolov abrió la ducha y luego corrió la cortina para que el agua no salpicara el suelo. Se sentó, completamente vestido, en la taza, que estaba situada detrás de la puerta, y sacó su Makarov y cargó una bala. Era improbable que Igor echara abajo la puerta de una patada y Vlad disparara a ciegas hacia la ducha. Pero tampoco podía descartarlo; y si sucedía, Sokolov se sentiría decepcionado consigo mismo si no hubiera estado preparado para ello.
Comprobó la hora y se puso cómodo durante quince minutos, durante los cuales pensó en Olivia y Zula, Csongor, Yuxia y Peter.
Como Zula era la única que había visto escapar del edificio había dado por hecho que Csongor y Peter estaban muertos y que Yuxia estaba bajo custodia de la Oficina de Seguridad Pública. Una lástima, pero no podía hacer nada al respecto.
Sobre la situación de Zula solo podía especular. Había echado un vistazo a algunos periódicos en la librería del centro donde había comprado el mapa. No había visto ninguna referencia a Abdalá Jones. Luego hizo lo mismo con algunas revistas semanales, donde esperaba ver algún artículo que resumiera los hechos sucedidos en el último par de semanas. Nada.
En algunos sitios había visto pósters con la cara de Zula, a veces sola, a veces con Peter. Estaban grapados a postes telefónicos y marquesinas de autobús, un poco amarillos ya y empezando a ser engullidos por anuncios de perros perdidos y servicios de limpiadoras.
Una búsqueda en Google le habría dicho mucho más. Pero había visto (o más bien no había visto) suficiente en los periódicos para sospechar que Jones estaba oculto en alguna parte y que Zula, si continuaba viva, estaba todavía con él.
En cuanto a Olivia, esperaba y confiaba en que hubiera encontrado el camino de vuelta a casa y fuera capaz de olvidarlo. Allá en Kinmen se sintió tranquilizado al ver una especie de recelo inteligente en su rostro. «No me puedo creer que me esté tirando a este tío.» Por otra parte, él se habría preocupado si ella le hubiera dirigido miraditas esperanzadas o adoradoras. Ahora que llevaban algún tiempo separados, la mente racional de Olivia debía de haberse hecho ya con el control de la parte de su cerebro que encontraba atractivo a un hombre como Sokolov y habría vuelto a encaminarla a un rumbo seguro y razonable.
Sokolov no se sentía completamente feliz al respecto. En otras circunstancias, tal vez, habría merecido la pena intentarlo. Lástima que fuera imposible. No tan triste como muchas otras cosas en este mundo.
Las paredes del bungaló eran finas, y bajo el siseo de la ducha pudo oír la voz de Igor como una especie de murmullo incomprensible, difícil de distinguir excepto cuando pronunciaba palabras claras como «Da, da!». Durante los intervalos en que Igor guardaba silencio, Sokolov no oía nada por parte de Vlad. Al parecer, Igor hablaba con alguien por teléfono. No era sorprendente, y, de hecho, Sokolov fingía estar dándose una ducha precisamente para darle a Igor una oportunidad para hacer su próximo movimiento: intentar matarlo, o bien llamar a la gente de su red y empezar a difundir la noticia.
Cerró la ducha, abrió el grifo, sacó de su mochila una cuchilla desechable y se afeitó usando un trozo de jabón que habían dejado en el borde del lavabo. Mantuvo la Makarov a mano. Pero si fueran a hacerlo, lo habrían hecho cuando pensaban que estaba en la ducha.
Mientras se afeitaba, oyó a Igor hacer otra llamada telefónica, esta en inglés. Igor parecía estar pidiendo una pizza a Domino’s.
No era la acción que cabía esperar de un hombre que estaba a punto de asesinar a su invitado, así que en cierto modo Sokolov se relajó un poco. No obstante, eso planteó nuevas preguntas. ¿Por qué mostraba ahora Igor hospitalidad? Cualquier hombre en su sano juicio querría a Sokolov fuera de su casa lo antes posible. ¿Le había ordenado alguien por teléfono que lo entretuviera? ¿Que lo hiciera quedarse en la casa hasta que pudieran enviar a alguien a tratar con él?