Wallace, observado curiosamente por Sokolov, se levantó y entró en la habitación adyacente. Uno de los hombres de allí dentro avanzó, moviéndose con cuidado sobre el resbaladizo plástico, y cerró la puerta tras él. Pudieron oír el chirrido de un trozo de cinta adhesiva al ser arrancado del rollo.
—Señor Ivanov —dijo Zula—, Wallace es inocente.
—Es usted una chica hermosa, inteligente, deduzco que entiende de ordenadores. Convénzame de ello —suplicó Ivanov—. Hágame creer.
Zula habló durante una hora.
Explicó la naturaleza y la historia de los virus informáticos. Habló de un subgrupo concreto de virus que encriptaban los discos duros y retenían sus contenidos a la espera de rescate. De las dificultades de ganar dinero con ransomware. Explicó la innovación que los desconocidos y anónimos creadores del virus REAMDE habían impuesto. Ivanov no había oído hablar de juegos de rol multijugadores masivos en línea, o MMORPG según la sigla establecida, así que ella le contó su historia, su tecnología, su sociología, su crecimiento como un sector importante de la industria del entretenimiento.
Ivanov escuchaba embelesado, interrumpiéndola de vez en cuando. La mitad de las veces era para alabarla, ya que parecía convencido de que toda mujer que no recibiera un cumplido cada cinco minutos lo apuñalaría con un picahielos por la espalda. La otra mitad de las veces era para hacer una pregunta. Algunas eran agudamente inteligentes, y otras traicionaban una preocupante carencia de comprensión técnica.
Cuando terminaron los preliminares, Ivanov empezó a sondear sobre la culpabilidad de Wallace. ¿Era acusable la infección a algún descuido por su parte? En otras palabras, ¿cómo se extendía el virus?
Zula le contó lo que había descubierto, que el REAMDE se extendía por un agujero de seguridad de Outlook, un software muy popular que, entre otras cosas, se encargaba de calendarios, contactos y demás. Para hacer algo importante en T’Rain había que dirigir una red de vasallos razonablemente amplia. Las actividades coordinadas de grupo se volvían así una parte esencial del juego. Lo que significaba que varios de los jugadores de tu jerarquía feudal tenían que estar conectados al mismo tiempo, para realizar negocios o dirigir partidas de guerra, ataques a calabozos, y similares. Estas actividades había que programarlas en medio de los partidos de la Liga Infantil, las citas con el dentista, estudiar para los exámenes finales, etcétera, y por eso un sistema de calendarios únicos que existiera solo dentro de la aplicación de T’Rain no servía. Se había creado un añadido que construía un puente entre T’Rain y Outlook. La mayoría de los jugadores de T’Rain lo usaba. El añadido funcionaba enviando mensajes de un lado a otro, consistentes en invitaciones para participar en aventuras en grupo y ese tipo de cosas. La mayoría era puro texto, pero era posible adjuntar imágenes y otros archivos a esas invitaciones, y ahí estaba el agujero de seguridad: REAMDE se aprovechaba de un bug de desbordamiento en Outlook para inyectar código malicioso en el sistema operativo anfitrión y establecer control a nivel raíz del ordenador, con lo que podía hacer lo que quisiera, incluyendo encriptar los contenidos de todas las unidades conectadas. Primero, no obstante, enviaba el virus a toda la lista de contactos en T’Rain de la víctima.
Había otro detalle, mencionado en una wiki interna, que no compartió con Ivanov: el agujero de seguridad de Outlook se conocía desde hacía tiempo y la mayoría de los programas antivirus estaban preparados. Pero los jugadores empedernidos seguían siendo vulnerables porque jugaban en T’Rain en modo pantalla total y por tanto eran ajenos a las advertencias cada vez más histéricas lanzadas a sus pantallas por sus softwares antivirus.
Otro detalle que decidió no compartir: Wallace casi con toda seguridad había pillado el virus por el ordenador del tío Richard, esparcido a través del pen drive.
—Así que Wallace utilizó ese añadido —dijo Ivanov, citando en el aire—, y se infectó de ese virus.
—De manera completamente inocente, sí —dijo Zula. Durante la primera parte de su charla informativa se había apoyado en un arrebato de energía que la había hecho aguantarlo casi todo, pero en los últimos diez minutos el cansancio se había apoderado de ella y había frenado el ritmo y había empezado a atascarse con las palabras y a comenzar frases que no sabía cómo terminar. Ahora advirtió tenuemente que el resultado de todo lo que había dicho, para Ivanov, podría ser que Wallace había metido la pata y merecía ser castigado. Eso la dejó casi paralizada.
Para su propia considerable sorpresa y vergüenza, se echó a llorar. Se inclinó hacia delante y se llevó las manos a la cara.
—¡Soy un idiota! —exclamó Ivanov—. Soy el hombre más estúpido del mundo.
Se levantó. Temiendo que fuera a acercarse a consolarla, Zula se tensó y se obligó a contenerse un momento. No se atrevió a alzar la mirada. A través de las lágrimas y sus propios dedos pudo ver los pulidos zapatos de Ivanov moviéndose. Salió de la habitación. Ella dejó escapar unos cuantos jadeos y sollozos, mezclados ahora con el enfado consigo misma y la frustración por comportarse de manera tan estúpida. No había llorado en serio desde el funeral de su madre.
Ivanov volvió a la habitación apenas quince segundos después. Zula pudo oír sus pasos tras el sofá. Dio un respingo cuando algo flácido y pesado cayó sobre sus hombres.
—¿Qué le ocurre? —quiso saber Ivanov. Se estaba dirigiendo a Peter. Zula se dio cuenta de que Ivanov había agarrado el brazo de Peter y se lo había pasado por encima del hombro, y ahora lo colocaba en su sitio como si fuera cemento húmedo en un molde. Ella logró controlarse entonces, no porque Peter la estuviera rodeando con el brazo sino por el humor, algo negro, de la situación: aquel Ivanov, fuera quien fuese y fuera lo que fuese, venía en jet desde Toronto para darle a Peter lecciones de cómo ser caballeroso con su novia, y Peter atrapado, incapaz de explicar que acababan de romper.
Ivanov dio órdenes a todos los presentes, que se pusieron en movimiento y sacaron sus teléfonos. Zula se irguió en su asiento, se debatió contra el peso del brazo de Peter, y este, aterrorizado de lo que podría sucederle si desobedecía a Ivanov, lo dejó donde estaba, una comadreja muerta sobre sus hombros.
—Lo único que me creo de verdad es que alguien me ha jodido —anunció Ivanov, con el gesto de disculpas de costumbre hacia Zula—. ¿Saben algo de ruso?
Kto Kvo
. Un dicho de Lenin. Significa «¿quién a quién?». Hoy yo soy el «a quién». Al que joden. Soy hombre muerto. Tan muerto como él —indicó la habitación adjunta. Zula notó que sus pulmones se llenaban con un jadeo. Ivanov continuó—: Esa no es la cuestión. La cuestión es el modo de mi muerte. Me queda algún tiempo. Tal vez quince días. Me gustaría pasarlos bien. No es demasiado tarde para morir gloriosamente. Pero puedo morir mejor que él —otro gesto—. Puedo morir como «quién», no como «a quién». Puedo mostrarles a mis hermanos que luché por ellos hasta el final, a pesar de las pérdidas horribles. Creo que lo entenderán. Seré un hombre muerto pero perdonado y no un insecto aplastado. Lo único que necesito es saber: ¿quién es el «quién»?
Peter finalmente retiró el brazo de Zula, quien se irguió en el asiento y miró a Ivanov directamente. Ivanov les devolvió la mirada, pero centrándose principalmente en ella, con expresión interesada. Como si todo esto fuera una entrevista de trabajo muy seria y académica.
—¿Entiende la pregunta?
—¿Quiere saber quién le hizo esto?
—Yo utilizaría un verbo distinto, pero sí.
Todos permanecieron sentados en silencio unos instantes. Pudieron oír el motor de un vehículo arrancando abajo, a hombres hablar por teléfono.
—Quiere identificar al Troll. La persona que creó el virus —dijo Peter.
—¡Sí! —exclamó Ivanov, levemente irritado.
—¿Y si podemos darle esa información, entonces... estamos a la par?
—¿A la par? —preguntó Ivanov, claramente sin ningún humor para negociar (si de eso se trataba) con Peter.
—Quiero decir, ¿estará resuelto? ¿Entre usted y nosotros?
Fue un momento interesante.
Aunque toda la situación estaba cargada de amenaza implícita, Ivanov no había alzado un dedo, ni dado a entender que fuera a hacerlo, contra ellos. Alzó las cejas y miró a Peter, ahora, bajo una nueva luz: un hombre que, por decirlo de alguna manera, había lanzado una amenaza contra sí mismo. Había dado por hecho que le debía algo a Ivanov y que habría consecuencias si no satisfacía esa deuda.
Ivanov se encogió levemente de hombros, como diciendo: «No se me había pasado por la cabeza, pero ahora que lo menciona...»
—Es usted muy generoso.
Durante todo este interludio, Peter cayó en la cuenta de su error y trató ahora de retractarse.
—Comprenda que el autor del virus podría estar en cualquier lugar del mundo, y que probablemente se habrá tomado grandes molestias para ocultar su identidad, cubrir sus huellas...
—Me confunde —dijo Ivanov—. ¿Puede encontrar al Troll, o no?
Peter miró a Zula.
—¿Por qué mira a la señorita Zula? Es usted el genio hacker, ¿no?
Peter no fue capaz de decir nada.
Zula se sentía muy cansada, y su mente estaba en varios lugares a la vez. La palabra «flashback» era demasiado inquietante para describir lo que sucedía en su mente. Pero la mente recuperaba recuerdos que estaban relacionados con las impresiones que inundaban sus órganos sensoriales, y los primeros años de su vida reflejaban mejor lo que estaba sucediendo en ese momento que la mayoría de lo que había experimentado en la provinciana Iowa. No tenía la energía, la claridad, ni lo que los frikis informáticos llamaban la «banda ancha» para tratar con todos los aspectos de esta situación a la vez. Desde luego el que dominaba era la sensación de que corría peligro. Había también un lado técnico. Pero ninguna de las dos cosas explicaba la mareante sensación que seguía produciéndose en oleadas en su abdomen. Había un aspecto moral en todo esto. No lo vio hasta que enviaron a Wallace a la otra habitación. Por eso, un hombre como Ivanov probablemente la vería como ridículamente ingenua. Ella podría tal vez olvidar esa ingenuidad por una vez.
Ahora, sin embargo, le pedían que entregara a otra persona: un completo desconocido, en alguna parte, que había creado REAMDE. Ella no se había ofrecido voluntaria para hacer el trabajo. Peter la había traicionado con una mirada.
—¿Señorita Zula? Pido disculpas, veo que está muy cansada —dijo Ivanov—. Pero, ¿trabaja en la misma compañía? ¿Es posible?
Y la respuesta de la chica de Iowa, naturalmente, era siempre sí. Sobre todo a un hombre mayor y amable y bien vestido que había venido de tan lejos.
Por algún motivo recordó un momento, cuando tenía unos catorce años: la epidemia de cristal de meta en Iowa. Estaba sola en casa y se asomó a la ventana y vio una extraña furgoneta que avanzaba muy despacio por la calle. Pasó un par de veces ante la casa y luego aparcó en el camino de acceso que conducía al cobertizo donde guardaban las herramientas. Un par de hombres bajaron de la furgoneta, mirando nerviosos alrededor. Sin saber si venían a hacer un encargo legítimo, Zula llamó por teléfono al tío John (así llamaba a su segundo padre adoptivo), y este le dijo con muchísima calma que cerrara con llave todas las puertas de la casa, sacara una escopeta y una caja de munición, y se escondiera en el desván. Sus casuales instrucciones fueron acompañadas, y a veces ahogadas, por un estrépito de chirridos y golpes que, como comprendió más tarde, eran el resultado de conducir a ciento cincuenta kilómetros por hora mientras hablaba. Zula apenas había recogido tras ella las escaleras del desván cuando en el exterior se oyó un montón de ruido de vehículos, y se asomó por una ventanita para ver el coche del tío John en medio del patio delantero al final de una larga marca de derrape que rodeaba por completo la casa (pues la había rodeado una vez, para comprobar que no hubieran forzado la entrada) y a John cojeando con sus piernas protésicas para agazaparse detrás del vehículo mientras la furgoneta salía a la calzada con una puerta abierta. Una nube de lo que le pareció vapor salía por el lado del cobertizo donde guardaban el tanque de amoniaco anhidro. Unos minutos más tarde el departamento del sheriff llegó en masa, y Zula se sintió segura y salió del desván. John le gritó que no tenía permiso para bajar todavía. Luego la abrazó y le dijo que era su chica maravillosa. Le preguntó después por la escopeta. A continuación le dijo lo magnífica que era, y le ordenó que subiera y no saliera hasta que le diera permiso. Ella subió las escaleras y, al asomarse a una ventana, vio lo que John no quería que viera: los enfermeros de la ambulancia poniéndose sus trajes de protección para materiales peligrosos y colocando un gran cuerpo arrugado en una bolsa de cadáveres. Uno de los ladrones, sorprendido quizá por la súbita llegada del tío John, había cometido un error con la fila de amoniaco anhidro y se había rociado con el producto, que había absorbido toda el agua de su cuerpo.
Fue en ese momento, pero nunca antes y rara vez desde entonces, en que ella percibió una especie de línea subterránea, quizá como aquellas líneas ley de T’Rain, que corría de su gente en Eritrea hasta su gente en Iowa.
—Con una llamada telefónica —dijo Zula—, podría conseguir más información sobre el Troll.
Ivanov continuó mirándola con expectación y, después de unos momentos, alzó las cejas, instándola a continuar.
—Entonces —continuó Zula—, podría usted seguir adelante.
El rostro de Ivanov dejó de moverse, como golpeado por una andanada de amoniaco anhidro.
—Para continuar resolviendo su problema —añadió Zula graciosamente—, o lo que tenga que hacer.
—Una llamada telefónica, ¿a quién?
—La compañía tiene una política de privacidad.
El rostro de Ivanov se retorció.
—Eso me parece una chorrada.
—Hay reglas —dijo Zula.
El tío Richard le había explicado, cuando empezó a trabajar para la Corporación 9592, que la mayoría de la gente con la que estaría trabajando tendría cromosomas Y y lo que funcionaba en el campamento de boy scouts debería funcionar aquí. «Los tíos solo quieren saber dos cosas —le dijo—. Quién está al mando y cuáles son las reglas.» Y en efecto eso funcionaba como por arte de magia. Ivanov asintió.
—La compañía tiene información sobre nombres, direcciones, datos demográficos de sus clientes —continuó Zula—. Pero no divulga esa información. Nadie juega con su propio nombre, su nombre real. Es imposible que yo, como jugadora, pueda rastrear la identidad auténtica del mundo real del Troll o de cualquier otro jugador.