—Vamos —dijo.
Zula se levantó, luego se dio media vuelta y se agachó como si fuera a recoger el saco de dormir.
—¡Yo lo haré! ¡Vamos! —dijo Abdul-Wahaab.
Ella se volvió hacia Sharif. Él le dio la espalda y echó a andar para salir del bosque y bajar por la pendiente hacia el río. En la orilla opuesta, entre el agua y la carretera, un Suburban verde los estaba esperando. En la puerta tenía dibujado un oso.
No tuvo tiempo de mirar bien el Suburban antes de que la obligaran a entrar por las puertas traseras. Lo que pudo ver, a falta de un término mejor, fue su dirección artística: verde bosque y un logotipo que incorporaba la cabeza de un oso y un par de escopetas cruzadas. Dedujo que pertenecía a una compañía de guías de caza. Su idea quedó confirmada por el cargamento que llevaba detrás: sacos de dormir, tiendas, un hornillo y similares.
A esto, sus captores añadieron parte del cargamento de la camioneta camuflada en el bosque. Gran parte de lo que habían rapiñado en el campo minero era basura, utilizable solo en circunstancias desesperadas; ahora que los yihadistas habían mejorado su situación, se alegraban de dejar atrás la mayor parte de la basura, llevándose solo las armas y unos cuantos artículos escogidos.
Jones tenía muchas ganas de ponerse en marcha. Cerraron las puertas traseras, se sentaron delante y arrancaron. Los cinco yihadistas habían sobrevivido a la noche, pero estaban sucios y agotados y tenían una especie de mirada intensa que hizo que Zula no quisiera mirarlos a los ojos. Tuvo la fuerte impresión de que habían asesinado muy recientemente, y se preguntó si estaban bajo los efectos de algún tipo de droga. Como de costumbre, no le explicaron nada, pero podía deducir bastantes cosas. Habían detenido ese Suburban en la carretera, o se habían colado en un campamento donde estaba aparcado, y habían asesinado a los cazadores y a los guías, ocultado los cuerpos, y luego habían vuelto a recogerla. Ahora se preguntaban cuánto tiempo tenían antes de que la desaparición de las víctimas fuera advertida. Tal vez no tuvieran más que unas pocas horas, o quizás hasta varios días. Era imposible saberlo, y por eso tenían que poner tanta distancia como fuera posible entre ellos y el escenario del crimen sin llamar la atención.
Viajaron en silencio durante un cuarto de hora, acostumbrándose a su situación. Entonces Jones, que conducía, llamó la atención de Ershut, que iba en el centro del asiento trasero, y le habló por encima del hombro durante un rato. Zula notó que estaban hablando de ella.
Ershut se dio la vuelta y dejó claro que deseaba cambiarse de sitio con Zula. Tuvieron que hacerlo con torpeza, molestos por la larga cadena que ella llevaba al tobillo.
Ershut rebuscó un rato en las cajas de herramientas y baúles de equipo y encontró, entre otras cosas, un rollo de cinta adhesiva negra y unos cuantos gruesos plásticos negros. Los cortó a tiras más o menos a la anchura de un brazo y con unos cuantos metros de largo, luego los puso en horizontal como si fuera una cortina en las ventanas laterales y trasera de la zona de carga, pegando los bordes al revestimiento del techo y los marcos de las ventanas. Toda la mitad trasera del Suburban quedaba ahora oculta tras el plástico negro. Si alguien miraba desde fuera probablemente asumiría que el cristal era tintado.
Zula comprendió adónde iba todo aquello a parar. Iban a recorrer carreteras públicas. Llegaría el momento en que se encontrarían cerca de otros vehículos y no querían que Zula gesticulara pidiendo ayuda desde la ventanilla trasera.
O, lo mismo daba, rompiendo las ventanillas de una patada. Y eso era fácil de hacer, tuvieran o no tuvieran plástico por encima.
Le quitaron la cadena del tobillo y la obligaron a meterse en un saco de dormir. Envolvieron la parte exterior del saco con cinta aislante, con fuerza, uniendo primero sus rodillas y tobillos.
—¿Supongo que ir al tocador queda descartado? —preguntó ella, mientras lo hacían.
—Tendrás que hacerlo dentro del saco —anunció Jones—. Es desagradable, pero no te hará daño.
Le ataron las muñecas con cinta por fuera del saco, delante de la cintura, y luego envolvieron también sus brazos, sujetándolos contra los costados. Sharif había encontrado una gorra de lana, o tal vez se la quitó a un cazador muerto, y se la calaron sobre los ojos y luego la sellaron con una venda de más cinta aislante.
Después siguió un viaje eterno.
Zula trató de idear algún modo de calcular el paso del tiempo, pero no tenía otra cosa que paradas para repostar. Esto sucedió tres veces. Antes de cada una, Ershut se pasó al asiento trasero y le metió en la boca un calcetín y lo sujetó con un trozo de cinta. Permaneció tendido sobre ella mientras, apenas a unos centímetros de su cabeza, alguien (probablemente Jones, ya que podía pasar por canadiense o norteamericano de ascendencia africana) metía la boquilla del surtidor en el conducto y servía otros ciento cincuenta litros de combustible. La ausencia de pitidos electrónicos sugería que Jones pagaba en metálico y no usaba tarjetas de crédito.
¿De dónde habían sacado dinero canadiense?
Probablemente de los cazadores muertos.
Solo unos minutos después de la segunda de estas paradas, el Suburban dejó atrás la carretera y pasó a un espacio plano y pavimentado, presumiblemente un aparcamiento, y Zula oyó teclear y cliquear en el asiento delantero. Al parecer Jones había encontrado un área de descanso para camiones o una cafetería con wi-fi y estaba usando Internet. Quizá para ver si habían cursado alguna denuncia de personas desaparecidas.
Navegó por la red durante unos quince minutos. Volvieron de nuevo a la carretera, y Ershut le quitó a Zula la mordaza. Unos quince minutos después, ella finalmente cedió y se meó encima. No fue ninguna maravilla, pero se sintió mejor (bueno, menos mal, si acaso) cuando lo comparaba con lo que les había sucedido a sus amigos en Xiamen: la cabeza de Yuxia dentro de un cubo, Csongor golpeado con una pistola, Peter muerto.
En cierto modo, eso le ayudó a sentirse mejor respecto a las sangrientas imágenes de Khalid (medio recordadas medio soñadas) que seguían apareciendo ante sus ojos vendados. Le gustara o no, jugaba en esta liga ahora. Sus amigos (suponiendo que todavía vivieran) la jugaban también. Y Zula tenía al menos la ventaja de haber jugado en ella antes, o al menos en su sección juvenil, allá en Eritrea.
Debieron de viajar unas dieciséis horas ese día. Zula dormitó de vez en cuando, quizá durante veinte minutos, quizá durante tres horas: no había manera de deducirlo. Viajaban a velocidad de autopista casi todo el tiempo, lo cual sugería que estaban cubriendo una enorme distancia... algo así como mil quinientos kilómetros. Fue un día largo pero, al final, no radicalmente peor que viajar entre continentes en un asiento de clase económica en un avión. Y como esos vuelos, le pareció interminable cuando estaba a la mitad. Sin embargo, al final del día, parecía que no había ocupado ningún tiempo, puesto que en realidad no había sucedido nada.
Redujeron de pronto la velocidad, pasaron de la carretera a la grava, y empezaron a descender por una pendiente relativamente empinada. Ershut saltó al asiento trasero y volvió a colocarle rápidamente la mordaza: al parecer fue una decisión del momento. El terreno bajo el Suburban se niveló, y el vehículo ejecutó una serie de maniobras antes de detenerse. Oyó un chirrido cuando Jones echó el freno. El motor se paró. Una puerta se abrió y una persona (supuso que Jones) bajó del coche. Oyó sus pies aplastando la grava. Unos momentos después, saludó a alguien que le respondió alegremente.
Dos saludos, de hecho, casi al unísono: un hombre y una mujer.
Empezaron a conversar. Zula no pudo distinguir las palabras, pero parecían bastante alegres. Un tipo de charla amistosa y casual. Zula no pudo oír nada más; ningún otro vehículo, ni tráfico de ningún tipo, ninguno de los ruidos de una ciudad. Solo un leve sonido susurrante que estaba segura que procedía de un río cercano, un veloz arroyo de montaña.
Después de unos diez minutos, la conversación se detuvo, y luego continuó en tono mucho más bajo. Menos de un minuto después, oyó abrirse una puerta y unos pies subir un corto tramo de escaleras. Después la puerta se cerró de golpe.
Otros dos yihadistas se bajaron del Suburban y caminaron por la grava y hubo una repetición de la puerta al abrirse, el
dump-dump-dump
de las escaleras, y la puerta al cerrarse de nuevo.
No pareció suceder nada durante diez minutos, hasta tal punto que Ershut y Mahir, que todavía estaban dentro del Suburban, empezaron a intercambiar unos cuantos comentarios nerviosos. Pero de repente los dos dejaron escapar una exclamación de alegría. La puerta volvió a abrirse. Alguien corrió hasta el Suburban y abrió las puertas traseras, agarró a Zula por los pies y la sacó a rastras. Acabó sobre el hombro de alguien: Jones. La llevó a cuestas durante un trecho y luego, con gran esfuerzo, subió las escaleras y entró en un lugar que parecía cerrado y olía a casa. Se giró y la llevó por un estrecho pasillo y atravesó una puerta. Entonces se inclinó hacia delante y la soltó. Ella cayó sin poder detenerse, imaginando que estaba apunto de chocarse la cabeza contra algo. Pero aterrizó suavemente en una cama y rebotó. Jones ya había salido de la habitación y cerró la puerta tras él. Toda la estructura se meció levemente con sus pisadas.
Estaban en una caravana, advirtió. Una caravana aparcada en un patio de grava junto a un río de la montaña.
Los hombres corrían entre el tráiler y el Suburban, moviendo el cargamento. Alguien puso en marcha el Suburban y lo acercó para aligerar el trabajo.
No tardaron más de un cuarto de hora en pasar las cosas y luego Zula oyó el motor de la caravana arrancar, muy por delante, en el extremo opuesto. Pues se trataba de una caravana enorme, una de esas casas de retiro sobre ruedas del tamaño de autobuses. Empezó a moverse, lentamente mientras el conductor le pillaba el tranquillo, y luego adquirió velocidad. Oyó al Suburban seguirlos y renunció a cualquier idea de darle una patada a la ventanilla trasera.
Solo después de llevar media hora en carretera volvió Ershut y le quitó la mordaza. El aire entró por la boca, mejorando enormemente su sentido del olfato, y captó un inconfundible olor a sangre: la cabina del jet, Khalid desangrándose en el suelo.
—Quédate quieta —dijo Ershut en árabe, y entonces cortó las ligaduras de cinta aislante de sus brazos y muñecas—. Muy bien.
Salió de la habitación, dejando la puerta abierta.
Zula dedicó unos minutos a quitarse la venda y la cinta de los pies y a salir del saco manchado de orines. Sus ojos tardaron unos minutos en adaptarse, pero cuando pudo ver, vio a Mahir y a Sharif arrodillados en la zona de la cocina de la caravana, usando rollos de toallas de papel y un pulverizador de 409 para limpiar la sangre del blanco suelo de linóleo.
Hacia el final del largo día de viaje, se produjo un interludio que se convirtió en un pequeño rompecabezas para Zula. El Suburban llevaba un rato recorriendo una carretera. Notaba que era de dos carriles por el sonido que hacían los vehículos cuando pasaban a poca distancia, y porque había más curvas que en una autovía. Pero en un momento determinado redujeron velocidad, sin salir de la carretera, y bajaron por una larga pendiente recta, perdiendo velocidad todo el tiempo, y finalmente se detuvo, todavía en la cuesta. No sucedió nada durante un cuarto de hora o así. Entonces oyó los motores de otros coches y camiones alrededor. Una serie de vehículos que venían de frente los dejaron atrás. El Suburban descendió un poco más, luego se enderezó, se oyó el sonido de placas de acero y luego volvió a detenerse. Poco después comenzó un grave rumor y continuó durante unos veinte minutos.
A estas alturas, Zula había deducido que estaban en un ferry. La conclusión obvia habría sido que se dirigían a Vancouver Island. Pero había estado en estos ferris antes y sabía que eran gigantescos y que los accesos por tierra a sus enormes terminales habrían sonado y parecido diferentes. Debían de estar en algo más pequeño. Y en efecto el cruce no duró mucho, y pronto los motores del Suburban y los otros vehículos a su alrededor se pusieron de nuevo en marca y subieron por una suave pendiente y fueron ganando velocidad hasta llegar a una carretera.
Durante la visita que Peter y ella habían hecho a Columbia Británica, había aprendido que el sur de la provincia albergaba gran número de lagos alargados, pequeños y profundos, orientados de norte a sur, presumiblemente surcos dejados en la tierra durante los glaciares de la más reciente de las glaciaciones. Eran demasiado largos para rodearlos y demasiado anchos para tender puentes, así que las carreteras este-oeste llegaban hasta ellos, se detenían y comenzaban de nuevo al otro lado. Los extremos eran conectados por pequeños ferris.
Una hora después de que robaran la caravana, Zula pudo ver uno de las terminales de los ferris a través del parabrisas. Aunque tenuemente. Ya había oscurecido. La terminal estaba cerrada. Las luces (si había alguna) estaban apagadas. Jones apagó los faros de la caravana mientras pasaban una señal que les advertía que no habría más ferris hasta las seis de la mañana. Un momento después, el Suburban quedó también a oscuras. Bajaron por la rampa a la luz de las estrellas. Solo era una línea recta abierta entre los bosques hasta la orilla del lago. Conectaba directamente con las negras aguas. A la derecha, la carretera desembocaba en una plataforma construida sobre el lago sobre pilares y equipada con verjas y rampas y enormes norays para que atracara el ferry. A la izquierda, el pavimento se internaba en el agua. Estaba marcado por dos profundos canales rectos reforzados con raíles de hierro. Corrían en oblicuo por la carretera hasta un solar despejado junto a la zona de espera, rodeados por cobertizos con equipo de carga pesada y otros utensilios: un patio de mantenimiento, supuso, para los ferris, que podían ser sacados del agua colocándolos en esos raíles y subidos a un dique seco en terreno más elevado. Zula le echó un buen vistazo al lugar a través de las ventanillas de la caravana porque fue allí donde Jones llevó al gigantesco vehículo y dio media vuelta tras una larga serie de maniobras. Mientras tanto, Abdul-Wahaab, que conducía el Suburban, se detuvo en mitad de la rampa, el morro apuntando al agua. Había bajado las ventanillas, abierto el techo corredizo y las puertas traseras, que ahora parecía mantener separadas con un palo. Zula no podía verlo desde esta distancia, pero tenía una buena idea de su contenido. En el tiempo que había pasado en este dormitorio, había visto pruebas de sobra (en forma de fotografías familiares, útiles de baño, material para limpieza de dentaduras postizas y baratijas) de que esta caravana era propiedad de una pareja de jubilados cuyos cadáveres estaban ahora en la trasera del Suburban.