Wallace pulsó de nuevo la tecla de silencio.
—Lo siento, señor Ivanov —dijo—. Hemos tenido una pequeña discusión.
—Me habéis puesto nervioso.
—No hay nada de lo que estar nervioso, señor.
—Eso no puede deberse solo a los números de las tarjetas de crédito —dijo Peter—. Nadie fletaría un jet privado porque le has mentido en un e-mail sobre cuándo estarían disponibles esos números.
—Tienes razón —dijo Wallace—. No es solo por los números de las tarjetas de crédito.
—¿Entonces por qué?
—Por asuntos más grandes causados por los acontecimientos de anoche.
—¿Como cuáles?
—La integridad y seguridad de todos los archivos que estaban en mi portátil.
—¿Qué clase de archivos eran esos?
—Preguntar eso es una absoluta cretinez por tu parte —recalcó Wallace.
—La explicación viene de camino —dijo Ivanov—. Estamos aquí.
Zula se acercó a una de las ventanas que daban a la parte frontal del edificio y vio una limusina negra que se detenía.
Dos hombres que habían estado merodeando allí fuera se acercaron al coche y abrieron sus puertas traseras.
Del asiento de pasajeros salió un hombre fornido vestido de esmoquin. De detrás del conductor salió un hombre delgado en pijama y una chaqueta de cuero puesta encima. Ambos tenían teléfonos al oído, que ahora, en perfecta sincronía, plegaron y guardaron.
Uno de los dos merodeadores escoltó a los recién llegados a la puerta principal de Peter, que daba a un pasillo que conducía al aparcamiento de la planta baja donde estaban los coches.
El otro merodeador iba vestido solo con vaqueros y camiseta, lo que hacía que estuviera mal equipado para el invierno. Se dirigió a una ajada furgoneta que estaba aparcada delante del edificio. Abrió las puertas traseras, y luego se cargó al hombro un objeto largo. Dio un paso atrás y cerró las puertas de la furgoneta de una patada. El objeto que llevaba al hombro era una caja de casi metro y medio de largo y tal vez un palmo de ancho, con el logotipo de la empresa de mejoras domésticas situada al fondo de la calle, donde ponía COBERTURA DE PLÁSTICO DE POLIETILENO 6 MIL. La llevó al aparcamiento y cerró la puerta tras él.
El hombre del pijama subió primero las escaleras y momentos después se dedicó a recorrer la habitación observándolo todo y a todos.
—Wallace —dijo, con fuerte acento.
—Sokolov —respondió Wallace a su vez.
Por la manera en que Wallace había hablado de él, Zula casi esperaba que Sokolov tuviera más de dos metros de alto y llevara una sierra eléctrica. Sin embargo, estaba bastante segura de que no llevaba armas. Era delgado y parecía un jugador escolta del equipo de baloncesto del Ejército Rojo. Su delgadez hacía difícil calcular su edad, que probablemente se situaba en los cuarenta y tantos años. Tenía pelo rubiáceo con rastros de gris. Parecía como si se lo hubiera cortado a cepillo hacía seis meses y no le hubiera prestado mucha atención desde entonces. Tenía pelo en la barbilla, pero no en las mejillas, la nariz grande y una nuez de Adán prominente, y ojos grandes cuyo color era difícil de situar, ya que dependía de lo que estuviera mirando. Cuando miró a Zula, eran azules y no mostraron ningún indicio de conexión personal, como si la viera a través de un espejo unidireccional. Lo mismo con Peter. Entró en el cuarto de baño y miró detrás de la puerta. Comprobó los armarios. Miró detrás de los sofás y debajo de las camas. Encontró la puerta que daba a la habitación adjunta donde Peter había estado colgando láminas de yeso. Se internó en ella y salió unos momentos después y dijo una palabra en ruso.
La palabra debía significar «todo despejado», porque el hombre del esmoquin subió ahora las escaleras. Tras él venía el de la camiseta que había sacado el rollo de plástico de la trasera de la furgoneta. Tras mirar la habitación, prestando especial atención al ordenador vacío, Ivanov le dijo algo al hombre y este se dio media vuelta y bajó las escaleras.
Ivanov tenía los ojos azules pero su pelo era oscuro, y la pomada o el ungüento que usaba para apartarlo de su impresionante frente redondeada lo hacía más oscuro todavía. Su tez era pálida pero enrojecida por el aire helado del exterior. Encima del esmoquin llevaba un abrigo negro bien ajustado a una figura que, por decirlo de forma caritativa, era rechoncha. Pero se movía bien, y Zula tuvo la impresión de que podría apañárselas en una pelea de hockey. Probablemente lo había hecho, muchas veces, cuando era más joven, y se enorgullecía de ello. Prestó mucha más atención a Zula y Peter de lo que había hecho Sokolov. A Wallace casi lo ignoró, como si mantener el manos libres conectado fuera lo más útil que el escocés pudiera hacer ese día. Miró a Peter de arriba abajo y le estrechó la mano. Con Zula hizo un poco de aspavientos, porque era de ese tipo de hombres. No importaba por qué estaba aquí, qué tipo de negocios había venido a realizar. Las mujeres tenían que ser tratadas de manera distinta a los hombres: la presencia de una sola mujer en la habitación lo cambiaba todo. Le besó la mano. Pidió disculpas por las molestias. Alabó su belleza. Insistió en que se pusiera cómoda. Preguntó, varias veces, si la temperatura de la habitación no era demasiado fría para una «hermosa africana» y si debería enviar a uno de sus sicarios a traer café caliente. Todo eso con significativas miradas hacia Peter, cuyos modales resultaban muy pobres en comparación.
El hombre de la camiseta subió las escaleras con la caja de plástico industrial al hombro. Tras él venía el otro que había estado merodeando en la calle, armado con una pistola de grapas. Cuando llegaron a lo alto de las escaleras, miraron a Ivanov, que indicó con la cabeza la puerta que conducía al apartamento adjunto. Entraron y cerraron la puerta tras ellos. Sokolov observó con curiosidad.
Finalmente todos se sentaron: Wallace, Peter y Zula en el sofá, frente a Ivanov, que ocupó el sillón más grande. Tras Ivanov se situó Sokolov, que a veces permanecía de pie con las manos a la espalda y a veces caminaba sin hacer ruido por el
loft
, asomándose a las ventanas.
—No comprendo —dijo Ivanov—, por qué envías un e-mail quejándote de que se te ha averiado el coche en algún lugar del sur de Columbia Británica, cuando el coche funciona bien y está en Seattle en el almacén de Peter... un hombre al que no he tenido el placer de conocer antes.
Wallace trató de hablar y no lo consiguió, se aclaró la garganta, lo intentó de nuevo:
—Le mentí, señor, porque sabía que no podría entregar los números de las tarjetas de crédito a la hora prometida. Comprendí que tardaría unas horas. Esperaba que no le importara un breve retraso.
Ivanov se subió las mangas para descubrir, y examinar, el reloj de pulsera más grande que Zula había visto jamás.
—¿Cuánto es «breve»? A veces tengo problemas con el inglés.
—El retraso ha resultado mayor de lo que esperaba.
—¿Cuál es la naturaleza del retraso? ¿Nos ha jodido Peter?
Peter dio un respingo.
—Pido disculpas por el lenguaje —le dijo Ivanov a Zula.
Durante un rato, solo oyeron ruidos apagados procedentes del apartamento de al lado, pero ahora oyeron el sonido de la cobertura de plástico al ser extraída del enorme rollo, seguida por el esporádico
clic-clic
de la pistola de grapas, que llegaba rápidamente a través de la pared. Eso distrajo a Peter y Zula. Ivanov lo advirtió y lo malinterpretó.
—Hacen agujeritos —dijo—. No grandes. Fácil de reparar. Con un poco de...
Dijo una palabra en ruso, luego miró a Sokolov, quien, un poco distraído (tal vez sorprendido) por lo que sucedía en la otra habitación pasó por alto la indicación. Ivanov miró entonces al hombretón con cara de patata que estaba de pie junto a la caja fuerte de las armas y le hizo una pregunta. El tipo pidió profusamente disculpas porque no podía ayudarle. Pero gritó algo hacia abajo y el fumador que estaba apostado en el aparcamiento respondió:
—¡Masilla!
—Masilla —repitió Ivanov, y extendió las manos, las palmas hacia arriba, como pidiendo perdón.
—No tiene nada que ver con Peter. De hecho, Peter ha estado trabajando diligentemente para ayudarme a superar el problema —dijo Wallace.
—Así que Peter no nos ha jodido.
—Correcto, señor.
—¿Y tú? ¿Me has jodido tú, Wallace?
—No es ese tipo de problema.
—¿De veras? ¿Qué tipo de problema es?
—Un problema técnico.
—Ah, así que has conducido hasta el almacén de Míster Genio Técnico, aquí, para conseguir «apoyo técnico».
—Sí.
—¿Y te lo ha dado?
—Sí. Y Zula también.
Ivanov se ruborizó.
—Sí, perdóneme, naturalmente, soy injusto.
Silencio, excepto el sonido del plástico y la pistola de grapas.
—¿Y? —preguntó Ivanov, alzando las cejas—. ¿El problema persiste?
—Me temo que sí.
—¿Algo va mal con el archivo? —lo dijo dirigiendo a Peter una sombría mirada.
—El archivo estaba bien.
—¿«Estaba»?
—Ahora es inaccesible.
—¿No hiciste una copia de seguridad?
—Tuve mucho cuidado de hacer una copia de seguridad, señor, pero también es inaccesible.
—¿Qué es esto de «inaccesible»? ¿Has perdido el ordenador?
—No, el ordenador y la unidad de backup están en mi poder, pero los datos fueron encriptados.
—¿Has olvidado la clave?
—Nunca la tuve.
Ivanov se echó a reír.
—No soy ningún especialista en informática, pero... ¿cómo es que nunca has tenido la clave de un archivo que has encriptado?
—No lo encripté yo.
—¿Peter? ¿Lo encriptó Peter?
—¡No! —exclamó Peter.
—¿Lo encriptó Zula?
—No —dijeron Peter y Wallace al unísono.
—¿No puede hablar por sí misma?
—No lo encripté yo, señor Ivanov —dijo Zula, ganándose un gesto apreciativo, como si acabara de terminar una pirueta en las Olimpiadas.
—¿Alguien que falta? ¿Alguien que no está aquí y encriptó el archivo y la unidad?
—Es una forma de hablar.
El rostro de Ivanov se arrugó y se echó a reír.
—¡Ah, ahora viene lo bueno! Por fin llegamos a la parte donde empieza la mierda. Me hace sentirme necesario.
La puerta de la habitación adjunta se abrió y salieron los dos hombres cargando con el rollo de plástico, notablemente reducido. A través de la puerta abierta Zula pudo ver que habían cubierto de plástico la habitación entera. Habían desenrollado una lámina por el suelo y la habían subido por las paredes, y luego habían grapado encima las otras láminas para cubrir las ventanas e incluso el techo. Los dos hombres atravesaron la habitación sin decir palabra y bajaron al aparcamiento.
—¡Es una forma de hablar! —Ivanov se dio una palmada en el muslo—. Qué bonita expresión.
Su sonrisa desapareció y taladró a Wallace con la mirada.
—¿Wallace?
—¿Sí, señor?
—¿Cuánta gente ha tocado tu portátil hoy?
—Una, señor. Solo yo.
—¿Cuánta gente ha tocado tu unidad de backups en su bonita y cara caja fuerte?
—Una.
—¿Entonces quién carajo, y es una forma de hablar, quién carajo encriptó el archivo?
—No lo sabemos. Pero podemos conseguir la clave... —Wallace intentaba ahora hablar más alto que Ivanov—. Con la ayuda de estas personas podemos conseguir la clave...
Ivanov se había llevado las dos manos a las sienes y miraba el suelo entre sus pies.
Uno de los grapadores subió las escaleras con una taladradora inalámbrica, un soplete, un rollo de cinta adhesiva, y una cuerda de piano. Entró en el apartamento plastificado y cerró la puerta tras él.
—Lo primero que tengo que comprender es si alguien nos ha jodido o no.
—Sí, alguien desde luego nos ha jodido, señor —respondió Wallace.
—¡Pide disculpas a Zula cuando digas esa palabra!
—Perdona, Zula.
—¿Cuánto nos ha jodido?
—Mucho.
—Tienes en el portátil, en la unidad de backups, muchos archivos que son importantes para nosotros.
—Sí.
—¿Estado de esos archivos?
—Lo mismo.
—¿Todos encriptados?
—Sí, señor.
—¿Originales y copias de seguridad?
La tensión se había vuelto tan insoportable que Zula no supo si desmayarse o vomitar.
Ivanov se echó a reír.
—Sé cómo hacer esto —dijo—. Si alguien nos jode a base de bien, estoy familiarizado con este tipo de situaciones. Sokolov también. ¡Peter!
—¿Sí, señor Ivanov?
—¿Conoces la batalla de Stalingrado?
—No, señor.
Ivanov se sintió decepcionado.
—La mayor batalla de todos los tiempos, probablemente —dijo Zula.
Ivanov sonrió y la señaló elocuentemente.
—¿Una maravillosa y gloriosa victoria para la Madre Rusia? —preguntó.
—No sé si la llamaría así.
—¿Por qué no? —preguntó Ivanov, en un tono tan tempestuoso que Zula estuvo segura de que se estaba burlando de ella.
—Porque los alemanes penetraron muy profundamente en Rusia y causaron pérdidas horribles.
Era la respuesta correcta.
—¡Pérdidas horribles! —repitió Ivanov. Se volvió a mirar a Wallace, retándolo a apreciar lo lista que era Zula—. ¡Pérdidas horribles! ¿Has oído a Zula? ¿De dónde es usted? Seguro que no de este ridículo país.
—De Eritrea.
—¡Eritrea!
—Sí.
Extendió la mano hacia ella.
—¡Pérdidas horribles! La chica comprende la naturaleza de las pérdidas horribles. ¿Dónde están sus padres?
—Están muertos.
—¡Muertos! Pérdidas horribles, en efecto. ¡Pero los eritreos ganaron la guerra!
—Sí.
—Los rusos, después de Stalingrado, marcharon hacia Berlín. ¿ENTIENDES EL ARGUMENTO, Wallace?
—Sí, señor.
—Dijiste que estos dos, Peter y Zula, podían resolver el problema técnico y ganar nuestra pequeña batalla a pesar de las pérdidas horribles, ¿no?
—Sí, estábamos trabajando en ello, pero...
Ivanov alzó la mano para hacerlo callar.
—Wallace, hazme un favor y atraviesa esa puerta —indicó la habitación recubierta de plástico.
Wallace no se movió.
—Por esa puerta —repitió Ivanov.
—¿Podemos hacerlo rápido y sencillo? —preguntó Wallace.
—No si te quedas sentado en ese sofá. Rápido y sencillo depende de lo rápido que te muevas. Y de la información que obtenga de Peter y Zula. Ahora, ve y espera.