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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (4 page)

BOOK: Reamde
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El vehículo era tan bajo que bajarse de él fue como salir de tu propia tumba. Mientras lo hacían, Richard advirtió que Peter observaba el lugar, tratando de identificar dónde estuvo el cordel fatal.

Richard pensó en convertirse en el Virgilio de Peter y darle al pobre chico un poco de cuartelillo y explicarle todas las cosas que tendría que acabar por sumar por su cuenta, si Zula y él seguían juntos. No lo hizo, pero las palabras que habría dicho quedaron flotando en su mente. Si existía el ojo de la mente, entonces la boca de su mente había empezado a hablar.

Dirigió la mirada a un leve promontorio en el suelo, rodeado por un círculo de champiñones congelados, como un forúnculo que pugnara por abrirse paso a través del césped desde algún estrato propio de los hermanos Grimm. «Eso es lo que queda del roble. El cordel corría desde el árbol hasta el lado de la casa; justo allí, junto a la chimenea, se puede ver el soporte. Mamá estaba arriba, agonizando. La naturaleza de lo que la afectaba había creado la necesidad de cambiar frecuentemente las sábanas. Me ofrecí a llegarme al pueblo y comprar más ropa de cama en J.C. Penney... eso fue antes del Walmart. Patricia se ofendió. Como si la estuviera acusando de ser una mala hija. Un puñado de sábanas estaba terminado, pero la secadora seguía ocupada, así que las colgó del cordel. Era uno de esos días en que se nota que va a haber tormenta. Estábamos arriba sentados alrededor de la cama de mamá cantando los himnos de media tarde, y oímos los truenos cruzar la pradera como si fueran bolas de billar. Todos oímos el rayo que la mató. Sonó como diez cartuchos de dinamita estallando al mismo tiempo justo ante la ventana. Alcanzó el árbol y corrió por el cordel y por su brazo y le atravesó el corazón hasta llegar al suelo. La luz se fue, mamá despertó, las cosas fueron muy confusas durante un minuto o dos. Finalmente Jack se asomó por casualidad a la ventana y vio a Pat tendida en la hierba, cubierta ya por la sábana. Nunca le dijimos a mamá que su hija había muerto. Habría sido una explicación embarazosa. Perdió el conocimiento ese mismo día y murió tres días después. Las enterramos juntas.»

Solo ensayar esto mentalmente hizo que Richard sacudiera asombrado la cabeza. Era difícil de creer, incluso aquí, donde el clima mataba a la gente continuamente. La gente no podía oír la historia sin hacer alguna observación o incluso reírse a su pesar. Richard pensó, durante un tiempo, en fundar un grupo de apoyo en Internet para los hermanos de las personas fulminadas por los rayos. Toda la historia parecía sacada de una novela de Iowa City, si la familia hubiera producido a un escritor, o el relato hubiera llamado la atención de algún Cuentacuentos itinerante. Pero tal como era, pertenecía a Zula, y le daba a ella la oportunidad de cuándo y cómo contarla, si quería hacerlo.

Ella, gracias a Dios, estaba fuera en el campamento de girls scouts, y por eso pudieron traerla a casa y decirle, en condiciones controladas, con psicólogos infantiles presentes, que se había quedado huérfana por segunda vez a los once años.

Unos meses más tarde Bob, el ex marido de Patricia, asomó la cabeza del agujero donde vivía e hizo un débil amago por interferir con la adopción de Zula por parte de John y Alice. Entonces, con la misma rapidez, desapareció del mapa.

Zula había pasado en esta casa sus años de adolescencia, como pupila de John y Alice, y había salido extrañamente bien. Richard había leído en un artículo en alguna parte que incluso los niños que proceden de familias realmente jodidas salen bien si alguna persona mayor los toma bajo su ala en el momento adecuado de los primeros años adolescentes, y le parecía que Zula debía de encajar en esta clasificación. En los cuatro años transcurridos entre la adopción y la caída del rayo, algo había pasado de Patricia a Zula, algo que había hecho que el resto saliera bien.

Richard no se había casado y Jake, el hermano menor, se había convertido en lo que se había convertido: un proceso que había empezado poco después de asomarse a aquella ventana y ver a su hermana muerta envuelta en una sábana humeante. Estos accidentes de muerte y demografía habían convertido a Alice no solo en la matriarca, sino también en la única mujer Forthrast. John y ella tenían cuatro hijos, pero precisamente porque habían hecho un trabajo excelente al criarlos, todos se habían marchado a hacer cosas importantes en grandes ciudades (era la tragedia continua y permanente de Iowa: todos los jóvenes bien educados se sentían obligados a escapar del estado para encontrar un empleo digno de sus cualidades). Esto, combinado con su percepción de un eje Richard-Jake de irresponsable masculinidad, habían creado una semipermanente sensación de agravio masculino-femenino, una especie de guerra de trincheras a cámara lenta. Alice era la mariscal de campo de un bando. Su estrategia era dedicarse a las ramas exteriores del árbol familiar. John ayudaba, a sabiendas o no, con cosas como las prácticas de tiro, que hacían que venir aquí fuera más atractivo para los parientes lejanos varones. Pero el verdadero trabajo de la reunión, como Richard había llegado a comprender demasiado tarde, se producía en la cocina y no tenía nada que ver con la preparación de la comida.

Lo que no quería decir que los hombres no pudieran hacer unas cuantas cosas por su cuenta.

Richard se desvió hasta el Subaru de Len y dejó las cajas de cartuchos en el asiento del conductor. Luego entró en la casa por la puerta principal, que rara vez se utilizaba, y se dirigió al salón, rara vez utilizado también y abarrotado. Pero más de la mitad de los tiradores había vuelto al motel a descansar y lavarse, así que pudo abrirse paso. Una prima se ofreció a coger su anorak y colgarlo. Richard declinó amablemente su ofrecimiento, y luego palpó el bolsillo de su pecho para verificar que los paquetes seguían allí, la cremallera todavía echada.

Cinco primos jóvenes («primos» era el término genérico utilizado para todos los que tuvieran menos de cuarenta años) ocupaban sofás y tresillos y acariciaban sus portátiles, descargando e intercambiando fotos. Torrentes de brillantes fotos cristalinas corrían por sus pantallas, creando un curioso y triste contraste con la docena de fotos familiares, reveladas por medio de las complejidades medievales de la fotografía química, trabajosamente enmarcadas y colgadas en las paredes de la habitación.

La palabra «Jake» llegó a sus oídos, y se dio la vuelta para ver a algunos primos mayores que miraban una foto enmarcada de Jake y su prole de hacía unos cinco años. La foto tenía un desorientador aspecto normal, como si Jake pudiera pasarse cómodamente por el forro todas las demás convenciones de la vida americana moderna pero no se le ocurriera dejar de hacerse una foto con Elizabeth y los tres chicos. Una foto tomada, tal vez, por algunos otros miembros de su rústica iglesia que tenía habilidad para estas cosas, y enmarcada en un marco de abedul que había hecho uno de los chicos. Parecían bastante normales, y signos del verdadero Jake eran detectables solamente en algunos de los detalles como su barba de soldado de infantería de la Confederación.

Una mujer preguntó por qué Jake y su familia no venían nunca a la reunión.

Richard había aprendido a la fuerza que cuando aparecía el tema de Jake, tenía que dar rápido un paso al frente y hacer todo lo posible por retratar a su hermano como un tipo razonable, antes de que alguien dijera que estaba chalado y causara una situación embarazosa.

—Desde el 11-S, Jake no quiere volar porque hay que mostrar un carné de identidad —dijo Richard—. Cree que es anticonstitucional.

—¿No viene nunca en coche? —preguntó un primo político, curiosamente interesado, casi divertido.

—Tampoco cree en tener carné de conducir.

—Pero tiene que conducir, ¿no? —preguntó la mujer que había empezado la conversación—. Alguien me ha dicho que era carpintero.

—En la parte de Idaho por donde se mueve, puede hacerlo sin tener carné de conducir —dijo Richard—. Tiene un acuerdo con el sheriff que no funciona tan bien en otras partes del país.

Ni siquiera se molestó en decir que Jake se negaba a ponerle la matrícula a su camioneta.

Richard hizo una rápida incursión a las afueras de la cocina, pilló un par de galletas y les dio a las mujeres algo de lo que hablar. Luego se encaminó hacia lo que fue, en su infancia, el porche trasero y que últimamente se había convertido en una caverna subterránea con instalaciones de cuidados médicos para su padre.

Su padre, nombre legal Nicholas Forthrast, conocido como el Abuelo en la reunión, de noventa y cinco años, estaba sentado en un sillón reclinable en una habitación cuyo rasgo más llamativo, para la mayoría de los que entraban a verlo, era la alfombra de piel de oso. Richard podía prácticamente oler las mencionadas hormonas del animal. Durante el proyecto de conversión del porche en 2002, esa alfombra fue lo primero que Alice trasladó aquí. Como símbolo de las antiguas virtudes Forthrast, competía con la Medalla de Honor del Congreso de su padre, enmarcada y colgada en la pared no lejos del sillón reclinable. En un rincón había una bombona de oxígeno de tamaño impresionante, compitiendo por el espacio en el suelo y los aparatos eléctricos con una máquina de diálisis. Una consola de televisión muy antigua, montada en un mueblecito de nogal, servía como inerte pedestal para una pantalla de plasma de cincuenta y cuatro pulgadas que mostraba ahora un partido de fútbol americano profesional con el sonido apagado. El copiloto en un sillón reclinable algo menos impresionante a la derecha del de papá era John, seis años mayor que Richard, y el patriarca en activo de la familia. Algunos primos estaban sentados con las piernas cruzadas sobre la piel de oso o la alfombra de debajo, embobados con el partido. Una de las hermanas Cárdenas (le pareció que era Rosie) se movía tras los sillones reclinables, anotando números en una carpeta, doblando sábanas... mostrando claros signos, en definitiva, de que estaba a punto de entregarle a papá a John para poder dedicarse a las necesidades de Acción de Gracias de su propia familia.

Desde que papá había adquirido todos estos accesorios (el riñón externo, el pulmón externo), se había convertido en una pieza de maquinaria bastante complicada, como un soldador TIG de gama alta, que no podía ser manejado por cualquiera. John, que había vuelto de Vietnam con amputaciones bilaterales por debajo de la rodilla, se sentía más cómodo con la tecnología prostética: había leído todos los manuales y comprendía las funciones de la mayoría de los mandos, así que podía hacerse responsable de las máquinas en un momento como este. Sin embargo, si Richard se quedara solo con él en la casa, papá estaría muerto en cuestión de doce horas. Richard tenía que contribuir de formas menos fáciles de describir. Deambuló con las manos en los bolsillos, fingiendo ver el partido de fútbol, hasta que Rosie se encaminó claramente hacia la puerta. La siguió y un momento después la alcanzó en la rampa para sillas de ruedas que conducía a la furgoneta equipada con elevador parecida a la del doctor Seuss.

—Te acompañaré hasta tu coche —anunció, y ella sonrió dulcemente ante su anticuada forma de abordarla—. ¿Pavo esta tarde?

—Pavo y fútbol —respondió ella—. Nuestro tipo de fútbol.

—¿Cómo está Carmelita?

—Bien, gracias. Su hijo... ¡tan alto! Juega al baloncesto.

—¿Al fútbol no?

Ella sonrió.

—Un poco. Le da muy bien con la cabeza.

Sacó el llavero del bolso, y Richard olisqueó una rápida vaharada de todas las cosas fragantes que guardaba allí dentro. Se adelantó y abrió la puerta del conductor de su Subaru.

—Gracias.

—Muchísimas gracias a ti, Rosie —dijo él, abriéndose la cremallera del bolsillo del pecho de su anorak. Mientras ella ocupaba el asiento del conductor, alisándose la falda bajo el culo, él sacó un sobre marrón que contenía un fajo de un centímetro de grosor de billetes de cien dólares y lo introdujo en el pequeño compartimento lateral de la puerta. Luego la cerró con suavidad. Ella bajó la ventanilla—. Es lo mismo que el año pasado, más el diez por ciento —explicó Richard—. ¿Sigue siendo adecuado? ¿Sigue estando bien para ti y Carmelita?

—¡Está bien, muchas gracias!

—Gracias a vosotras —insistió él—. Sois una bendición para nuestra familia, y os apreciamos mucho. Tienes mi número por si alguna vez hay algún problema.

—Feliz Acción de Gracias.

—Igualmente para ti y todos los Cárdenas.

Ella saludó con la mano, arrancó el Subaru, y se marchó.

Richard volvió a palparse el chaquetón, comprobando el otro paquete. Encontraría algún modo de entregárselo a John más tarde; podría pagar un montón de oxígeno.

La entrega en mano había sido indudablemente incómoda y extraña. Mucho menos estresante, para un hombre de su temperamento, era enviar por FedEx el dinero, como solía hacer cuando no asistía a la reunión. Pero, mientras subía por la rampa, las Musas Furiosas permanecieron en silencio, así que consideró que no lo había hecho demasiado mal.

El gravamen de las quejas de las M.F. era la incapacidad de Richard para estar «emocionalmente disponible». La frase lo hizo sentirse aturdido e incrédulo la primera vez que una mujer se la había encasquetado. Suponía que muchas de sus emociones no eran adecuadas para ser compartidas con nadie, mucho menos una novia, con la que se suponía que tenía que ser amable, y la «disponibilidad emocional» asociada con momentos desprotegidos como el que le habían hecho ganarse el apodo de Dodge. Pero varias de sus futuras ex novias habían insistido en que lo querían y, con una especie de venganza mítica griega, habían continuado estando emocionalmente disponibles para él mucho después de sus fechas de caducidad. Y sin embargo él consideraba que se había mostrado emocionalmente disponible para Rosie Cárdenas. Tal vez hasta el punto de hacerla sentirse incómoda.

De vuelta al ex porche. El lugar se había ido abarrotando más a medida que el partido de fútbol se acercaba al final del último cuarto, y habían vuelto a poner el sonido. Richard rodeó a la multitud y encontró un sitio donde pudo apoyarse contra la pared, cosa que resultó más difícil que de costumbre, porque la gente seguía colgando cosas nuevas. John, al parecer, había pasado tanto tiempo aquí que se había tomado la libertad de decorarlo con algunos de sus recuerdos de Vietnam.

Sin embargo, en mitad de un gran espacio vacío, un antiguo rifle M1 Garand de la Segunda Guerra Mundial estaba montado en una panoplia con una placa de latón. John sabía que no debería abarrotar este altar con sus recuerdos del Nam.

BOOK: Reamde
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