Reamde (123 page)

Read Reamde Online

Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Reamde
11.15Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No voy a volver a Rusia —dijo Igor. Como si eso contestara a la pregunta. Cosa que no hacía—. Tengo una ruta de escape por atrás.

—¡Gilipollas, estarán cubriendo la salida trasera! —señaló Vlad. Sin duda tenía razón—. ¡No podrás dar más de un par de pasos!

El todoterreno se detuvo, directamente delante de la casa, los faros brillando tanto, en este día nublado, que hacía imposible contar su número de ocupantes.

La puerta del conductor se abrió y un par de piernas enfundadas en vaqueros asomaron. El conductor salió de detrás de la puerta y la cerró de golpe. El pelo corto no hizo nada por ocultar el hecho de que era una mujer. Una mujer asiática. Se apartó más del resplandor de los faros del todoterreno.

Era Olivia. Y al parecer había venido aquí sola.

—¿Qué carajo? —gritó Vlad, alzando las manos. Habría estado preparado para un contingente de agentes federales armados. Pero no para esto.

Sokolov se volvió para mirar a Vlad y se llevó un dedo a los labios, haciéndolo callar. Miró hacia el techo con un gesto que cualquier ruso podría reconocer: «Recuerda, alguien nos está escuchando.» Vlad, con los ojos muy abiertos, pareció comprenderlo. Tras un instante de vacilación, asintió. «De acuerdo, me callaré.»

Los distrajo un chasquido mecánico al otro lado de la habitación. Sokolov se volvió para ver que Igor había sacado el rifle de la funda. Era una especie de variante del AR-15. El sonido lo había producido al descorrer el cerrojo, preparando el arma. Mientras Sokolov miraba, Igor cogió uno de los cartuchos que había sueltos dentro de la funda, lo insertó manualmente en la recámara, y golpeó el lado del arma, soltando el seguro y dejando que el cartucho entrara en posición de disparo.

Sokolov advirtió que tenía la Makarov en las manos, apuntando a Igor.

Olivia llamó al timbre.

—¡Agáchate! —gritó Sokolov en inglés. Sin saber si ella lo había oído, giró y disparó una bala a través de la puerta, por encima de la cabeza de Olivia. Eso debería darle una idea general.

—¡Mátalo! —gritó Igor, aparentemente a Vlad. Entonces alzó el rifle y apuntó a la puerta.

Vlad rebuscaba en su bolsillo. Pero estaba mal entrenado y tenía problemas para sacar el arma.

—Sal corriendo por la puerta de atrás —sugirió Sokolov—. Allí no hay nadie.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Vlad.

—Hazlo o te mataré, joder —dijo Sokolov, apuntándolo con su Makarov.

—¡Te dije que nos estaba tendiendo una trampa! ¡Hijo de puta! —gritó Igor, dejando caer el cañón del rifle y usando la mano libre para sacar un revólver del cinturón de sus pantalones.

Sokolov giró y le pegó dos tiros en la cintura, esperó que cayera al suelo, y disparó una vez más.

Vlad estaba en cuclillas en el suelo junto a su PC, con las manos encima de la cabeza, completamente aterrado. Un instinto animal implacable le dijo a Sokolov que simplemente ejecutara a ese tipo miserable que solo podía causarle problemas. Pero no fue capaz de hacerlo.

—Te sugiero que corras. Rápido.

—¿Por qué molestarme? ¿No dijiste que nos estaban vigilando?

—Lo hace alguien —dijo Sokolov. Había cruzado la habitación para coger el rifle. Soltó la pistola un momento, descorrió el cerrojo del rifle y expulsó la bala que Igor había cargado. Después, metió el rifle en su funda, que cerró de golpe. Lo llevó hasta la puerta, que abrió. Olivia ya no estaba allí. El todoterreno estaba en marcha, haciendo un giro de tres movimientos en el centro del callejón, preparándose para la huida.

Entonces se detuvo.

No sucedió nada durante unos instantes.

Entonces ella abrió la puerta de pasajeros.

Quitando la parte en que su sobrina era rehén y él mismo cautivo de unos yihadistas asesinos, aquellas eran las mejores vacaciones que Richard tenía desde hacía diez años. Las únicas vacaciones, en realidad. Nunca había comprendido el concepto, nunca las había tomado. Pero a veces hablaba con gente que las comprendía y las disfrutaba, y la historia que parecían contar tenía que ver con escaparte de las preocupaciones normales del día a día, apartar todas esas cosas de tu mente durante un tiempo, e ir a un sitio nuevo y vivir experiencias. Experiencias que de algún modo eran más puras y naturales y verdaderas (tal como los niños pequeños experimentaban las cosas), precisamente porque eran desconexiones, completamente alejadas del fluir de la vida corriente.

De lo cual Richard, normalmente, era incapaz. Al mirar hacia atrás, podía ver que la mayor parte de sus rupturas con las mujeres que vivían en su superego como Musas Furiosas habían tenido lugar en conjunción con intentos de ir de vacaciones. Nunca había ido de vacaciones a ningún sitio que no tuviera Internet de alta velocidad. Incluso el avión privado en el que viajaba a esos lugares de vacaciones tenía su propia conexión continua a la red. Esto probablemente lo calificaba como un caso de pronóstico, pero no le gustaba más que sentarse en una playa bajo una cabaña hecha con hojas de palmera en Bali, desnudo hasta la cintura, sorbiendo una bebida exótica en un coco, viendo las olas llegar desde el océano azul, mientras recorría T’Rain con el ordenador en el regazo, enviaba memorándums e informes de problemas a su personal técnico. No podía pensar en nada más relajante.

Excepto lo que estaba haciendo ahora. Si pudiera resolver las partes malas... Estaba pensando seriamente que, si sobrevivía a esto, bien podría lanzar una nueva aventura: un servicio de vacaciones para gente muy trabajadora y adinerada que funcionaría apareciendo en sus casas sin avisar y secuestrándolos.

Jones y compañía habían hecho un buen trabajo manteniendo la pretensión del excursionista herido hasta el momento en que Richard abrió la puerta, y luego cortaron instantáneamente la luz e Internet. Al parecer habían explorado la propiedad y encontrado el cobertizo con los controles junto a la presa, habían echado abajo la puerta y habían apostado allí un hombre con una cizalla. Ershut, probablemente. Richard había estado observando a los hombres de Jones, aprendiendo sus nombres y cualidades, y había identificado a Ershut como un Barney, un término de la serie original de
Misión Imposible
que solo tenía sentido para la gente de la edad de Richard, o a los modernos a los que les gustaba ver programas de televisión primigenios en YouTube. De cualquier forma, si alguna vez hubo un hombre que tuviera que ser apostado en un cobertizo con una cizalla, ese era Ershut. El otro, Jahandar, probablemente se había encaramado a un árbol para ver la escena desarrollarse a través de una mirilla telescópica. Pero cuando la puerta se abrió y los cables fueron cortados, Jahandar se cambió a otra posición más cercana al edificio, con una vista sobre la presa y la carretera a Elphinstone, mientras Jones y Ershut y Mitch Mitchell se sentían como en casa en el Schloss.

Mitch Mitchell era el nombre secreto y jamás pronunciado que Richard le había puesto al gringo que quería, de la peor de las maneras, ser conocido como Abdul-Ghaffar. Como no tenía ni idea de qué nombre habría podido poner en su certificado de nacimiento, Richard (que no podía tomarse en serio lo de Abdul-Ghaffar) había tenido que inventar uno que fuera con su cara y su personalidad.

—¿Cuánto tiempo le queda? —fue la primera pregunta que Richard le hizo a Mitch Mitchell cuando vio la cicatriz del melanoma.


Inshalá
, el suficiente para dar un golpe por la fe —le respondió. Richard apenas consiguió no poner los ojos en blanco, pero Mitch pareció detectar cierto atisbo de burla—. Pero depende —añadió—, de si ha ido al cerebro.

—Sin comentarios a eso —replicó Richard.

—Odio interrumpir justo cuando empiezan a conocerse—dijo Jones—. Pero tengo que enseñarle un MPEG, si no le importa.

—¿Ese MPEG va a responder a mis preguntas sobre Zula? —quiso saber Richard.

—Muchas de ellas, indudablemente —respondió Jones.

Hasta ese momento Richard había estado enzarzado en un duelo de miradas con Mitch Mitchell, que al parecer quería que creyera que el melanoma se le había subido al cerebro, y quizás eliminado alguna de sus inhibiciones de conducta; pero eso pareció lo bastante importante para que Richard se volviera a mirar a Jones. Había visto varias fotos suyas en Internet y en las páginas del
Economist
y seguía experimentando parte de esa desorientación que uno siente cuando se encuentra en presencia de una persona famosa.

—Bien, entonces retirémonos a la taberna, si no le importa estar en un sitio que sirve alcohol.

—Mientras no lo sirva ahora —dijo Jones.

—¿Bromea? Son las cinco de la mañana.

La broma cayó en saco roto. Richard los condujo a la taberna, donde T’Rain aparecía aún en la gran pantalla. Una multitud bastante grande se había reunido en torno a Egdod. Todos exhibían botductas menores como respirar, rascarse, y moverse de un pie a otro. Pero no sucedía nada. Eso era debido (como proclamaba un gran cartucho de diálogo superpuesto en la pantalla) a que Richard había perdido su conexión a Internet, y por eso nada de lo que veía ahí estaba pasando «de verdad» (significara eso lo que significara) en el mundo de T’Rain. Lanzó la combinación de teclas comando que ponía fin al juego y fue saludado por el habitual fondo de pantalla de Windows. Jones mientras tanto había introducido un pen drive en un puerto USB del ordenador. Apareció una carpeta. Richard la abrió y encontró un archivo: Zula.mpeg.

—Esto no irá a infectar mi ordenador con un virus, ¿no? —preguntó. Una vez más, fue difícil arrancar una risa a esos tipos.

Hizo doble clic en el icono. Windows Media Player se abrió y le mostró unas imágenes de mala calidad de su sobrina, sentada en una cama arrugada en una habitación oscura, leyendo el ejemplar del día anterior del
Vancouver Sun
.

—Intenté conseguir el
Globe and Mail
—dijo Jones con tono de disculpa—, pero se había agotado.

Así que eso era. Jones quería ser quien hiciera los chistes.

Richard se echó a llorar, y tuvieron que dejarlo solo durante un par de minutos.

—Por ahora, su ayuda para cruzar la frontera nos vendría bien —respondió Jones, cuando Richard recuperó la compostura y les preguntó qué querían.

Eso lo sorprendió un poco. Estaba acostumbrado a que la gente quisiera su dinero. Que pidieran sus servicios como contrabandista lo llenó de una especie de orgullo, y casi le hizo sentirse agradecido... como si Jones le hubiera hecho un favor mostrando respeto por ciertas cualidades ocultas de Richard a las que nadie más les daba ninguna importancia.

—Casi están allí —dijo Richard—. Sigan al sur. No tiene pérdida.

—Me han comentado —dijo Jones, con una fina sonrisa—, que es un poco más difícil de lo que dice, y que es usted especialmente bueno cruzando sin llamar una atención no deseada.

El servicial boy scout de Iowa que había en Richard le hizo querer dibujarle a Jones un mapa y proporcionarle instrucciones detalladas allí mismo. Pero no era eso lo que Jones quería. Los términos de la transacción no necesitaban más detalles, y probablemente Jones no quería decirlos en voz alta: había conservado al menos esa cualidad británica. Pero debía de tener a Zula controlada por alguien que la mataría si no cruzaban la frontera sanos y salvos.

Lo cual significaba que Richard iba a hacer una pequeña excursión. Acompañando a esos tipos, compartiendo su destino.

—Entonces será mejor que haga el equipaje —dijo.

—Tenemos bastantes cosas de las que va a necesitar —repuso Jones—. Pero si hay algún equipo concreto que necesite, ropas, medicamentos...

—¿Armas?

La fina sonrisa volvió a aparecer.

—Creo que eso lo tenemos perfectamente cubierto.

Cuando se la mostraron, allá en lo alto de la colina con una cadena al cuello, Richard volvió a echarse a llorar. Eran lágrimas de alegría. Un poco raro, sí. Pero saber era mucho mejor que dudar; y saber que ella estaba todavía viva era aún más dulce.

La caminata del primer día fue directa al sur siguiendo la vía férrea. Se fue haciendo cada vez más empinada, hasta que empezaron a dejar atrás los límites de lo que había sido capaz la tecnología ferroviaria del siglo XIX. El curso del Blue Fork quedaba delimitado, al sur y al este, por una cordillera montañosa vagamente similar a Cape Cod: un carnoso bíceps que se proyectaba hacia el este desde las Selkirk, y un antebrazo huesudo que se extendía de norte a sur, hasta mezclarse con las Purcell. Viajaban a lo largo del flanco de estas últimas, poniendo gradualmente cada vez más distancia vertical entre ellas y el Blue Fork. El sendero se extendía en pequeños tramos, abriéndose paso entre valles montañosos y saltando sobre afluentes, para luego rodear los riscos que separaban esos valles. A medida que se iban haciendo más escarpados, los constructores habían recurrido a construir puentes y a abrir con dinamita pequeños túneles, cosa que debió de ser enloquecedoramente dificultosa y cara para la época, pero que ahora proporcionaba distracciones divertidas a los ciclistas y esquiadores que usaban el sendero.

Al final quedaron atrapados en el hueco del codo, donde el progreso quedó detenido por el abultado bíceps que se extendía de este a oeste, a varios kilómetros al norte de la frontera, tan alto que sus laderas superiores no tenían ni vegetación: eran solo altas murallas de color de arena con nieve en las cimas. Se las podría confundir con dunas escarpadas. Richard, que había estado en todas ellas, las conocía como expuestas murallas de granito cuyas superficies externas habían pasado los últimos millones de años siendo lentamente congeladas y talladas por el clima ridículamente desagradable. Cada pequeña victoria de los elementos sobre las montañas era celebrada con un pequeño alud cuando un peñasco, del tamaño de una casa, un coche, una calabaza o una tetera, se desgajaba y caía pendiente abajo hasta que era detenido por los más antiguos. El resultado era un territorio de pendientes, todas más o menos con el mismo ángulo, que se alzaban hacia los altos acantilados casi verticales de donde caían las rocas. No crecía gran cosa entre aquel pedregal, así que no había sombra para el sol ni refugio para los elementos, y (quizás igual de importante para el bienestar psicológico de los senderistas) ninguna variedad que aliviara el tedio. Cruzarlo era una pesadilla, no solo porque fuera empinado, sino porque su irregularidad impedía captar ningún tipo de ritmo; de hecho, el término «caminar» ni siquiera podía aplicarse al estilo de locomoción que el lugar obligaba a adoptar a todo aquel que fuera lo bastante estúpido o desafortunado para encontrarse allí en medio.

Other books

El Niño Judio by Anne Rice
Prophecy by James Axler
The Lovely Reckless by Kami Garcia
Candy by K.M. Liss
Gone to the Forest: A Novel by Katie Kitamura
Fighter's Mind, A by Sheridan, Sam
Jade in Aries by Donald E Westlake
The Kind Folk by Ramsey Campbell