Lo primero que quiso mirar fue la cabina del piloto, y por eso todo lo que pudieron ver durante unos instantes fue su nuca, sostenida por un cuello inusitadamente grueso.
Después de examinar a gusto el panel de control del avión, que llevó un rato, se dio media vuelta para inspeccionar la puerta del lavabo. La empujó con curiosidad, haciendo que se abriera en acordeón, y luego le dirigió una curiosa mirada de arriba abajo. Estaba de pie en postura más o menos encogida, como si temiera golpearse la cabeza con algo, y ahora echó la cabeza hacia atrás, abriendo la boca para revelar un puñado de dientes manchados y con mellas pero estructuralmente sólidos como la roca, y palpó por encima con una mano, comprobando la altura del techo, verificando que si se erguía la coronilla de su cabeza en forma de bala chocaría contra él. Entonces reparó en Zula y Peter y se volvió hacia ellos. Sus ojos eran azul claro y grandes, fijos en un cráneo ancho y huesudo. Pero su tez era rojiza y un poco quemada por el sol. Se sorprendió, interesado, pero nada preocupado, al ver a Zula y Peter mirándolo.
—Hola —intentó decir, y Zula comprendió que el inglés no era su lengua materna: pero intentaba averiguar si podían comunicarse con él de esa forma.
—Hola —respondieron.
—Soy Csongor.
—¿Csongor el hacker? —preguntó Peter.
—Sí —respondió Csongor, divertido, o al menos complacido, de que Peter hubiera podido identificarlo de esa forma. Entró en la cabina de pasajeros. Su equipaje y él eran demasiado grandes para poder moverse bien por el pasillo, así que sostuvo la mochila ante él mientras avanzaba.
—Yo soy Peter. Al parecer ha oído hablar de mí —dijo Peter con tono agrio, rayano en lo abiertamente hostil.
Csongor, como tomándose el asunto muy en serio, avanzó y extendió la mano. Peter, incrédulo, la estrechó. Csongor se volvió entonces hacia Zula y esperó su entrada.
—Ella es Zula —anunció Peter, en un tono de voz que sugería que Csongor en realidad debería caerse muerto al suelo.
Zula extendió la mano. Csongor se inclinó hacia delante y la besó, no de forma exagerada, sino como si besar las manos fuera para él un procedimiento rutinario. Dejó la mochila en uno de los asientos tapizados de cuero, con cuidado, lo que sugirió que contenía algo valioso y delicado, como un portátil. Luego se sentó a su lado, frente a Peter y Zula.
Peter se agitó en su asiento de una manera que indicaba la incomodidad con la nueva disposición de sus sitios. Acabó mirando de frente a Csongor. Zula casi pudo oler la tensión. No le gustaba mirar a la cara a la gente, era introvertido, no era su costumbre.
Se produjo una pausa larga y embarazosa.
—¿Quién quiere empezar? —preguntó Zula.
Csongor miró a Peter, quien al parecer no quería empezar. Así que con un pequeño gesto de «con su permiso», empezó a hablar en un inglés esencialmente perfecto pero cargado de acento.
—Ayer... eso que pasó con el e-mail de Wallace. Un par de horas más tarde, me pidieron que fuera a Moscú para una reunión. Fui. No hubo ninguna reunión. En cambio, me
recomendaron
subir a ese avión —hizo un gesto en dirección al avión aparcado junto a ellos—. Seguí la recomendación. Estaba lleno de cierta clase de personas. Ahora estoy aquí. No sé nada.
Ni Peter ni Zula respondieron.
A Csongor esto le pareció divertido e irritante al mismo tiempo.
—Ha dicho quién quiere empezar —le recordó a Zula—, no terminar.
Nada todavía.
—¿Tienen ustedes una historia similar, supongo? —intentó Csongor.
—No tan similar —respondió Zula—. Empezó con Wallace asesinado en el apartamento de Peter.
Los ojos azules de Csongor se volvieron para apreciar a Peter.
—¿Asesinó usted a Wallace?
A Zula le sorprendió oírse reír. Pero parecía que los circuitos neurológicos responsables de la risa no tomaban en cuenta lo que el cerebro superior pudiera considerar inadecuado.
—No, no —dijo—. Unos rusos lo asesinaron. Luego nos trajeron aquí.
—Vaya, eso no es muy bueno —dijo Csongor.
—Lo sé. Sea lo que sea lo que hiciera Wallace, no se merecía...
—No, quiero decir que no es bueno para nosotros.
Peter bufó.
—No teníamos ninguna ilusión de que esto fuera otra cosa sino increíblemente malo para nosotros.
—Sí, pero quizá no era mi caso —dijo Csongor. Y ahora que decía esto Zula vio que estaba sinceramente sorprendido.
Y bien podía estarlo. Acababa de darse cuenta de que era cómplice de un asesinato.
—Es una lástima —dijo Peter—, porque esperaba que pudiera decirnos qué coño está pasando. ¿Quién es esta gente? No sabemos nada.
El rostro de Csongor se reconfiguró de forma que sugería que sus engranajes mentales estaban funcionando ahora, que pensaba en lugar de reaccionar sin más.
—¿Nada? ¿De verdad?
Peter tomó aliento como para responder, pero se contuvo.
—¿No sabe nada de jugar a cierto tipo de juegos con los números de las tarjetas de crédito de otra gente? —preguntó Csongor—. ¿O esa es la especialidad de Zula?
Peter suspiró.
—Zula no tiene nada que ver. Yo le vendí a Wallace una base de datos de números de tarjetas de crédito.
—Bien, entonces ahora tenemos una base para conversar —dijo Csongor—. Esa clase de tipos... ¿cuánto sabe de ellos?
—Quiere decir, los rusos que... —Peter fue incapaz de seguir adelante.
—Son mafiosos o criminales organizados o lo que quiera llamarlos —dijo Csongor, haciendo un gesto con las palmas de las manos hacia arriba para decir que no importaba—. No son como los ve en la tele y las películas...
—¿De veras? Porque aparecer en un jet privado, matar a Wallace en mi apartamento, todo parece cumplir con el guion.
—Ah, pero esto es enormemente inusitado —dijo Csongor—. Sinceramente, estoy sorprendido.
—Es un consuelo.
—Casi todo lo que hacen es muy aburrido. Intentan ganarse la vida en el contexto de este sistema increíblemente jodido. Es su único motivo. No la excitación, ni la violencia. Consiguieron la mayor parte de sus ingresos en Rusia no con cosas como drogas y tráfico de armas, sino cobrando por el algodón de Uzbekistán. Y cuando se trasladaron a Estados Unidos y Canadá, fue el fraude de los seguros médicos, evitar los impuestos de la gasolina, y las tarjetas de crédito. Montones de tarjetas de crédito.
—¿Cuál es su implicación en todo esto? —preguntó Zula—. Si no le importa que lo pregunte.
—No, no me importa que lo pregunte —dijo Csongor—. Pero sí me importa responder, ya que es algo embarazoso. No es algo de lo que estar orgulloso.
—De acuerdo, no responda entonces.
Csongor se lo pensó. Zula había calculado al principio que tendría treinta y pocos años, pero ahora que lo observaba mejor (la elasticidad de su cara, la franqueza de sus sentimientos) comprendió que era más bien un grandullón de veinticinco.
—Responderé un poco ahora, tal vez más luego. ¿Cuánto saben de la historia de Hungría?
—Cero patatero.
—Ni zorra.
Al parecer Csongor desconocía estas expresiones, así que Zula se encogió de hombros exageradamente. Él asintió y pareció un poco desazonado, como si no supiera por dónde empezar.
—Pero al menos sabrán que era un país del Pacto de Varsovia. Hasta 1999 o por ahí. Controlado por los rusos de una forma muy severa.
Peter y Zula habían comenzado a asentir como si supieran todas estas cosas, lo que lo animó.
—Hoy está bien. Es totalmente moderno, con un alto nivel de vida. Pero en los noventa, cuando yo era adolescente, la economía era terrible: el sistema comunista había sido dinamitado, como una vieja estatua de Stalin, pero se tardó unos años en crear un sistema nuevo. Mucho paro durante esos años, inflación, pobreza, y todo eso. Mi padre era maestro de escuela. Tenía cualificaciones para ser mucho más. Pero eso es otra historia. De todas formas, en nuestra familia, teníamos muy poco dinero, y la única manera que sabíamos de ganarnos la vida era usando el cerebro. Resulta que yo no era el listo. El listo es mi hermano mayor.
—¿A qué se dedica? —preguntó Zula.
—Bartos se está sacando el doctorado en topología en la UCLA.
—Oh —Zula miró a Peter y le dijo—: Es una especie de matemáticas.
—Gracias —replicó Peter.
—Pero me di cuenta de que no era como Bartos —continuó Csongor—, así que busqué otras formas de ganarme la vida con mi cerebro. Los profesores de mi academia solo querían que jugara al hockey para el equipo del colegio. Ignoré mis clases y aprendí yo solo a programar ordenadores. Entonces de pronto empecé a ganar dinero con esto. Cuando la economía mejoró, hicieron falta programadores por todas partes. Sobre todo para hacer localización.
—¿Qué es localización? —preguntó Zula. Peter suspiró, haciéndole saber que era una pregunta estúpida.
—Traducir software extranjero al húngaro, hacer que las cosas funcionen correctamente en el entorno especial de Hungría —explicó Csongor, y a Zula le pareció que también aquí podía ver, por la forma tranquila en que explicaba las cosas, que el padre de Csongor había sido maestro—. Como ejemplo, a causa de la inflación, la moneda húngara se devaluó.
Para ilustrarlo, sacó su cartera y extrajo un puñado de billetes del banco Magiar Nemzeti, ilustrado con hombres de los que Zula nunca había oído hablar con sombreros absurdos y bigotes floridos. Las cifras eran enormes: la más pequeña era de 1.000, y algunos tenían cinco dígitos.
—Si había una aplicación trivial que se usara en venta al por menor, como para una caja registradora, el software extranjero no sería adecuado porque necesita un formato consistente en un punto decimal seguido de varios céntimos. Pero nosotros no tenemos puntos decimales ni céntimos, solo un número entero. Así que es necesario hacer una reescritura menor del software. Es lo que hice para los comerciantes.
—¿Y eso llevó a los lectores de tarjetas de crédito? —dijo Peter, que por fin mostraba algo de paciencia.
—Exactamente. En la época del Pacto de Varsovia, los comerciantes no tenían lectores de tarjetas de crédito, pero cuando la economía cobró vida a finales de los noventa, de pronto todo el mundo los necesitó, y por eso cuando la gente se enteró de que yo podía programar esas máquinas, tuve un montón de trabajo. Mi padre había muerto de cáncer de pulmón y mi madre no ganaba mucho dinero, así que yo gané dinero para mandar a Bartos a la universidad y todo eso. Todo bien. Pero hay una pequeña pega. Verán, el último soldado soviético salió de Hungría en 1991. Pero había otros rusos que vinieron durante la Guerra Fría que tardaron un poco más en marcharse.
—Estos tipos —dijo Zula, ladeando la cabeza en dirección al avión vecino.
—La mafia, sí —contestó Csongor—. Así que el Paso 1 de la nueva economía fue que todo salió muy mal. El Paso 2 fue que las cosas mejoraron y todo el mundo tuvo tarjetas de crédito. Y el Paso 3...
—El Paso 3 fue el fraude con las tarjetas de crédito —dijo Peter.
—Sí, y se intentó de varias formas distintas. Algunas mejores que otras. La mejor de todas es esta: un camarero tiene un pequeño lector de tarjetas en el bolsillo. El cliente quiere pagar su factura. Le entrega al camarero su tarjeta. El camarero se la lleva a un sitio donde no lo ven y la pasa una vez para cobrar la factura. Hasta ahí, totalmente legítimo.
Peter asentía, confiado en conocer el tema, así que Csongor terminó la historia para beneficio de Zula.
—Sin embargo, luego el camarero pasa la tarjeta por el lector ilegítimo que tiene en el bolsillo y hace una copia de los datos de la tarjeta de crédito. El lector almacena los datos de muchas de esas tarjetas. Los datos son recopilados y luego vendidos en el mercado negro.
—Y se vio usted envuelto en ese chanchullo —dijo Peter.
Csongor vaciló, no completamente feliz con el término.
—Acepté un trabajo para programar el firmware de un aparato. Quizá pequé de ingenuo. Tardé en darme cuenta del uso del aparato.
Peter dejó escapar un leve bufido. Csongor lo pilló al instante, pensó al respecto, finalmente se encogió de hombros y miró a Zula a los ojos. Como si de algún modo ella fuera la jueza de estos asuntos.
—Así que solo soy el último en una fila muy larga de húngaros extremadamente estúpidos impulsados a aventuras por parte de alemanes, rusos, lo que sea. Pero me introdujo en esta cultura —dirigió la mirada a Peter, y Zula comprendió que ahora estaba hablando de la cultura internacional de los hackers—, donde me sentí respetado. Molón. Drogas poderosas para un adolescente.
Peter no miró a Csongor a los ojos, y por eso este continuó como si se le hubiera concedido el tanto.
—Más tarde el mismo cliente vino a mí con un nuevo problema: había demasiados datos. Miles de estas máquinas habían sido producidas en masa y se habían distribuido a los camareros, no solo en Hungría, sino por toda Europa, y el problema de almacenamiento de datos se estaba convirtiendo en un problema, y había alarmas de seguridad, y todo eso. ¿Podía ayudarlos con eso? Y por cierto, si la respuesta era no, tal vez me denunciarían a la policía o me causarían algunos problemas. Así que me convertí en programador de sistemas. Construí los sistemas que esta gente necesitaba. Y después de eso, necesitaron a alguien que mantuviera el sistema en funcionamiento de un modo seguro y de fiar. Así, a lo largo de los años, me convertí en una especie de administrador de sistemas freelance. Dirigí servidores, establecí sistemas de correo electrónico, páginas webs, wikis...
—Sé lo que es un administrador de sistemas —dijo Peter.
—Mi clientela son pequeñas compañías y propietarios individuales que no son lo bastante grandes para contratar a alguien solo para este propósito. Pero mi especialidad, mi nicho, son las situaciones donde la privacidad y la seguridad son muy importantes.
—Trabaja parta gangsters.
—Igual que usted, Peter.
—Esta parte me resulta aburrida —dijo Zula.
Csongor se volvió a mirarla, su rostro, una mezcla de curiosidad y pesar.
—¿La administración de sistemas?
Zula negó con la cabeza e hizo un gesto de dos puños entrechocando, mirando de Peter a Csongor. Ellos parecieron comprenderla.
—Apuesto a que Wallace contactó con usted y dijo «Necesito correo electrónico seguro, sin preguntas» —continuó Zula.
—Exactamente —dijo Csongor—. Sabía que trabajaba para Ivanov. ¿Pero un contable escocés en Vancouver? ¿Qué podía salir mal? —Se echó a reír y se dio una palmada en el muslo, esperando que los demás se unieran a él en una pequeña ronda de risa irónica, pero Peter no mostró humor ninguno.