Recuerdos (51 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

BOOK: Recuerdos
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—Ja. —El corazón de Miles pareció detenerse—. Aquí no hay nada que yo pueda ver. ¿Ven ustedes algo?

Miles inhaló, agradecido, mientras los otros hombres se inclinaban para analizar también el filtro. Estaba un poco sucio y ahora húmedo.

—¿Puede asegurar que este filtro no ha sido cambiado desde la última revisión de mantenimiento efectuada en verano? —le preguntó Miles al coronel.

Éste se encogió de hombros.

—Los filtros no están numerados individualmente, milord. Son intercambiables, por supuesto. —Comprobó el panel de informes que llevaba—. De todas formas, nadie de mi departamento lo ha hecho. No hay que cambiarlo de nuevo hasta el mes que viene, en Feria de Invierno. Parece que tiene la cantidad normal de acumulación para esta fecha del ciclo.

—Gracias, coronel. Agradezco su precisión.

Se levantó, y miró a Illyan, que le observaba con rostro inexpresivo.

—Su antiguo despacho es lo siguiente, Simon. ¿Quiere guiarnos?

Illyan sacudió la cabeza, rehusando amablemente.

—Esto no me divierte mucho, Miles. Sea cual sea el resultado, pierdo un subordinado en quien confiaba.

—¿Pero no preferiría perder al que de verdad es culpable?

—Sí. —La mueca de Illyan no era del todo irónica—. Adelante, milord Auditor.

Subieron tres pisos y bajaron uno hasta el nivel del antiguo despacho de Illyan. Si Miles había conseguido sorprender a Haroche con su llegada imprevista, el general no mostró signos de ello. ¿Pero no había acaso un poco de incomodidad en sus ojos cuando saludó a su antiguo jefe y le ofreció una silla?

—No, gracias —dijo Illyan con frialdad—. Creo que no estaré mucho tiempo aquí.

—¿Qué hace usted? —preguntó Haroche cuando el coronel, experimentado, se dirigía a la rejilla en la pared, a la derecha de su comuconsola. El técnico forense, cada vez más cargado, lo siguió.

—Los filtros de aire —dijo Miles—. No pensó usted en los filtros de aire. Nunca ha servido en el espacio, ¿verdad, Lucas?

—No, por desgracia.

—Créame, eso lo vuelve a uno muy consciente de cosas como los sistemas de circulación de aire.

Haroche alzó las cejas mientras Weddell empezaba a rociar vigorosamente el respiradero. Se acomodó en su asiento, como si nada. Se mordió pensativo el labio inferior y no preguntó: ¿Ha considerado mi oferta, Miles? Era un tipo frío, y paciente, y perfectamente capaz de esperar a que le diera la respuesta. No había ningún motivo para que se intranquilizara, todavía; estuvieran los filtros llenos de cápsulas vectoras o no, eso no demostraría nada. Montones de personas entraban y salían del despacho de Illyan.

—No —dijo Weddell tras un momento—. Echen un vistazo ustedes mismos, caballeros.

Pasó la luz negra a Ivan y al general Allegre.

—Pensaba que estarían aquí —comentó Allegre, mirando por encima del hombro de Illyan.

Personalmente, Miles le había otorgado un veinticinco por ciento de probabilidades, aunque había aumentado la estimación después de descubrir que el conducto de Galeni estaba limpio. Eso dejaba una de las salas de conferencias o…

—¿Han encontrado algo? —preguntó Haroche.

Miles hizo un poco de comedia al acercarse y coger la linterna de manos de Ivan.

—Aquí dentro no, maldición. Esperaba que fuera sencillo. Si los vectores procariotas quedan retenidos en los filtros, aparecerían en rojo brillante. Lo probamos abajo.

—¿Qué va a hacer a continuación?

—Sólo podemos empezar por la parte superior del edificio e ir comprobando todos los filtros de aire hasta llegar al sótano. Tedioso, pero llegaré al final. Ya sabe que dije que si supiera por qué, sabría quién. He cambiado de opinión. Ahora pienso que si sé dónde, sabré quién.

—Oh, ¿de veras? ¿Ha probado en la oficina del capitán Galeni?

—Fue el primer lugar donde miramos. Está limpia.

—Hm… Quizás… ¿una de las salas de reuniones?

—Es posible.

Muerde, Haroche. Muerde mi anzuelo. Vamos, vamos…

—Muy bien.

—Si quieres ahorrarte pasos —intervino Ivan, siguiéndole la corriente—, deberías empezar por los lugares que Illyan frecuentaba más, y trabajar a partir de ahí. En vez de desde arriba hacia abajo.

—Buena idea —dijo Miles—. ¿Empezamos con la oficina exterior? Luego… discúlpeme, general Allegre, pero debo ser riguroso, las oficinas de los jefes de departamento. Luego las salas de reuniones, luego todas las oficinas de análisis. Probablemente deberíamos de haber explorado Asuntos Komarreses entero mientras estábamos allá abajo. Después de eso, ya veremos.

Por la expresión del técnico forense, se estaba despidiendo mentalmente de su cena, un disgusto quizá mitigado gracias a su obvia fascinación por los procedimientos. Allegre asintió; todos salieron, y el coronel empezó de nuevo su trabajo con la rejilla de la oficina exterior. Miles se preguntó si alguno se había dado cuenta ya de que Weddell no disponía de suficiente solución para comprobar todos los filtros de aire del edificio. Illyan intercambió un saludo abstraído con su antiguo secretario. Al cabo de un momento, el general Haroche se disculpó. Illyan no alzó la cabeza.

Miles vio por el rabillo del ojo cómo Haroche salía al pasillo. Ha picado el anzuelo, sí, ahora el sedal se tensa… Empezó a contar mentalmente, calculando cuánto tiempo podía tardar un hombre dominado por el pánico en llegar a una habitación, luego a otra. Indicó a Weddell que dejara su vaporizador; cuando llegó a cien, habló.

—Muy bien, caballeros. Si quieren seguirme una vez más. En silencio, por favor.

Los condujo al pasillo y giró a la izquierda, y otra vez a la derecha en la segunda intersección. En mitad de ese vestíbulo, se encontró con el comodoro que se había encargado de Asuntos Domésticos después de Haroche.

—Oh, milord Auditor —le saludó el comodoro—. Qué afortunado soy. El general Haroche acaba de enviarme a buscarlo.

—¿Dónde le dijo que me buscara?

—Dijo que había bajado usted a la Sala de Pruebas. Me ha ahorrado una caminata.

—Oh, sí. Dígame, ¿llevaba algo Haroche?

—Un maletín. ¿Lo quería usted?

—Eso creo. Está ahí dentro, ¿no? Venga…

Miles recorrió el pasillo y entró en la oficina exterior de Asuntos Domésticos. La puerta del antiguo despacho interior de Haroche estaba cerrada. Miles anuló sus códigos con el sello de Auditor y la puerta se abrió con un susurro.

Haroche estaba agachado a la izquierda de su antigua comuconsola, sacando la rejilla de ventilación de la pared. La maletita abierta que había a su lado contenía otro filtro de fibra. Miles apostó consigo mismo a que encontrarían una rejilla desmontada esperando el regreso de Haroche en una de las salas de reuniones situadas directamente entre el despacho de Illyan y aquél. Un rápido cambio, muy astuto. Piensas rápido, general. Pero esta vez te llevaba una cabeza de ventaja.

—El tiempo lo es todo —dijo Miles.

Haroche se enderezó, de rodillas.

—Milord Auditor —empezó a decir rápidamente, y se detuvo. Advirtió al pequeño ejército de hombres de SegImp que se apiñaban en la puerta detrás de Miles. Incluso así, Haroche hubiera podido ofrecer alguna brillante explicación a Miles, a todo el maldito grupo. Pero entonces Illyan avanzó. Miles vio el montón de mentiras convirtiéndose en cenizas en la lengua de Haroche, aunque el único signo externo fue un pequeño fruncimiento de la comisura de sus labios.

Miles se había dado cuenta de que Haroche había evitado enfrentarse a sus víctimas. Nunca había visitado a Illyan en la clínica, había tratado sin éxito de mantener a raya a Miles cuando estaba planeando sin duda la primera versión de la encerrona y había tenido cuidado de entrar en la Residencia Imperial sólo después de que Galeni fuera arrestado y sacado de allí. Tal vez no era un hombre malvado, sino un hombre listo y corriente tentado a hacer una mala acción, y que luego se había sentido abrumado cuando las consecuencias escaparon a toda posibilidad de control. Cuando eliges una acción, eliges las consecuencias de esa acción.

—Hola, Lucas —dijo Illyan. Sus ojos eran sorprendentemente fríos.

—Señor… —Haroche se incorporó y se quedó en pie, las manos vacías.

—Coronel, doctor Weddell, por favor…

Miles les indicó que avanzaran, e indicó al forense que los siguiera. Retrocedió un paso para colocarse al otro lado del grupo de Haroche. Cuando alzó la cabeza, sus ojos se encontraron, y los dos apartaron rápidamente la mirada, evitando una desafortunada intimidad. Éste es mi momento de triunfo. ¿Por qué no es más divertido?

Los movimientos, a aquellas alturas, estaban tan calculados como los de un baile. El coronel terminó de quitar la rejilla, Weddell roció con vaporizador. Unos terribles segundos de espera. Luego la fluorescencia roja, brillante y maliciosa, cuando la luz negra convirtió lo invisible en algo parecido a sangre.

—General Allegre —suspiró Miles—, es usted ahora jefe en funciones de SegImp, pendiente de la aprobación del Emperador. Lamento decir que su primer deber es el arresto de su predecesor, el general Haroche, siguiendo mis órdenes como Auditor Imperial, por la grave acusación de…

¿Qué? ¿Sabotaje? ¿Traición? ¿Estupidez? «El criminal quiere en secreto ser capturado», decía el refrán. Según Miles, no era cierto: el criminal sólo quiere escapar. Era el pecador quien buscaba ser descubierto, arrastrado por la confesión hacia la absolución y algún tipo de gracia, aunque imprecisa. ¿Era Haroche un criminal o un pecador?

—Por el crimen capital de traición —terminó de decir. La mitad de los hombres en la habitación dieron un respingo al oír la última palabra.

—Traición no —susurró Haroche roncamente—. Traición nunca.

Miles abrió la mano.

—Pero… si está dispuesto a confesar y cooperar, posiblemente por un cargo menor de ataque a un oficial superior. Consejo de guerra, un año en prisión, una simple expulsión deshonrosa. Creo… que dejaré que el tribunal decida qué.

Por la expresión de sus rostros, tanto Haroche como Allegre captaron los matices del discurso. Allegre era el superior de Galeni, después de todo, y sin duda había seguido con detalle el caso contra su subordinado. La mandíbula de Haroche se tensó; Allegre sonrió en ácida apreciación.

—Le sugiero —continuó dirigiéndose a Allegre— que lo acompañe hasta abajo y ponga en su lugar a su principal analista, por el momento, mientras toma posesión del cargo.

—Sí, milord Auditor. —La voz de Allegre era firme y decidida, aunque tuvo un momento de vacilación cuando se dio cuenta de que no había ningún sargento para hacer el arresto oficial y ponerle las esposas. Miles pensaba que ocho contra uno era una proporción más que suficiente, pero se abstuvo de hacer sugerencias. Ahora era cuestión de Allegre.

Éste, después de que una rápida mirada a Illyan no le ofreciera ninguna pista, resolvió su problema reclutando a Ivan (¿qué tenía Ivan?), al coronel y al comodoro.

—Lucas, ¿va a causarme problemas?

—Creo… que no —suspiró Haroche. Sus ojos estudiaron la habitación, pero no había ninguna ventana alta que invitara a una rápida resolución, cuatro plantas de cabeza hasta la acera—. Soy demasiado viejo para piruetas atléticas.

—Bien. Yo también.

Allegre lo escoltó a la salida.

Illyan los vio marchar.

—Es un asunto triste —le comentó a Miles en voz baja—. SegImp realmente necesita instaurar alguna tradición nueva para cambiar de jefe. El asesinato y los castigos son dañinos para la organización.

Miles mostró su conformidad encogiéndose de hombros. Organizó una rápida exploración de las salas de reuniones cercanas y encontró el respiradero abierto, sin su filtro, en la segunda que visitaron. Supervisó la labor del técnico forense mientras éste guardaba con cuidado y etiquetaba las últimas pruebas, lo rubricó todo con su sello de Auditor y lo envió a la Sala de Pruebas para que esperara allí los acontecimientos que acabaran por desarrollarse.

A partir de ese momento todo estaba, gracias a Dios, más allá de su mandato como Auditor Imperial en funciones. Sus responsabilidades terminaban con el informe a Gregor y la entrega a la autoridad competente de las pruebas que había recabado que, en este caso, con toda probabilidad, sería el tribunal del Servicio. Sólo tengo que encontrar la verdad. No me corresponde decidir qué hacer con ella. Aunque, supuso, cualquier recomendación suya sería tomada en consideración.

Acabada su tarea en la oficina de Asuntos Domésticos, y sin prisas por fin, Illyan y él recorrieron el pasillo detrás del técnico.

—Me pregunto cómo va a encarar esto —comentó Miles—. ¿Esperará a que le asignen un buen abogado y tratará de aceptarlo? Ha pasado tanto tiempo y dedicado tantos esfuerzos a preparar las pruebas de la comuconsola (que fue, creo, lo que lo distrajo de pensar en esos malditos filtros antes que yo), que pensé que iba a gritar: «¡Falso, lo han puesto aquí!» ¿O preferirá la vieja solución Vor? Estaba… muy pálido. Se ha derrumbado antes de lo que pensaba.

—Le has golpeado más fuerte de lo que creías. No conoces tu propia fuerza, Miles. Pero no. No creo que Lucas recurra al suicidio. Y de todas formas, es difícil quitarse la vida sin la cooperación de los carceleros.

—¿Crees que… yo debería darle a entender que tiene esa cooperación? —preguntó Miles con delicadeza.

—Morir es fácil. —Los rasgos demacrados de Illyan se volvieron distantes. ¿Cuánto recordaba de su agónica súplica para que Miles le diera una muerte rápida, hacía unas semanas?—. Vivir es difícil. Que el hijo de puta soporte su consejo de guerra. Hasta el último minuto.

—Ah —suspiró Miles.

El nuevo bloque de detención del cuartel general de SegImp era mucho más pequeño que el antiguo, pero compartía el diseño de una sola entrada y zona de recepción de prisioneros. En la comuconsola principal encontraron al capitán Galeni, con Delia Koudelka a su lado, que rellenaba sus documentos de salida bajo la mirada del general Allegre y el oficial de guardia. Ivan era testigo. Al parecer, Haroche ya había sido encarcelado; Miles esperaba que le hubieran dado la celda de Galeni.

Galeni vestía todavía el uniforme verde de gala que llevaba en la recepción de Gregor, ahora muy arrugado. Iba sin afeitar, tenía los ojos rojos y estaba pálido por la falta de sueño. Una peligrosa tensión aún gravitaba a su alrededor, como una niebla.

Giró sobre sus talones para mirar a Miles cuando éste entró con Illyan.

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