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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (85 page)

BOOK: Reamde
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—Es imposible, a menos que se hayan infiltrado en la operación China de la Corporación 9592 y tenido acceso a nuestros archivos.

—Comprendido —dijo Richard por fin, después de pensarlo durante un buen rato. Sacó el teléfono y accedió a una pequeña aplicación que le ayudó a calcular qué hora era en ese momento en China. La respuesta: más o menos, las tres de la madrugada. Mandó un e-mail a Nolan: «Orbéame cuando despiertes.»

—Pero mira —dijo Richard, en cuanto oyó el sonidito de barrido que indicaba que el mensaje había sido enviado—, el motivo por el que te he llamado es esto.

Apoyó una mano en el PC que había traído del laboratorio informático y le contó a Corvallis la historia de las cámaras de seguridad y el aparato wi-fi del apartamento de Peter.

Pasaron el cable de vídeo del portátil al PC y lo conectaron a la línea y a un teclado. Corvallis abrió el directorio que contenía los archivos copiados.

—Hmm —dijo inmediatamente—. ¿De qué marca es el aparato?

Richard se lo dijo. Corvallis visitó la página de la compañía y, con unos cuantos clics en la sección de «Productos» pudo recuperar la imagen de un aparato que Richard reconoció como igual que el de Peter. Copió y pegó el número del modelo en el recuadro de búsqueda de Google, y luego añadió «linux driver» a la búsqueda y pulsó la tecla. La pantalla se llenó de un montón de páginas de software libre.

—Muy bien.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Richard.

—Dijiste que Peter era un friki informático, ¿no?

—Sí. Asesor de seguridad informática.

Corvallis asintió.

—El formato de todos los archivos de este nodo sugiere que fueron creados con Linux. Y en efecto, cuando hago una pequeña búsqueda puedo ver que es fácil descargar un driver Linux para este aparato. En otras palabras, es amigo de Linux. Así que sospecho que lo que Peter hizo fue establecer un sistema basado en Linux para dirigir sus cámaras de seguridad y ejecutar backups automáticos y esas cosas. Y cuando compró ese nodo, alteró el software basado en Windows de serie y lo reconfiguró para que trabajara directamente bajo su entorno Linux.

—¿Y eso qué nos dice?

—Que estamos jodidos —Corvallis usó un procesador de texto para abrir uno de los archivos que Richard no había conseguido abrir antes—. ¿Ves? El encabezamiento de este archivo indica que está encriptado. Todos los archivos que recuperaste de ese nodo están encriptados de la misma manera. Peter no quería que los malos entraran en su sistema y curiosearan en los archivos de su cámara de seguridad, así que emplazó un script que encriptaba todas las grabaciones de vídeo antes de pasarlas a disco. Y todos esos archivos encriptados pasaban automáticamente a la copia de seguridad del nodo wi-fi.

—Y son los archivos que estamos mirando ahora.

—Sí. Pero no los abriremos nunca. Tal vez la Agencia de Seguridad Nacional pueda abrir este encriptado. Nosotros no podemos.

—¿Sabemos algo más? ¿De cuándo son los archivos? ¿Qué tamaño tienen?

Tras teclear un poco más Corvallis mostró una tabla con los tamaños y fechas de los archivos.

—Algunos son bastante grandes —dijo—, lo que me hace pensar que deben de ser vídeos de las cámaras de las que hablaste. Otros son pequeñitos. En términos de horas y fechas...

Los dos estudiaron la tabla durante un rato, tratando de encontrar pautas.

—Los pequeños son regulares —dijo Richard—. Cada hora, a en punto.

—Y los grandes son totalmente esporádicos —corroboró Corvallis—. Escucha, está claro que los pequeños los genera una tarea cron.

—¿Una tarea cron?

—Un proceso en el servidor que hace algo automáticamente de forma regular. Esos archivos son solo archivos de sistema, Richard. El sistema los escupe cada hora, y generan automáticamente una copia de seguridad.

—Pero hablemos de los archivos grandes. Los de vídeo. Es un sistema activado por el movimiento —dijo Richard—. Míralo. Hay un archivo el viernes por la tarde, que es cuando Peter estaría haciendo las maletas para el viaje a Columbia Británica. Luego nada... excepto por los archivos horarios, claro, hasta la noche del martes siguiente, bien tarde. Lo que resulta extraño. Porque sabemos que sucedieron un montón de cosas en ese lugar el martes por la mañana. ¿Por qué no lo captaron las cámaras?

—Lo cierto es que no hay nada de nada, ni siquiera los archivos horarios, entre la media noche y las diez de la mañana del martes —señaló Corvallis. Señaló la tabla y pasó el dedo por la columna que indicaba las horas y fechas—. Mira, el cron job funcionó perfectamente durante todo el viernes, el sábado, el domingo, el lunes... El lunes por la noche hizo su función a las once...

—Pero a partir de entonces hay un hueco —dijo Richard—. No más archivos grabados hasta las diez de la mañana del martes.

—Y después de eso continúa sus funciones habituales hasta el jueves a las dos de la madrugada.

—Coincidiendo con el archivo de vídeo grande —señaló Richard—. El motivo de que no hay nada después es porque el servidor que controlaba todo el sistema fue destruido. Alguien volvió a casa de Peter el jueves, dos días después de que Peter y Zula desaparecieran. El cabrón posiblemente sabía que estaba vacío; debió de ser un cómplice, o un amigo de uno de los malos. Irrumpió por una ventana de arriba, bajó las escaleras, disparando la cámara de seguridad y causando la creación de ese último archivo grande. Abrió la puerta principal desde dentro. Metió un cortador de plasma. Abrió la caja fuerte de armas de Peter. Robó algo de dentro. Advirtió que el ordenador estaba grabando los vídeos de seguridad y usó el cortador de plasma para destruir los discos duros.

Corvallis asintió.

—Encaja —dijo—. En cuanto ese ordenador fue destruido, los archivos horarios dejaron de funcionar.

—Lo único que no tiene sentido es el hueco el martes por la mañana —repuso Richard—. Como si la corriente se hubiera ido durante un rato. Pero no puede ser eso. La máquina tenía un sistema de alimentación ininterrumpida.

Corvallis sacudía la cabeza.

—Un corte de energía se habría notado en los archivos. No veo nada.

—¿Entonces cómo lo explicas?

—Hay una respuesta obvia y sencilla, y es que los archivos fueron borrados manualmente. Alguien que sabía cómo funcionaba el sistema entró entre las nueve y las diez de la mañana del martes y borró todos los archivos generados desde la medianoche.

—Pero lo que estamos viendo es la copia de seguridad —le recordó Richard.

Corvallis lo miró.

—Por eso dijo que tuvo que ser alguien familiarizado con el sistema. Sabía de la existencia de las copias de seguridad y tuvo cuidado de borrar tanto los archivos originales como los backups.

—Peter, en otras palabras, es quien lo hizo —dijo Richard.

—Es la explicación más sencilla.

—O estaba trabajando con los malos...

—O le apuntaban a la cabeza con una pistola —dijo Corvallis, luego dio un respingo al ver la expresión de Richard.

—¿Entonces dónde nos deja eso? —preguntó Richard, algo retóricamente.

—Todos estos datos —dijo Corvallis, señalando el ordenador—, son material que los policías deberían poder analizar, como hemos estado haciendo nosotros. Pero a menos que puedan conseguir que la NSA desencripte los archivos de vídeo, no llegarán más lejos que nosotros. Los demás (los archivos de T’Rain que usamos para hacer la conexión con Wallace) no pueden tenerlos a menos que vengan llamando a nuestra puerta con una orden judicial.

—Pero pueden establecer una conexión con Wallace a partir del hecho de que su coche está aparcado allí —dijo Richard.

—Creo que todo lo que se puede hacer es esperar que reúnan más información sobre Wallace. Dejar que la investigación siga su curso.

—Eso es lo que me temía —dijo Richard—. ¿Pero podrías hacerme otro favor?

—Claro.

—Sigue comprobando los archivos de T’Rain. Infórmame si hay más actividad en alguna de esas cuentas.

—¿Las de Zula y Wallace?

—Sí.

—Programaré una tarea ahora mismo.

—¿Una vez a la hora?

—Estaba pensando en una vez por minuto.

—Ese es el espíritu —agradeció Richard.

—¿Algo más? —preguntó C-plus, flexionando los dedos, como un boxeador que da saltitos en el rincón del cuadrilátero.

—Supongo que también debe de haber todo un complejo de muchas cuentas conectadas a esos chicos de Xiamen, ¿no?

—En teoría, sí —dijo C-plus—. Pero parece que se han tomado muchas molestias para protegerse. Mira, en vez de llevar el oro encima, lo han almacenado todo en las montañas Torgai.

—Cosa que impediría que todo el que no sea nosotros sepa dónde está —dijo Richard—. Pero como tenemos privilegios de administradores, podemos contactar con la base de datos y encontrar todas las piezas de oro de esa región, ¿correcto?

—Naturalmente.

—Y luego podemos repasar los archivos e identificar a los personajes que llevaron las piezas de oro a esos depósitos.

—Claro.

—Esos personajes deben de estar en algún tipo de lista. Cada vez que conecten, los localizamos. Vigila lo que hacen. Comprueba sus IP. ¿Siguen todavía en Xiamen? ¿O están en movimiento? ¿Tienen compinches en otros lugares?

Corvallis no dijo nada.

—¿Qué es lo que me estoy perdiendo? —preguntó Richard, que empezaba a cansarse.

—Nada.

—¿Por qué no hicimos esto hace tiempo?

—Porque es exactamente lo que la policía nos pediría que hiciéramos como parte de una investigación, y la política oficial de la corporación es decirle a la policía que se vaya a la mierda.

—Hmm, entonces hemos tenido las manos quietas con los tipos de REAMDE hasta ahora —dijo Richard, hablando fuerte para vencer un arrebato de acalorada vergüenza. Las Musas Furiosas empezaban a aparecer en su radar emocional como bombarderos soviéticos que vinieran del Polo.

—Sí...

—Bien, hasta que podamos demostrar que no hay ninguna conexión entre ellos y la desaparición de Zula, la política de la corporación tiene que cambiar.

El material de los yihadistas incluía varias herramientas zapadoras chinas: mangos pelados de madera de la longitud de un brazo rematados por hojas en forma de pala que podían girarse en varias posiciones, para ser utilizadas como picos o como palas. Por medio de una combinación de pisotear la nieve con los pies y usar estas herramientas para arañar y cavar un sendero, crearon un carril desde la puerta del avión al edificio prefabricado con la estufa de madera en funcionamiento. Lo emplearon luego para trasladar su equipaje desde al avión hasta el edificio. El avión llevaba ya en tierra unas cuantas horas y la temperatura en su interior había estado bajando todo el tiempo, hasta el punto que Zula fue quitando la mantas de la cama una a una para envolverse en ellas, transformándose en una semblanza de una mujer ataviada con burka del conservador mundo islámico. Un rato después, la sobresaltó oír ruidos de golpes y hachazos en el interior del avión, y luego comprendió que estaban usando las herramientas para despojar el interior de todo lo que pudiera serles útil. Pero solo fue una suposición suya, ya que mantenían cerrada la puerta de la cabina, y reaccionaban furiosamente cuando la abría para asomarse.

Sin embargo, llegó el momento en que Jones abrió la puerta de un empujón, dejando entrar una vaharada de aire helado pero con olor a limpio, menos mal, y la llamó, haciéndole saber que sus días de viajar en avión privado habían terminado por fin. Y ni un segundo demasiado pronto para el gusto de Zula.

Salió y encontró que la cabina estaba más oscura de lo que esperaba, ya que habían destrozado el interior, y fragmentos de las paredes de plástico y barras de aislamiento colgaban delante de las ventanas. La puerta de la carlinga estaba cerrada, bloqueando la luz que pudiera entrar desde esa dirección. Mientras recorría el pasillo, tropezando y resbalando con los escombros, Zula advirtió que la puerta había sufrido graves daños, quizá por la misma rama que había matado a Pavel, y que un charco de sangre se había filtrado por delante para congelarse o coagularse delante de la entrada del avión. No tuvo más remedio que pisarlo y dejar un rastro en la nieve, que ya estaba manchada de rojo durante varios metros desde el costado del avión. Pero cuando alzó la mirada para no ver la sangrienta pista de los terroristas, vio un cielo blanco nublado y olió a pinos y lluvia. Esto no era el terrible frío ártico seco del invierno del Medio Oeste, con temperaturas muy por debajo de los cero grados. Era el denso frío húmedo de las montañas del norte, que de algún modo a Zula le parecía más frío todavía, aunque la temperatura fuera docenas de grados más alta. Se arrebujó en las mantas y siguió el sendero hasta el edificio con calefacción. Nadie la escoltó. Ni siquiera parecía que la estuvieran vigilando. Sabían, como ella, que si intentaba huir, se hundiría en la nieve al primer paso y moriría congelada antes de llegar fuera del alcance de sus rifles.

El edificio era oscuro y sofocante: se habían pasado echando leña a la estufa. El brusco olor del hierro caliente le recordó el olor de la sangre de Khalid, y no ocultaba el hedor a humedad y moho del edificio cerrado durante tanto tiempo. La habitación delantera ocupaba toda la anchura de la estructura, que consideró sería de unos cinco o seis metros, ya que era un módulo doble. El rincón trasero derecho de la habitación era una cocina en forma de L. Las puertas de los armarios estaban abiertas. Cuando esta instalación fue suspendida, abandonada o clausurada para el invierno, había sido vaciada de todos los elementos que merecía la pena recoger y llevarse. Lo que quedaba era un batiburrillo disperso de platos y ollas, la mayoría formada por el material más barato que se suele encontrar en Walmart. La estufa de leña estaba en el cuadrante frontal izquierdo de la habitación. Una sartén de aluminio abollada, llena de nieve, se sacudía y hervía. Detrás había una mesa rectangular para seis que servía evidentemente tanto para trabajar como para comer, ya que detrás, contra la pared, había un escritorio y un archivador. A la derecha, según entraba, había un sofá, una silla, y una mesita baja, y un viejo televisor encima de un reproductor de vídeo... un detalle que ponía fecha al lugar más efectivamente que ninguna otra pista. En la pared del fondo había una puerta que conducía a un pasillo que se extendía a cierta distancia. Supuso que habría un cuarto de baño y oficinas más pequeñas o barracones.

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