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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (2 page)

BOOK: Reamde
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¿Pero por qué se molestaba siquiera?

Distraído con sus pensamientos, llegó junto a un grupito de veinteañeros que disparaban con sus pistolas.

De un modo que no fue capaz de situar, estos jóvenes tenían un aire distinto a los que se congregaban en torno a Len. Eran de ciudad. Probablemente de alguna ciudad costera. Probablemente de la Costa Oeste. De algún lugar entre Santa Cruz y Vancouver. Un hombre de pelo largo y tatuajes asomando de las mangas de cinco capas de vellón y el impermeable que se había puesto para defenderse de Iowa, empuñaba una Glock 17, disparando con cuidado e interés balas de nueve milímetros contra una jarra de plástico de leche situada a doce metros de distancia. Tras él se hallaba una mujer, de piel y cabellos más oscuros que ninguno de los presentes, con grandes gafas de montura pesada que Richard consideró propias de la Generación X, aunque «Generación X» debía de ser ya un término anticuado. Sonreía, pasándoselo bien. Estaba enamorada del joven que disparaba.

Su franqueza emocional, más que su pelo o su ropa, indicaba que no era de por aquí. Richard había salido de este lugar con ese estilo reservado, incluso amargado, que parecía tatuado en todos sus hombres. Eso había vuelto locas a media docena de novias hasta que por fin hizo algún progreso y pudo quitárselo de encima. Pero, cuando era útil, podía dejarlo caer como un rastrillo.

La joven se volvió hacia él y alzó los guantes rosa al aire en un gesto que, para un hombre, significaba «¡Gol!», y para una mujer: «¡Venga un abrazo!» Sonreía diciéndole algo, pero sus palabras quedaron convertidas en fragmentos ya que los auriculares neutralizaron una serie de disparos de nueve milímetros.

Richard vaciló.

Un anticipo de sorpresa se dibujó en el rostro de la muchacha cuando comprendió que no iba a recordarla. Pero en ese momento, y por esa expresión, Richard la reconoció. Un placer auténtico asomó a su cara.

—¡Sue! —exclamó, y entonces, pues a veces venía bien ser el genealogista de la familia, se corrigió—: ¡Zula!

Dio un paso adelante y la abrazó con cuidado. Bajo las capas de ropa, ella era de huesos finos, como siempre. Pero fuerte. Ella se alzó de puntillas para rozar su mejilla contra la suya, y luego se soltó y volvió a plantarse sobre los talones de sus enormes botas aislantes.

Richard lo sabía todo, y nada, sobre ella. Debía de tener ya veintitantos años. Un par de años después de la universidad. ¿Cuándo la había visto por última vez?

Probablemente no desde que era estudiante. Lo que significaba que, durante el puñado de años que Richard había olvidado pensar en ella, había vivido su vida entera.

En aquellos días, su aspecto y su identidad no se extendían mucho más allá de su historia pasada: huérfana eritrea, rescatada de un campo de refugiados en Sudán por una misión eclesiástica, adoptada por la hermana de Richard, Patricia, y su marido, Bob, de nuevo huérfana cuando Bob huyó de la justicia y Patricia se murió de pronto. Adoptada de nuevo por John y su esposa, Alice, para que pudiera terminar el instituto.

Richard trató de recuperar sus oscuros recuerdos de las últimas cartas por Navidad de John y Alice, intentando unir las piezas. Zula había ido a la universidad no muy lejos (¿Iowa State?) y había hecho algo práctico, ingeniería. Encontró trabajo y se mudó a alguna parte.

—¡Tienes un aspecto magnífico! —dijo él, ya que era hora de decir algo, y esto parecía inofensivo.

—Tú también —respondió ella.

A él le pareció un poco desconcertante, ya que era una mentira manifiesta. Casi cuarenta años antes, Richard y algunos de sus amigos recorrían una carretera local siguiendo una ridícula aventura adolescente y se encontraron atascados detrás de un granjero que conducía muy despacio. Uno de ellos, probablemente con la ayuda de drogas, había advertido la similitud (que, una vez señalada, era innegable) entre el ancho rostro rojizo y escalonado de Richard y la trasera de la camioneta roja que tenían delante. De ahí el apodo de Dodge. No dejaba de preguntarse cuándo iba a desarrollar el aspecto aguileño y de pelo canoso de los hombres de los anuncios de medicinas para la próstata en sus infinitos catálogos de viajes en hidroavión y sus paraísos de pesca con mosca. En cambio, se estaba convirtiendo en una versión cada vez más extensa y moteada de lo que era a los treinta y cinco años. Zula, por su parte, tenía verdaderamente un aspecto magnífico. Negra/árabe con una inconfundible chispa italiana. Una nariz espectacular que en otras familias y circunstancias había acabado bajo el bisturí. Pero ella había decidido que era hermosa con aquellas grandes gafas encaramadas. Nadie la confundiría con una modelo, pero había encontrado un
look
. Richard solo pudo imaginar qué feromonas de estilo lanzaba Zula a sus iguales, pero para él era una especie de bibliotecaria del hiperespacio, un no se qué de chica friki que le parecía inteligente y encantador sin atraerlo de un modo que habría sido repulsivo.

—Te presento a Peter —anunció ella, puesto que su novio había vaciado ya el cargador de la Glock. Richard valoró que comprobara la recámara del arma, sacara el cargador, y comprobara de nuevo la recámara antes de pasarse la pistola a la mano izquierda y extender la derecha para estrechar la suya—. Peter, este es mi tío Richard.

Mientras Peter y Richard se estrechaban la mano, Zula le dijo a Peter:

—¡Lo cierto es que vive bastante cerca de nosotros!

—¿En Seattle? —preguntó Peter.

—Tengo una casita allí —dijo Richard, y le pareció algo estúpido y estirado por su parte. Se agobió. Su sobrina estaba viviendo en Seattle y él no lo sabía. ¿Qué dirían de eso en la reunión? A modo de excusa, comentó—: Pero últimamente he pasado mucho tiempo en Elphinstone.

Y añadió, por si aquello no significaba nada para Peter:

—Columbia Británica.

Pero una expresión alerta e interesada se formaba ya en el rostro de Peter.

—¡He oído decir que practicar allí el snowboard es magnífico!

—Pues no lo sé —dijo Richard—. Pero todo lo demás es muy bonito.

Zula también estaba agobiada.

—¡Siento no haberme puesto en contacto contigo, tío Richard! Lo tenía pendiente en mi lista.

Para la mayoría de la gente esto habría sido simplemente un tópico amable, pero Richard sabía que Zula tendría una lista de verdad y que «llamar a tío Richard» estaría escrito en alguna parte.

—Es culpa mía —dijo él—. Tendría que haber comunicado dónde estaba.

Mientras volvían a cargar el arma, se pusieron al día. Zula se había graduado en Iowa State con una doble licenciatura en geología e informática y se había mudado a Seattle hacía meses para trabajar en una empresa de energía geotérmica que iba a construir una planta piloto cerca del monte Rainier: la estupenda escopeta volcánica que apuntaba a la cabeza de Seattle. Iba a hacer simulaciones del flujo de calor subterráneo usando códigos informáticos. A Richard le fascinó oír la jerga que salía por su boca, ver el cerebro de Zula desencadenado en algo que merecía la pena sus poderes. En el instituto había sido callada, un poco demasiado ensimismada, un poco demasiado fácil de contentar al estilo de las chicas de granja de los pueblos pequeños. Una chica cien por cien americana llamada Sue cuyos documentos oficiales la identificaban casualmente como Zula. Pero ahora había entrado en contacto con su esencia.

—¿Y qué pasó entonces? —preguntó Richard, pues ella había dicho que «iba a hacer» esto y lo otro.

—Cuando llegué allí, todo era un caos —respondió Zula. La expresión de su rostro mostraba fascinación. Ir de Eritrea a Iowa decididamente daba a una persona joven algunas perspectivas interesantes sobre el caos—. Pasaba algo curioso con los inversores. Uno de esos fondos de cobertura piramidales estilo Ponzi. Se declararon en bancarrota hace un mes.

—Estás en paro —dijo Richard.

—Es una forma de verlo, tío Richard —dijo ella, y sonrió.

Ahora Richard tenía un nuevo punto en su lista, que al contrario de la de Zula, era una amalgama de preocupaciones acuciantes, vagas intenciones, y deudas kármicas vagamente percibidas que llevaba en la cabeza. «Conseguirle a Zula un trabajo en la Corporación 9592.» E incluso tenía una forma plausible de lograrlo. Eso no era lo difícil. Lo difícil era conseguirle ese favor a ella sin dar ayuda y consuelo a cualquiera de los otros desempleados de la reunión.

—¿Qué sabes del magma? —preguntó.

Ella se dio media vuelta y lo miró de reojo.

—Más que tú, supongo.

—Sabes hacer simulaciones del flujo de calor. ¿Pero qué hay de las simulaciones del flujo de magma?

—La capacidad está ahí.

—¿Tensores?

Richard no tenía ni idea de lo que era un tensor, pero había advertido que cuando los genios matemáticos empezaban a mencionar la palabra, significaba que se encaminaban en la dirección general donde generalmente se hacía algo.

—Supongo —dijo ella, nerviosa, y él supo que su pregunta había sido ridícula.

—Es importante, de verdad, que lo hagamos bien.

—¿Qué, para tu compañía de juegos?

—Sí, para mi compañía de juegos Fortune 500.

Ella se quedó inmóvil en aquella pose alerta, tratando de decidir si le estaba tomando el pelo.

—La estabilidad de los mercados monetarios mundiales está en juego —insistió él.

Zula no iba a picar.

—Hablaremos más tarde. ¿Conoces a alguien con trastornos del espectro autista?

—Sí —farfulló ella, mirándolo directamente ahora.

—¿Podrías trabajar con alguien así?

Ella dirigió la mirada hacia su novio.

Peter estaba enfrascado recargando su arma. Intentaba meter las balas al revés en el cargador. Algo que llevaba molestando a Richard un par de minutos ya. Trató de pensar en una forma no humillante de mencionarlo cuando Peter se dio cuenta y le dio la vuelta a la bala.

Richard había asumido, basándose en cómo manejaba Peter el arma, que había hecho esto antes. Ahora volvió a considerarlo. Tal vez fuera la primera vez que Peter tocaba una semiautomática. Pero era rápido aprendiendo. Autodidacta. Todo lo que fuera técnico, lo que fuera lógico, lo que funcionara según las reglas, podía deducirlo. Y lo sabía. No se molestaba en pedir ayuda. Era mucho más rápido deducirlo por su cuenta que sufrir los esfuerzos bienintencionados de alguien por educarlo... y por forjar una conexión emocional con él mientras lo hacía. Había algo, en alguna parte, que podía hacer mejor que la mayoría de la gente. Algo de naturaleza técnica.

—¿Qué has estado haciendo, tío Richard? —preguntó alegremente Zula. Podía haber recuperado su «zulidad», pero mantenía a mano su «suezidad» para usarla en momentos como estos.

«¿Esperando al cáncer?» habría sido una respuesta demasiado sincera. «Combatiendo amargamente contra la depresión clínica» habría dado la impresión de que se sentía deprimido hoy, cosa que no era cierta.

—Preocupándome por mis pinceles —dijo Richard.

Peter y Zula parecieron extrañamente satisfechos con esta no-respuesta, como si encajara a la perfección con sus expectativas de lo que hacían los cincuentones. O tal vez Zula ya le había contado a Peter todo lo que sabía, o sospechaba, sobre Richard y sabían que era mejor no insistir.

—¿Viniste en avión desde Seattle? —preguntó Peter, saltando rápidamente al tópico de último recurso de los viajes aéreos.

Richard negó con la cabeza.

—Vine en coche hasta Spokane. Se tardan tres o cuatro horas, depende de la nieve y la espera en la frontera. Un salto a Minneapolis. Luego alquilé un gran coche americano y lo conduje hasta aquí —señaló con la cabeza en dirección a la carretera, donde un Mercury Grand Marquis marrón ocultaba dos casas del Zodiaco.

—Este debe de ser lugar adecuado para él —observó Peter. Volvió la cabeza para contemplar la granja, y luego miró inocentemente a Richard.

La reacción de Richard ante esto fue más complicada de lo que Peter podría haber imaginado. Le satisfizo que Peter y Zula lo hubieran identificado como uno de los chicos guai y lo invitaran ahora a compartir su ironía. Por otro lado, había crecido en esta granja, y una parte de él no hacía mucho caso a su actitud. Sospechaba que ya estaban dando cuenta de esto en Facebook y Twitter, que la gente guai de las cafeterías de San Francisco estaban haciendo comentarios admirados de las fotos de Peter con la Glock.

Pero entonces oyó la voz de cierta ex novia diciéndole que era demasiado joven para empezar a actuar como un viejo cascarrabias.

Una segunda voz lo reprendió, recordándole que, cuando había alquilado el colosal Grand Marquis en Minneapolis, lo había hecho irónicamente.

Las ex novias de Richard habían desaparecido hacía tiempo, pero sus voces lo seguían todo el tiempo y le hablaban, como Musas o Furias. Era como si tuviera siete superegos dispuestos en un pelotón de fusilamiento ante un único y asediado ID, asegurándose de que no disfrutara de aquel último cigarrillo.

Toda esa complejidad interna debió de notarse, pues Peter y Zula de pronto se achantaron. Tal vez fuera un aviso de senilidad. No importaba. Los cargadores estaban todo lo preparados que podía conseguirse con los dedos congelados. Zula, y luego Richard, se turnaron para disparar la Glock. Para cuando terminaron, el ritmo de los disparos por toda la verja se había reducido casi a la nada. Las sillas de camuflaje habían sido plegadas y las estaban guardando en las traseras de los todoterrenos. Zula se acercó a intercambiar abrazos y encantadas conversaciones en tono agudo con algunas de sus primas. Richard se agachó, algo que le resultó más difícil de lo que solía, y empezó a recoger casquillos vacíos. Con el rabillo del ojo vio que Peter le imitaba. Pero Peter renunció a la tarea rápidamente, porque no quería alejarse de Zula. No tenía ningún interés en el parloteo social con el puñado de primas de Zula, pero tampoco quería dejarla sola. Se mostraba siempre alerta y protector hacia ella de un modo que Richard a la vez admiró y envidió. No estaba por encima de sentirse un poco celoso por el hecho de que Peter se hubiera nombrado a sí mismo protector de Zula.

Peter contempló la casa, apartó un momento la mirada, y luego se volvió para hacerle un examen concienzudo.

Lo sabía. Zula le había contado lo que le había sucedido a su madre adoptiva. Probablemente lo habría buscado en Google. Probablemente sabía que había de cincuenta a sesenta muertes causadas por rayos al año y que a Zula le costaba trabajo hablar de ello porque la mayoría de la gente consideraba que era una forma extraña de morir, incluso aunque pudiera estar bromeando.

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