—¿Hacer qué, exactamente? —preguntó el anthron, hundido hasta las rodillas en monedas, sin tener ni idea de hasta qué punto eso era algo entre divertido y escandaloso.
—Coger el puñetero dinero y meterlo en tu bolsa —dijo Egdod—. O solo shift-opción-clic-derecho en todo el montón.
—Shift... opción... ¿eso es acaso algún tipo de terminología informática?
—Aguanta los caballos. Voy para allá.
—Creía que estabas aquí.
—Me refiero al mundo real.
Richard arrojó a un lado el portátil y se levantó de la Cama Donde Había Dormido La Reina Ana. Su enorme armazón de madera emitió un gemido casi como si la reina Ana estuviera todavía acostada en ella. Richard se puso en pie y le dio a su presión sanguínea un momento para equilibrarse, luego caminó por la habitación. Y fue una buena caminata. Otras partes de Inglaterra podían ser estrechas, abarrotadas y recargadas, pero solo porque todo el espacio disponible había sido reclamado por esta
suite
de invitados. Estaba situada en Trinity College, y Richard supuso que había sido construida hacía ochocientos años para que los invitados nobles pudieran ir directamente a caballo a sus dormitorios y llevarse consigo a todos sus escuderos y perros de caza. D-al-cuadrado estaba de pie, de espaldas a Richard, a unos noventa metros de distancia. No había televisión ni calefacción central, pero sí un enorme pedestal rematado por una biblia de cuatro pulgadas de grosor firmada por el duque de Wellington. D-al-cuadrado había colocado un portátil encima del Buen Libro y estaba inclinado sobre él, mirando y picoteando.
Durante el corto trayecto desde el FBO de Cranfield, Richard le había ordenado al conductor de su taxi negro que se detuviera delante de la primera tienda de ordenadores. El encargado, ansioso por ser de utilidad y asegurarse de que Richard acababa con una máquina con la que estuviera contento, se mostró solícito a más no poder hasta que Richard por fin consiguió meterle en la cabeza que tenía más dinero que tiempo y que por favor acabaran de una vez. Cinco minutos después, Richard salió por la puerta y subió al taxi cargando con el nuevo portátil (había dejado la caja vacía en el mostrador de la tienda y un reguero de plásticos de envolver hasta la salida) y una caja de DVD-ROMs con el software de la Legendaria Edición de Coleccionista Deluxe Platinum T’Rain con Extras. El ordenador había terminado su interminable arranque cuando rodeaban Bedford, y él introdujo el disco de instalación más o menos alrededor de St. Neots. El asombrado taxista lo dejó en la Portería del Trinity cuando la barra que indicaba el progreso en la instalación estaba en torno al 21 por ciento y por eso Richard llevaba la máquina en ristre, zumbando y cliqueando y tratando de hacer sonar la estruendosa música de la banda sonora de Richard a través de sus pequeños altavoces, mientras el atildado personal lo saludaba secamente y lo escoltaba a sus cavernosos aposentos. Eran las diez de la mañana aproximadamente. Richard se dirigió al cuarto de baño de la
suite
, que estaba situado allá por Oxfordshire, y se duchó y se afeitó, insertó luego otro disco en el ordenador, durmió un par de horas, disfrutó de un almuerzo líquido con D-al-cuadrado, y luego lo trajo aquí para enseñarle los rudimentos de T’Rain.
—Así —dijo, extendiendo las manos por encima de los brazos del Don de un modo que casi obligó al pobre hombre a apartarse, y tomando el control del teclado. Entonces Richard hizo algo que siempre le fastidiaba cuando se lo hacía Corvallis: manejar tan rápido las teclas que era imposible que ninguna persona normal comprendiera lo que acababa de hacer. Pero D-al-cuadrado, acostumbrado a que la gente hiciera las cosas por él, ni se inmutó. Estaba mucho más interesado en lo que le había sucedido a todo ese dinero.
—¡El oro! —exclamó—. ¿Dónde ha ido? ¿Se lo llevaron esos dwinn?
La acusación era risible. Sin embargo, mucho más importante, era la expresión de su rostro, un poco picada, y su tono de voz, que solo podía ser descrito como avaricioso.
Bien.
—No —dijo Richard—, tú te lo llevaste y lo metiste en tu faltriquera.
—¿Pero cómo puedo llevar tanto oro en una bolsita?
—Ese es el sentido de la faltriquera. Es mágica. Te permite llegar una cantidad ridícula de PV y por tanto aumenta nuestros márgenes de beneficios de un modo que no podrías creer.
Don asintió. Incluso él sabía que PV significaba Propiedad Virtual.
—Pero ese no es el tema —continuó Richard—. El tema es el siguiente.
Y se dio media vuelta y regresó a la cama. Tardó tanto que una pequeña banda de infantería ligera de var’, casi ofensivamente lumínicos, tuvieron tiempo de salir de entre los árboles para investigar el extraño fenómeno de un anthron solitario, recién creado y por tanto esencialmente de poderes cero, desarmado y sin equipo (descalzo, incluso) que estaba allí de pie como un idiota en la que era posiblemente la región más peligrosa de todo T’Rain. Era tan increíble que se acercaban a él con una especie de temor supersticioso.
Y bien podían, porque Richard, después de usar algunos de sus poderes para verificar sus sospechas de que llevaban un montón de dinero, disolvió a toda la banda en nubes de color rosa.
—¡Richard, me sorprendes, creí que no recurrirías a esos métodos!
—Estoy intentando demostrarte algo. Los hice volar tan rápido que no tuvieron tiempo de Secuestrar ninguna de sus pertenencias.
—¿Y eso qué demonios significa?
—Significa que tenemos que robar toda la PV que llevaban encima. Ir y recoger todo el oro que está tirado en el suelo. Y ya que estás en ello, ¿por qué no te agencias unos puñeteros zapatos?
—¿Estás sugiriendo que saquee cadáveres?
—Lo sé. ¿Qué diría la reina Ana?
—¡No tengo ni idea!
—Puedes quitar tu portátil de encima de esa Biblia primero, si te hace sentirte mejor.
—No hace falta. Supongo que este tipo de cosas suceden continuamente, en T’Rain.
Richard resistió la tentación de decir: «La gente vive de ello.»
Una vez que D-al-cuadrado resolvió el problema de la interfaz de usuario para recoger cosas y meterlas en su faltriquera, y después de que el anthron saqueara todo el oro, más algunas Botas de Dominio Elemental y una Diadema de Observación que le gustó, Egdod lo agarró (es decir, al anthron) de nuevo por el pescuezo y voló con él, a una velocidad que Don describió como «levemente mareante» hasta la otra punta del planeta para visitar a un cambista que, al estar situado casi en las antípodas de donde se desarrollaba la acción, ofrecía servicio rápido y buenos precios.
Era posible interactuar con un cambista verbalmente, y por tanto permanecer «dentro del mundo», que era el equivalente a que un actor permaneciera «dentro del personaje», pero el impaciente Richard dirigió a Don a una ventanilla de interfaz de usuario repleta de botones de estilo medieval y menús de ventanas emergentes.
—Quieres hacer un
potlatch
[08]
a Argelion. Es la tercera casilla a la derecha.
—¿El dios de la codicia y el lucro?
—Sabes perfectamente bien lo que es Argelion.
—¡Tendría que haberlo pensando! ¡Pero no recuerdo nada de un
potlatch
! ¡Además, ese concepto es una tradición india de la costa oeste del Pacífico! No tiene sentido en...
—Es una de esas cosas que añadimos al mundo hace tanto tiempo que olvidamos que no fue idea tuya —dijo Richard—. Podemos discutirlo durante la cena, si quieres. La mitad de esos tipos de la Mesa Alta probablemente juegan a T’Rain en secreto; les gustará oír tus ideas de por qué los
potlatch
son malos. Pero por ahora, si quieres picar en la maldita casilla...
—Muy bien, ya lo he hecho. ¡Y ahora cosas nuevas! —Don dijo esto con el tono de asombro que adoptaba siempre que se enfrentaba a una dinámica inesperada en una interfaz de usuario—. Cuarto, mitad, tres cuartos, todo. O introducir una cantidad.
—Te está dando opciones sobre cuánto oro va a ir al
potlatch
—explicó Richard—. Cliquea «Todo».
Esta sugerencia solo provocó las mismas miserables tendencias que habían hecho que el anthron, hasta hacía poco, se hubiera ahorrado los gastos del calzado.
—¡No! ¿Todo ese oro? ¿Va a desaparecer?
—Del mundo del juego —dijo Richard—. Por favor, hazlo. Si no te satisface el resultado, te daré más.
Don, escandalizado y atribulado, cliqueó «Todo» y luego pulsó el botón «Potlatch». Suspiró.
—Como viene se va.
Richard no contestó durante unos instantes, ya que estaba ocupado desconectando.
—Muy bien —dijo, cerrando su portátil y reemprendiendo el viaje hacia el pedestal de la Biblia. La próxima vez que se alojara aquí, traería patines—. Voy a necesitar de nuevo tu tarjeta de crédito.
—¿Para qué? —exclamó Don, como si esto fuera exactamente lo que lo tenía preocupado.
—La misma que usaste para abrir la cuenta. Por favor.
Para cuando Richard llegó a su alcance, D-al-cuadrado había sacado la tarjeta de lo que parecía ser la cartera de la reina Ana y se la entregó. Richard le dio la vuelta a la tarjeta, la colocó en el teléfono, pulsó el Altavoz, y marcó el número de servicio al cliente impreso en el dorso.
Una encantadora voz británica lo introdujo a un menú de opciones automáticas. Richard navegó hasta «Comprobar transacciones recientes» y luego introdujo el número de la tarjeta de crédito de D-al-cuadrado.
La transacción más reciente, según el robot sin cuerpo al otro lado de la línea, era un ingreso por la cantidad de 842, 69 libras esterlinas hacía unos cinco minutos.
—Creo que me debes una copa —le dijo Richard al boquiabierto y sorprendido rostro de Don—, porque ahora eres ochocientas y pico libras más rico. Gracias a esa pequeña incursión.
—¿Eso era el
potlatch
?
—Sí. El dinero desaparece de T’Rain, como ofrenda a Argelion. Nunca vuelve. Pero es solo una tapadera que hemos establecido para permitir a los jugadores extraer dinero en efectivo.
—¡Ya veo!
—Creo que sí que ves, Donald.
—Yo sabía, naturalmente, que esas transacciones eran posibles en principio...
—Pero no hay nada como tener dinero en el banco, ¿verdad?
—Creo que sí que te debo una copa, Richard.
—Y yo la acepto alegremente. Pero lo que de verdad me gustaría hacer, mientras nos bebemos esa pinta, es hablar contigo sobre lo que podría suceder en las dos próximas semanas a los otros tres millones de dólares en piezas de oro que están tiradas allí por el suelo. Libres para quien las coja.
Zula comió una ración de combate, metió la bandeja vacía en la maraña de camuflaje que habían erigido en torno al camión, se metió en el saco de dormir, y se quedó dormida más rápido de lo que creía posible. Soñó con China: una versión inconexa y rehecha de Xiamen que incorporaba partes de Seattle y el Schloss y las cavernas-búnkers de Eritrea. Tenía todo el sentido en la lógica del sueño.
Despertó una vez ante un sonido profundamente perturbador que identificó, tras unos instantes, como lobos aullando, o tal vez fueran coyotes. Entonces permaneció despierta durante largo rato. Comió otra ración, suponiendo que un estómago lleno le haría bien. Esto no la ayudó especialmente. Pagó ahora la facilidad con la que se había dormido antes. Después de un rato, abandonó toda esperanza de volver a dormir y solo trató de ponerse cómoda. Pero por lo que acabó soñando más tarde, se desprendía que debía de haberse quedado sobada a su pesar.
El primer par de noches tras el enfrentamiento con Khalid no había soñado nada, al menos que pudiera recordar. Pero ayer, durante el interminable viaje en camión, no pudo evitar recordar el momento en que aquellos fragmentos afilados se le clavaron en la cara, por la fuerza de sus manos, y la sangre, o lo que fuera, que le había manchado los dedos después. Esta noche Khalid volvió a ella en sus sueños, y Zula dedicó algunos esfuerzos a combatirlo. No a combatir con él físicamente, sino a intentar de manera semiconsciente levantar algún tipo de defensa psíquica para no volver a ver su imagen de nuevo, sintiendo que si aparecía en sus pensamientos durante el día y en sus sueños durante la noche, nunca se iría, seguiría soñando con él y reviviendo los momentos en la parte trasera de aquel avión en el improbable caso de que viviera hasta los noventa años.
Oyó una especie de resoplido o de tos y pensó que tal vez había empezado a llorar en sueños y escuchaba sus propios sollozos de esa forma deslavazada que sucedía a veces en la frontera entre el sueño y la vigilia. Algo le sujetaba el tobillo. La cadena, claro. Tiró de ella con urgencia. En realidad era ella tirando contra la cadena mientras se agitaba en sus sueños. Pero en el sueño era un hombre que tiraba de su muñeca. Era curioso que, en un sueño, una muñeca pudiera sustituir a un tobillo. Pero estaba viendo el rostro de un anciano que estuvo con ellos en las cuevas de Eritrea y que había caminado con ellos en el largo viaje descalzos hasta Sudán. Las cuevas eran, entre otras cosas, un hospital de campaña para las bajas de la guerra contra Etiopía. Aparecían soldados jóvenes con quemaduras, heridas de bala, de metralla. Los médicos trataban de curarlos. Algunos morían. Algunos no se podían curar: sufrían amputaciones, y se quedaban por allí hasta que encontraban un sitio al que ir. Pero estaba ese hombre mayor (en retrospectiva, no debía de tener más de cincuenta años), con la cara chupada y demacrada y la barba gris, ojos ávidos y urgentes de color marrón verdoso, que apareció, aparentemente sano, y no se marchó jamás. Llegaron a comprender, con el tiempo, que era una herida psicológica. Cualquier adulto podía ver en unos instantes que no andaba bien de la cabeza. Los niños no tenían ese instinto. El hombre tenía muchas cosas que quería decir, y pareció aprender, con el tiempo, que los adultos se apartaban de él, fingiendo no oírlo, incluso lo espantaban. Pero los niños que no estaban acompañados por los adultos (como sucedía con bastante frecuencia) podían ofrecerle unos momentos de compañía, el bálsamo social que todos los humanos, incluso los viejos veteranos locos, necesitaban. Su forma de hacer que le prestaras atención era agarrarte por las muñecas y tirar de ti hasta que te veías en la obligación de mirarlo a los ojos enloquecidos.
Después de eso, no tenía mucho que decir, ya que parecía haber sufrido una herida en la cabeza y no podía formar realmente palabras. Pero podía señalar las cosas y mirarte a los ojos y tratar de hacerte comprender. Y en lo que la joven Zula podía seguir su cadena de pensamientos, él parecía intentar advertirla, y a cualquiera de los otros niños cuya muñeca pudiera agarrar, de algo. Algo realmente grande y malo y aterrador que estaba ahí fuera en el mundo más allá de este valle donde habían encontrado refugio en las cuevas. En ese sueño concreto intentaba advertirla de algo sobre Khalid y ella trataba de explicarle que estaba bastante segura de que Khalid estaba muerto, pero él no la creía, no le soltaba la muñeca, solo seguía tirando. Los resoplidos y las toses... ¿ella llorando? Pero no estaba llorando: los sonidos procedían de otra parte.