Refugio del viento (11 page)

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Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

BOOK: Refugio del viento
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Se sentó, con el rostro congestionado, respirando entrecortadamente.

Muchos gritaron frases de apoyo. Maris, esperanzada, miró a Corm, y vio que la sonrisa del alado ya no era tan confiada. Tenía dudas.

Un amigo se levantó y le dirigió una sonrisa.

—Soy Garth de Skulny —dijo—. ¡ Estoy con Maris!

Otro orador la respaldó, luego otro más, y Maris sonrió. Dorrel tenía amigos repartidos entre el público, que ahora intentaban volcar a todos en favor de ella. ¡Y estaba funcionando! Porque, junto a los apoyos de alados a los que conocía desde hacía años, se alzaron voces de completos desconocidos que también le daban la razón. ¿Habría vencido? Desde luego, Corm parecía preocupado.

—Reconozco que nuestro sistema va mal, pero no creo que tu academia sea la respuesta. —Las palabras arrancaron el optimismo del corazón de Maris. La oradora era una mujer alta y rubia, una líder voladora de las Islas Exteriores—. Esta tradición tiene unos motivos, y no debemos debilitarlos, o nuestros hijos volverán a la crueldad de los juicios por combate. Lo que tenemos que hacer es enseñarles mejor. Debemos enseñarles a tener más orgullo, debemos dotarles de las habilidades necesarias desde que son muy pequeños. Así me enseñó mi madre, y así estoy enseñando a mi hijo. Quizá haga falta una especie de prueba, tu idea del desafío es buena. —Frunció los labios—. Admito que el día en que deberé ceder las alas a Vard se está acercando demasiado de prisa. Cuando llegue ese día, creo que los dos seremos demasiado jóvenes. Debería competir conmigo, demostrar que es tan buen alado, no, mejor alado, que yo. Sí, es una idea excelente.

En la sala, otros alados asentían. Sí, sí, claro, ¿cómo no se les había ocurrido antes lo buena que sería la idea de una especie de prueba? Todos sabían que la llegada a la edad solía ser algo muy arbitrario, que algunos de los que tomaban las alas eran todavía niños, mientras que otros podían pasar por adultos. Sí, que los jóvenes demostrasen primero que sabían volar… La oleada recorrió la asamblea.

—Pero esa academia —siguió amablemente la oradora—, no hace falta. Ya damos a luz a suficientes alados nosotros mismos. Conozco tu pasado y comprendo tus sentimientos, pero no puedo compartirlos. No sería inteligente.

Se sentó, y Maris sintió que su corazón se hundía con ella. Pensó que allí terminaba todo. Ahora votarían para que se estableciera una prueba, pero el cielo seguiría cerrado para aquellos que nacieron de los padres erróneos. Los alados rechazarían la parte más importante. Había estado muy cerca, a punto de conseguirlo, pero falló al final.

Un hombre delgado, vestido de seda y plata, se levantó.

—Arris, alado y príncipe de Artellia —dijo. Sus ojos eran de hielo azul bajo la diadema de plata—. Apoyo a mi hermana de las Islas Exteriores. Mis hijos son de sangre real, nacidos y educados para las alas. Obligarles a competir contra plebeyos sería un chiste. Pero que haya una prueba para decidir cuándo son dignos de volar, ésa sí que es una buena idea para los alados.

Le siguió una mujer morena vestida con ropas de cuero.

—Zevakul, de Deeth, en el Archipiélago del Sur —se presentó—. Cada año llevo mensajes para mi Señor de la Tierra, pero también sirvo al Dios del Cielo, como todos los de las castas superiores. La idea de ceder las alas a un inferior, a un niño sucio, quizá a un no creyente… ¡Jamás!

Otros se hicieron eco por toda la sala.

—Joi, de Martillo de Tempestades. Voto que sí, que volemos para ganarnos las alas, pero sólo contra los hijos de alados.

—Tomas, de Pequeña Shotan. Los hijos de los atados a la tierra nunca aprenderán a amar el cielo como nosotros. Construir la academia de la que habla Maris sería un desperdicio de tiempo y de dinero. Pero apoyo la idea de la prueba.

—Crain de Poweet, opino lo mismo. ¿Por qué tendríamos que competir con hijos de pescadores? Ellos no nos dejan competir por sus botes, ¿verdad? —La sala estalló en risas, y el alado sonrió—. Sí, un chiste, un buen chiste. Pues bien, hermanos, nosotros seríamos un chiste, esa academia sería un chiste, si nos mezclamos con la gentuza. Las alas son de los alados, y si ha sido así durante tantos años es porque así es como debe ser. Los demás están contentos, y hay muy pocos que de verdad quieran volar. Para la mayoría sólo es un capricho momentáneo, o algo aterrador. ¿Por qué vamos a animar esos sueños sin fundamento? No son alados, no nacieron para serlo, pueden llevar unas vidas útiles en otros…

Maris escuchaba incrédula, cada vez más furiosa, airada por la vanidad y la autosuficiencia del hombre… Y entonces vio horrorizada que otros alados asentían, incluso algunos de los jóvenes, que aceptaban complacidos las palabras del hombre. Sí, ellos eran mejores porque habían nacido alados, sí, eran superiores y no querían mezclarse con los demás, sí, sí. De pronto, no importó que en otros tiempos hubiera pensado como ellos, que ella misma hubiera opinado igual sobre los atados a la tierra. De pronto, sólo pudo pensar en su padre, en su auténtico padre, el pescador muerto al que apenas recordaba. Detalles que casi creía olvidados, volvieron. Impresiones sensoriales, sobre todo: ropas que olían a sal y a pescado, manos cálidas, rudas pero gentiles, que le acariciaban el pelo y le secaban las lágrimas de las mejillas después de que su madre la hubiera castigado… Y las historias que el pescador le contaba en voz baja, historias sobre las cosas que había visto durante el día desde su pequeño bote: cómo eran los pájaros cuando escapaban de una repentina tormenta, cómo el pez luna saltaba hacia el cielo de la noche, cómo sonaban el viento y las olas azotando el bote… El padre de Maris fue un hombre observador y valiente, que cada día desafiaba al océano desde una frágil barquichuela. Y, en su rabia, Maris supo que no era inferior a ninguno de los presentes, a ninguno de los habitantes de Windhaven.

—Elitistas —dijo con voz hiriente, sin preocuparse si aquello predispondría a los alados en contra de ella o a su favor—. Todos vosotros. Pensáis que sois superiores porque nacisteis de un alado y heredasteis las alas, sin tener que hacer nada para lograrlas. ¿Creéis que habéis heredado la habilidad de vuestros padres? Entonces, ¿qué hay de la otra mitad de vuestra herencia? ¿O es que todos habéis nacido de matrimonios entre alados? —Señaló con un dedo acusador a un rostro familiar, en la tercera fila—. Tú, Sar, estabas asintiendo. Tu padre era un alado, sí, pero tu madre se dedicaba al comercio y provenía de una familia de pescadores. ¿Les desprecias? ¿Y si tu madre confesara que su marido no fue tu padre? ¿Y si te dijera que te concibió con un mercader ambulante al que conoció en el Archipiélago Oriental? ¿Qué pasaría? ¿Te sentirías obligado a ceder las alas y a iniciar una nueva vida?

Sar la miró con su rostro redondo. Nunca había sido demasiado rápido, no entendía por qué Maris le había señalado. La joven bajó la mano y descargó su ira contra todos.

—Mi verdadero padre era un pescador, un hombre bueno, valiente y honrado que nunca llevó unas alas y nunca las quiso. ¡Pero, si hubiera nacido alado, habría sido el mejor de todos! ¡Se cantarían canciones sobre él, se le honraría! Si heredamos el talento de nuestros padres, miradme a mí. Mi madre es una pescadora de ostras, yo soy incapaz de hacerlo. Mi padre no podía volar. Yo sí. Y algunos sabéis lo bien que lo hago, mejor que algunos que nacieron para ello. —Se volvió para mirar al otro extremo de la mesa—. Mejor que tú, Corm —dijo con una voz que recorrió la gran sala—. ¿O ya lo has olvidado?

Corm levantó la vista hacia ella, con el rostro enrojecido por la ira y una gruesa vena latiéndole en el cuello. No dijo nada. Maris se volvió hacia los alados y les miró con falsa solicitud.

—¿Tenéis miedo? —les preguntó—. ¿No sois nada sin vuestras alas? ¿Tenéis miedo de que los hijos de los pescadores os las arrebaten, de que demuestren que vuelan mejor que vosotros, de que os dejen en ridículo?

Las palabras se agotaron. También la ira. Maris volvió a tomar asiento y en la amplia sala de piedra se hizo un pesado silencio. Por fin se levantó una mano, y luego otra, pero Jamis estaba mirando hacia delante sin ver nada, con gesto pensativo. Nadie se movió hasta que, por fin, salió de su concentración como de un pesado sueño, e hizo un gesto en dirección a una de las manos.

Al fondo de la sala, un anciano con un brazo inerte colgándole a lo largo del cuerpo se levantó, solo, bajo la luz de una antorcha.

—Russ de Amberly Menor —empezó. Su voz era suave—. Amigos míos, Maris tiene razón. Hemos sido unos idiotas, y yo más que ninguno.

No hace mucho, en una playa, dije que no tenía hija. Hoy me gustaría poder retirar aquellas palabras. Quisiera tener derecho a llamar hija a Maris otra vez. Me ha hecho sentir muy orgulloso. Pero no es hija mía. No, como ha dicho, nació de un pescador, un hombre mejor que yo. No he hecho más que amarla durante un tiempo, y enseñarle a volar. No hicieron falta demasiadas lecciones, siempre aprendió de prisa. Mi pequeña Alas de Madera. Nada podía detenerla, nada. Ni siquiera yo, cuando intenté hacerlo como un idiota, después de que naciera Coll.

Maris es la mejor alada de Amberly, y eso no tiene nada que ver con mi sangre. Sólo importa su habilidad y su sueño. Y si vosotros, hermanos alados, si vosotros despreciáis así a los hijos de los atados a la tierra, entonces es una vergüenza que les tengáis miedo. ¿Tan poca fe tenéis en vuestros propios hijos? ¿Tan seguros estáis de que no podrán conservar las alas contra el desafío hambriento del hijo de un pescador?

Russ sacudió la cabeza.

—No lo sé. Soy un anciano, y últimamente todo es muy confuso. Pero hay algo de lo que estoy seguro: si pudiera utilizar el brazo, nadie me quitaría las alas, aunque fuera hijo de un halcón. Y nadie le quitará las alas a Maris hasta que ella decida cederlas. No. Si enseñáis a vuestros hijos a volar bien de verdad, conservarán el cielo. Si tenéis tanto orgullo como decís, actuaréis en consonancia, lo demostraréis dejando que sólo lleven las alas aquellos que se las hayan ganado, sólo aquellos que hayan probado su habilidad en el aire.

Russ se sentó de nuevo, y la oscuridad reinante al fondo de la sala le engulló. Corm empezó a decir algo, pero Jamis el Mayor le ordenó callar.

—Ya te hemos oído bastante —le dijo. Corm parpadeó, sorprendido.

—Ahora, hablaré yo —empezó Jamis—. Y luego votaremos. Russ nos ha hablado con sabiduría, pero quiero aportar otra idea. ¿No somos todos descendientes de los navegantes de las estrellas? ¿No es Windhaven, en último término, una gran familia? No hay uno sólo de entre nosotros que no pueda encontrar un alado en su árbol genealógico, si retrocede lo suficiente. Pensadlo, amigos míos. Y recordad también que, mientras vuestro hijo mayor lleva las alas, sus hermanos y hermanas, y los descendientes de éstos por generaciones, serán atados a la tierra. ¿Podemos negarles el viento para siempre sólo porque sus antepasados nacieron en segundo lugar? —Jamis sonrió—. Quizá debería añadir que fui el segundo hijo de mi madre. Mi hermano mayor murió en una tormenta seis meses antes de llegar a la edad de tomar las alas. Una cosa sin importancia, ¿verdad?

Miró a su alrededor, a los dos Señores de la Tierra, que habían permanecido sentados y en silencio durante todo el Consejo, como ordenaba la ley de los alados. Habló en susurros con uno, luego con el otro, y asintió.

—Pensamos que la propuesta de Corm de declarar fuera de la ley a Maris de Amberly está fuera de lugar —dijo Jamis—. Ahora votaremos la propuesta de Maris para establecer una academia de alados, abierta a todos. Yo voto a favor.

Después de aquello, ya no hubo dudas.

Cuando todo terminó, Maris se sentía ligeramente mareada, ebria por el triunfo, aunque todavía no podía creer que de verdad hubiera concluido, que ya no tenía que luchar más. Fuera de la sala, la atmósfera era limpia y húmeda, y el viento soplaba del Este con fuerza. Se quedó de pie en los escalones y lo saboreó, mientras amigos y desconocidos se aglomeraban a su alrededor, queriendo hablarle. Dorrel la rodeaba con un brazo, sin hacer preguntas, sin mostrar sorpresa. Era un descanso apoyarse contra él. ¿Y ahora, qué?, se preguntaba Maris. ¿Otra vez a casa? ¿Dónde estaría Coll? Quizá había ido a buscar a Barrion para marcharse en el bote.

La multitud que la rodeaba dejó paso a Russ, que se acercaba con Jamis. Su padrastro llevaba en las manos un par de alas.

—Maris —dijo.

—¿Padre?

La voz le temblaba.

—Así debería haber sido siempre —sonrió Russ—. Me sentiré muy orgulloso si me permites volver a llamarte hija, a pesar de todo lo que he hecho. Y aún me sentiré más orgulloso si accedes a llevar mis alas.

—Te las has ganado —intervino Jamis—. Las viejas reglas ya no se aplican, y desde luego, has demostrado tu habilidad. Hasta que se ponga en marcha la academia, no habrá nadie para llevarlas aparte de ti y de Devin. Y tú las has cuidado mucho mejor de lo que Devin cuidó las suyas.

Tendió las manos para recoger las alas de Russ. Volvían a ser suyas. Sonreía, ya no estaba cansada, sino extasiada ante el familiar peso que sentía en las manos.

—Oh, padre… —fue lo único que pudo decir.

Russ y ella se abrazaron llorando.

Cuando se acabaron las lágrimas, todos se dirigieron al risco de los alados, seguidos por una auténtica multitud.

—Volemos al
Nido de Águilas
—dijo Maris a Dorrel. Luego vio a Garth, justo detrás de ella. Hasta entonces, no le había encontrado entre la gente—. ¡Ven tú también, Garth! ¡Celebraremos una fiesta!

—Sí —asintió Dorrel—. Pero, ¿crees que el
Nido de Águilas
es el lugar más apropiado?

Maris enrojeció.

—¡No, claro que no! —Miró a los que la rodeaban—. No, iremos a nuestra casa en Menor, y todo el mundo puede venir. Padre, el Señor de la Tierra, Jamis, y Barrion cantará para nosotros, si podemos encontrarle…

Entonces vio a Coll, que corría hacia ella con el rostro iluminado.

—¡Maris! ¡Maris!

Se encontraron y se abrazaron entusiasmados, antes de separarse con una sonrisa.

—¿Dónde estabas?

—Con Barrion. Estoy componiendo una canción. Sólo tengo el principio, pero será buena, lo noto. Es sobre ti.

—¿Sobre mí?

Evidentemente, estaba orgulloso de sí mismo.

—Sí. Serás famosa. Todo el mundo la cantará, todo el mundo te conocerá.

—Ya la conocen —rió Dorrel—. Créeme.

—No, quiero decir para siempre. Mientras se cante esta canción, todos te conocerán. Conocerán a la chica que deseaba tanto unas alas que cambió el mundo.

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