Reamde (22 page)

Read Reamde Online

Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Reamde
11.28Mb size Format: txt, pdf, ePub

Su calendario estaba libre por hoy, pero profetizaba un viaje a Seattle mañana para que pudiera levantarse temprano al día siguiente para otro de sus viajes relámpago a Nodaway y la Isla de Man. Pensó en utilizar esta historia del REAMDE como excusa para irse a Seattle ahora, un día antes. Y podría haberlo hecho, si hubiera pasado más tiempo desde su último encuentro con Zula. Pero ella acababa de marcharse, y no quería asustar a la pobre chica convirtiéndose en una especie de pesado tío-acosador. Así que dejó su calendario de trabajo en paz, pensando que estaría ocupado todo el día de todas formas, con e-mails de amigos y familiares cuyos archivos personales eran rehenes de algún misterioso troll de Internet.

No fue despertar sino un reagrupamiento gradual de la consciencia de partes que, aunque todavía seguían funcionando, se habían desligado. Estaba mirando unas montañas salpicadas de nieve como si las viera a través de la pantalla de inicio de T’Rain y, al mismo tiempo, soñara con caminar descalza entre ellas. Pues descalzos habían recorrido su grupo y ella la mayor parte del camino entre Eritrea y Sudán, y sus sueños a menudo volvían a aquel viaje, como si los nervios de las suelas de sus pies estuvieran conectados con más fuerza al cerebro que cualquier otro. En su sueño, la nieve de las montañas estaba caliente bajo sus pies, cosa que sabía que no tenía ningún sentido; pero se explicaba como algún tipo de magia ideada por Devin Skraelin basándose en una oblicua referencia de Donald Cameron. Y entonces a Plutón y a ella les dieron el trabajo de hacerlo real, a partir de bits, y ella lo cruzaba con una caravana de refugiados eritreos para asegurarse de que todo se aguantaba.

Cuando la memoria empezó a funcionar de nuevo, le dijo que había estado, desde hacía mucho rato, tendida de lado con los ojos medio abiertos, mirando por una ventanilla. Las montañas pasaban bajo ella. El mundo era rugido y zumbido.

Estaba en un avión. Su asiento olía a buen cuero. Lo habían reclinado para formar una cama lisa, y la habían cubierto con mantas. Bonitas. No mantas de línea aérea.

No la habían violado ni abusado de ella. Tenía una venda en la mano. Recordó los lirios y el cuchillo.

Y el
latte
. Le habían puesto Rohypnol en el
latte
.

Se movió un poco y descubrió que sus miembros funcionaban, aunque estaba entumecida por yacer demasiado tiempo en la misma postura.

Apartó la cabeza de la ventana y se encontró mirando el depósito de combustible del fuselaje de un avión pequeño.

Al otro lado del pasillo estaba Peter, igualmente reclinado, mirándola. Se sobresaltó un poco al verlo.

Estaban en la popa de la cabina. A proa estaba Sokolov sentado en una silla, las gafas de leer en la nariz, repasando documentos.

En el mamparo que ponía fin a la cabina detrás de ellos había una sola puerta que, supuso Zula, conducía a un compartimento separado. Como no pudo ver a Ivanov en ninguna otra parte, supuso que debía de estar allí dentro.

—¿Cuánto llevas despierta? —preguntó Peter.

—Un minuto —respondió Zula—. ¿Y tú?

—Tal vez media hora. ¡Eh, Zula!

—¿Qué?

—¿Tienes la menor idea de adónde vamos?

Zula apartó la manta, se puso en pie, y caminó, algo inestable, hasta más allá de Sokolov al frente del avión. La puerta de la cabina del piloto estaba cerrada, pero al lado había otra puerta que conducía al lavabo.

Algo rozó y golpeó el suelo a sus pies. Miró hacia abajo y descubrió su mochila. Sokolov se la había arrojado.

Alzó la cabeza y lo miró a los ojos.

—Gracias —dijo.

Él la miró durante tres segundos y volvió a sus documentos.

Zula entró en el lavabo, se sentó, se apoyó la cara en las manos, y orinó.

«Piensa.»

¿Cómo los habían sacado del país Ivanov y compañía?

El tío Richard volaba a veces en jets privados que iban a la Isla de Man a rendir cortesía a Don Donald y no paraba se hablar de lo fácil que era, lo «chupado» que estaba. Nada de facturar. Nada de cacheos de seguridad. Nada de esperar. Solo ir derecho al avión y subir y marcharte.

Zula no sabía cómo la había afectado la droga: ¿había perdido el conocimiento? ¿Se había quedado solamente grogui? ¿O en algún estado tipo zombi parecido? De todas formas, los rusos podían haberlos metido a Peter y a ella en un vehículo sin que nadie los viera y los podrían haber llevado directamente al pie del avión cruzando la pista de Boeing Field (si había que creer al tío Richard), donde no habría sido difícil hacerlos subir las escaleras y abordar el aparato.

Así que en realidad habría sido fácil. Habrían incurrido en severas penas si hubieran sido advertidos o sorprendidos, pero estos tipos no eran de los que se preocupan por esos asuntos. De un modo enfermizo, le gustaba eso de ellos.

Revisó su mochila. Su pasaporte no estaba. Le habían quitado la navaja. No estaban las llaves del coche (no es que le hubieran servido de mucho), ni el teléfono. Había un libro que estaba leyendo, algunas de las cosas dispersas que había recogido de casa de Peter (cosméticos, tampón, cosas para el pelo, crema de manos). Un chaleco sin mangas típico de Seattle. Los lápices y bolis habían desaparecido... ¿porque eran armas potenciales? ¿Porque podría haberlos utilizado para escribir una nota pidiendo ayuda? Alguien había registrado su equipaje (la bolsa más grande que había llevado a la excursión para esquiar), y había sacado (gracias a Dios) ropa interior, un par de camisetas, un par de pantalones cortos, y los había metido en la mochila.

De modo que iban a algún sitio cálido.

«Piensa.» ¿Cuándo repararían en su ausencia? En el trabajo todos sabían que había ido a esquiar el fin de semana. Cuando no apareciera a trabajar hoy, asumirían que se había quedado dormida.

Pero tarde o temprano (¿dentro de unos cuantos días, tal vez?) la gente se preocuparía.

¿Y luego qué?

Acabarían por buscarla en casa de Peter y encontrarían allí su coche, a menos que los rusos lo hubieran retirado de allí para hundirlo en las sucias aguas del Duwamish. Pero no encontrarían ni rastro de que algo había salido mal.

Zula se había borrado de la faz de la tierra.

Eso era inquietante, hasta el punto de hacer que la nariz le moqueara un poco, pero no lloró. Había llorado en casa de Peter cuando las cosas salieron mal. Luego había creído estúpidamente que el problema estaba resuelto. Como si se pudiera salir tan fácil de una situación mala. Ahora había vuelto a la casilla de salida, el sitio donde estaba cuando dejó de llorar en casa de Peter y empezó a pensar qué hacer.

Se lavó y se arregló un poco el rímel. No quería que nadie supiera que se había esforzado con el maquillaje, pero no quería degenerar visiblemente tampoco, quería dejar claro, aunque fuera de manera subliminal, que todavía tenía algún orgullo, que no se estaba cayendo en pedazos. Se echó el pelo hacia atrás y se lo recogió en una cola de caballo. Se puso la ropa más limpia que pudo encontrar en la mochila y volvió a su cama, que convirtió de nuevo en asiento. Se sentó y miró más montañas.

—¿Sabes qué hora es?

Peter negó con la cabeza.

—Se llevaron mi teléfono.

—Vamos a Xiamen —anunció ella.

—¡Eso está al otro lado del Pacífico! —susurró él.

—¿Y?

—¡Llevamos todo el rato sobrevolando montañas!

—Una gran ruta en círculo desde Seattle no cruza el Pacífico. Va al norte. Vancouver Island. El sureste de Alaska. Las Aleutianas. Kamchatka —indicó con un gesto la ventanilla—. Todas montañas como esas. Jóvenes. Empinadas. Zonas de subducción.

Sokolov, sin alzar la cabeza, pronunció una palabra:

—Vladivostok.

—¿Ves? —dijo Zula.

—¿Qué es eso?

—Una ciudad. En el extremo oriental de Siberia.

—Siberia. Fantástico.

—Vamos a Xiamen —insistió ella—. Es lo único que tiene sentido.

—Tal vez nos lleven a Rusia y...

—¿Y qué? ¿Nos matarán? Eso podrían haberlo hecho en Seattle.

—No sé —dijo Peter—, podrían dedicarse a la trata de blancas o algo.

—Yo no soy blanca.

—Ya sabes a qué me refiero.

—Viste lo que era Ivanov. Solo le preocupa una cosa. Encontrar al Troll. Y —vaciló a punto de decir la palabra, pero no tenía sentido andarse con remilgos—, matarlo.

—Tendría sentido —dijo Peter, captando por fin el espíritu—. Paramos en Vladivostok. Cogemos suministros o lo que sea. Y luego vamos a Xiamen.

Para Zula, el hilo de la conversación se había roto cuando dijo «matarlo». Ahora formaba parte de un plan de asesinato. El recuerdo de los acontecimientos en el apartamento de Peter volvía. Cuando hizo la llamada telefónica a Corvallis, estaba segura de que se trataba de lo único que podía hacer, pero ahora que lo repasaba mentalmente, cuestionaba su decisión.

La puerta de popa se abrió y de ella salió Ivanov, envuelto en un batín de baño. Ignorando a todos los demás, entró en el lavabo.

Peter apoyó los pies en su asiento de modo que las rodillas le quedaron delante de la cara, las rodeó con los brazos y agachó la cabeza.

Zula se había sentido irritada por su actitud general desde el principio. Pero él tenía ventaja: se había despertado antes, y llevaba más tiempo pensando en su situación. A medida que iban pasando los minutos y la novedad de estar en un jet privado se agotaba, Zula empezó a comprender lo mismo que había comprendido Peter: no iban a salir de esta con vida.

Ivanov salió acicalado del lavabo y caminó por el pasillo, miró a Zula a la cara pero no hizo ninguna conexión. Toda su cortesía en el apartamento de Peter había servido a un propósito que ya no existía.

Peter había vuelto la cabeza hacia un lado y miraba a Zula mirar a Ivanov. Después de que este volviera a su compartimento, dijo:

—Lo siento.

—Nadie podía haberlo previsto.

—Aún así.

—No. El asunto de REAMDE fue completamente aleatorio. Mala suerte, nada más.

Después de un par de minutos, ella dijo:

—Tal vez no sea lo que crees que es.

—¿Eh?

—Estás pensando que una vez que obtengan lo que quieren...

E hizo un sutil gesto pasándose el pulgar por la garganta.

—Eso es lo que estaba pensando, sí.

—Pero eso da por hecho que este asunto es más o menos... normal. Una especie de procedimiento ordenado. No creo que lo sea.

Peter dirigió la mirada hacia Sokolov, advirtiéndola para que se callara.

El avión empezó a descender sobre más montañas nevadas.

Aterrizaron en una pista larga y bien asfaltada en medio de un bosque, con parches de hielo entre los árboles. Parecía ser un serio aeropuerto comercial que atendía vuelos regionales e intercontinentales, con algo de tráfico de carga también. Varios hangares y edificios de servicio eran visibles desde la pista, pero no podían ver bien el edificio de la terminal per se. El avión se dirigió a una rampa donde había aparcados otros aviones más pequeños, y el piloto escogió un lugar lo más alejado posible de los demás. Sokolov se levantó y recorrió el pasillo echando las pantallas de todas las ventanillas. Los pilotos, que hablaban ruso, salieron de la cabina y abrieron la puerta, dejando entrar un aire fresco pero helado. Ivanov y Sokolov salieron del avión, dejando a Zula y Peter solos.

—Así que los otros tipos de Seattle... —empezó a decir Peter.

—Solo eran palurdos locales.

—Temporeros.

—Sí.

Oyeron aparcar un vehículo junto al avión. Unos cuantos hombres bajaron, y Sokolov les habló. El vehículo se marchó. Después de eso, no oyeron la voz de Ivanov, pero las voces y el humo de los cigarrillos de los recién llegados continuaron filtrándose hasta la cabina.

—Ivanov dijo que era hombre muerto —dijo Zula—. ¿Recuerdas?

—Sí, lo recuerdo.

—Lo que digo es que esto tal vez no sea un ejemplo normal de lo que hace para ganarse la vida.

—¿Entonces qué crees que es?

—Una carrera suicida.

—Me hace sentir muchísimo mejor.

—No, en serio, Peter. Debería hacerlo.

—¿Cómo lo sabes?

—Si esperara sobrevivir a esto, necesitaría librarse de nosotros para cubrir sus huellas. Pero si espera acabar muerto, no piensa con tanta antelación.

—¿Tal vez podamos saltar antes de la explosión?

—¿Por qué no? No importamos excepto mientras podamos ayudarle a encontrar al Troll.

—Corrección. Él «cree» que podemos ayudarle a encontrar al Troll.

—Bueno, eso es tu departamento —dijo Zula.

—Sí. Y te digo que no hay esperanza ninguna a menos que podamos meternos de algún modo en esa gran ISP y mirar sus archivos. Cosa que sería difícil incluso en Seattle. ¿Un puñado de occidentales intentando eso en China? ¿Te burlas de mí? —El atisbo de una sonrisa asomó a su cara—. Por eso nunca quise trabajar en una compañía tecnológica.

—¿Qué quieres decir?

—Es una situación clásica de Dilbert donde los objetivos técnicos son emplazados por una dirección que técnicamente no tiene ni idea y que se ve impulsada por motivos inescrutables.

—Entonces tenemos que escrutarlos con más atención. Hacer lo que hacen esos tipos de las compañías high-tech.

—¿Y es qué? Porque ese es tu departamento.

—Fijar expectativas. Parecer ocupados. Cursar informes de progresos.

—¿Y cuando pierdan la paciencia?

—¿Cómo lo voy a saber? —dijo Zula—. No conozco la respuesta.

Otro avión aparcó junto a ellos y apagó los motores. Unas cuantas personas bajaron de él, y había más charlando y fumando. El avión de Zula y Peter empezó a estremecerse mientras cargaban objetos pesados en su bodega.

Todo el aparato empezó a temblar cuando alguien puso su peso en la escalerilla, y pudieron sentirlo agitarse levemente mientras subía cada escalón.

Entró en el avión. El juicio instantáneo de Zula fue que el tipo era otro de los matones de Ivanov, como los que habían aparecido en la casa de Peter en Seattle. Lo hizo basándose únicamente en la apariencia: su tamaño, constitución, y su pelo rubio extremadamente corto, su abrigo (tela verde oscuro, hasta medio muslo, con un aire vagamente militar y que parecía capaz de ocultar cualquier cosa desde un bazuca para abajo) y sus botas negras de puntera de acero. Cuando llegó a lo alto de la escalerilla dejó caer al suelo una gran mochila. Era una de esas mochilas tan de moda entre los mensajeros en bici con una ancha correa almohadillada de las que se cruzan en bandolera.

Other books

Circling the Sun by Paula McLain
The Forgery of Venus by Michael Gruber
Anchorboy by Jay Onrait
A Month at the Shore by Antoinette Stockenberg
Devil in My Bed by Bradley, Celeste
Return to Oakpine by Ron Carlson