—Pero ¿cómo…?
—Tiene un cañón —respondió el profesor—. Y balas de hierro. Calentará al rojo las balas y disparará por encima de las murallas con la esperanza de alcanzar el arsenal. Una bala de treinta kilos atravesará el techo y caerá dentro. Cuando eso ocurra, no nos conviene estar aquí. —Esbozó una irónica sonrisa—. ¿Dónde demonios está Kate?
Kate estaba perdida en una oscuridad infinita. Era una pesadilla, pensó, acurrucada en la barca, notando cómo se deslizaba en la corriente y chocaba contra una estalactita tras otra. Pese al aire frío, había empezado a sudar. El corazón le latía con fuerza. Jadeaba y tenía la sensación de que no podía respirar hondo.
Estaba aterrorizada. Desplazó su peso, y la barca se balanceó de manera alarmante. Extendió ambos brazos para equilibrarla.
—¿Chris? —dijo.
Oyó un chapoteo a lo lejos. Como si alguien nadara.
—¿Chris?
—Sí —respondió él, a gran distancia.
—¿Dónde estás?
—Me he caído al agua.
Su voz sonaba muy lejos. Dondequiera que Chris estuviese, la distancia entre ellos aumentaba por momentos. Kate estaba sola. Necesitaba una luz. De algún modo tenía que encender una luz. Se arrastró hacia la proa de la barca, buscando a tientas las otras antorchas. La barca volvió a sacudirse.
Mierda, pensó.
Kate se quedó inmóvil por un instante, aguardando a que cesara el balanceo.
¿Dónde estaban las malditas antorchas? Creía recordar que las habían puesto en el centro de la barca. Pero no las encontraba. Sus manos tropezaron con los remos, con la bancada. Pero no encontraba las antorchas.
¿Acaso habían caído de la barca junto con Chris?
Tenía que encender una luz.
Se llevó la mano a la cintura, consiguió abrir la bolsa y revolvió el contenido. Pero no recordaba qué había dentro. Llevaba pastillas…, el aerosol… Sus dedos se cerraron en torno a un objeto cúbico, como un terrón de azúcar. ¡Era uno de los cubos rojos! Lo extrajo y lo sujetó entre los dientes.
Luego sacó la daga y se rasgó la manga del jubón, arrancando una tira de unos treinta centímetros de anchura. Envolvió el cubo rojo con la tela y tiró del cordón.
Aguardó.
No pasó nada.
Quizá el cubo se había mojado al caer al río desde el molino. En teoría, los cubos eran impermeables, pero había permanecido mucho rato en el agua.
O quizá aquél era defectuoso. Debía probar con otro. Le quedaba uno más. Se disponía a buscar de nuevo en la bolsa cuando la tira de tela que sostenía en la mano empezó a arder.
Lanzó un grito de dolor y sorpresa. Estaba quemándose la mano. No había pensado muy bien en aquello. Pero se resistió a tirar la tela en llamas. Apretando los dientes, la levantó por encima de su cabeza, y de inmediato vio las antorchas a la derecha, contra el costado de la barca. Cogió una, la acercó al trapo ardiendo, y la antorcha prendió. Arrojó el trapo al río y hundió la mano en el agua.
Le dolía mucho. Se la examinó, y vio la piel enrojecida, pero no era una quemadura grave. Se olvidó del dolor. Ya se ocuparía de eso más tarde.
Movió la antorcha alrededor. Estaba rodeada de estalactitas blancas cuyas puntas se sumergían en el río. Era como hallarse en la boca medio abierta de un pez gigantesco. La barca daba bandazos.
—¿Chris?
—Sí —contestó desde muy lejos.
—¿Ves la luz?
—Sí.
Se agarró a una estalactita con la mano, notando su textura pastosa y resbaladiza. Consiguió detener la barca. Pero no podía remar río arriba hasta Chris, porque tenía que sostener la antorcha.
—¿Puedes llegar hasta aquí?
—Sí.
Oyó sus brazadas en la oscuridad.
En cuanto Chris subió a la barca, empapado pero sonriente, Kate soltó la estalactita, y la corriente los arrastró de nuevo. Pasaron varios minutos más en aquel bosque de estalactitas, y por fin salieron a otra espaciosa cámara. La corriente era cada vez más rápida. Más adelante, oyeron un intenso rumor. Parecía una cascada.
Pero en ese instante vio algo que le llamó la atención. Le dio un vuelco el corazón. Era un gran bloque de piedra a la orilla del río. A los lados, el bloque presentaba señales de desgaste. Obviamente se había utilizado para amarrar barcas.
—Chris…
—Ya lo veo.
Kate creyó ver un camino más allá del bloque, pero no estaba segura. Chris remó hacia la orilla, y amarraron la barca y saltaron a tierra. Sin duda había un camino, que conducía hasta un túnel de paredes rebajadas artificialmente. Entraron en el túnel. Kate mantenía la antorcha ante ella.
Contuvo la respiración.
—¿Chris? Hay un peldaño.
—¿Qué?
—Un peldaño. Labrado en la roca. Unos quince metros más adelante. —Apretó el paso, y Chris la siguió de cerca. Levantando más la antorcha, añadió—: En realidad, hay más de un peldaño. Hay toda una escalera.
A la luz trémula de la antorcha, vio más de una docena de peldaños, sin barandilla, que subían en un pronunciado ángulo hasta el techo de piedra, donde había una trampilla con una argolla de hierro.
Entregó la antorcha a Chris y corrió escalera arriba. Tiró de la argolla, pero la trampilla de piedra no se movió. La empujó con el hombro.
Consiguió levantarla un par de centímetros.
Vio una luz amarilla, tan intensa que la deslumbró. Oyó el ruido de un fuego cercano, y risas y voces de hombres. Entonces no pudo sostener más el peso de la trampilla, y ésta se cerró de nuevo.
Chris subía ya por la escalera.
—Conectemos los auriculares —sugirió, dándose un ligero golpe en la oreja con el dedo.
—¿Tú crees? —preguntó Kate.
—Tenemos que correr el riesgo.
Kate conectó también el auricular y, tras una ráfaga de estática, oyó la respiración de Chris, amplificada.
—Entraré yo primero —dijo Kate. Sacó del bolsillo el marcador de navegación y se lo dio a Chris—. Por si acaso. No sabemos qué hay al otro lado.
—De acuerdo.
Chris apagó la antorcha y apoyó el hombro contra la trampilla. La piedra crujió y se levantó. Kate salió por el hueco y, con sigilo, ayudó a Chris a abrir por completo la trampilla.
Lo habían conseguido.
Estaban dentro de La Roque.
Robert Doniger, con el micrófono en la mano, giró sobre sus talones.
—Plantéense esta pregunta —dijo al auditorio vacío y oscuro—: ¿Cuál es el modo de experiencia dominante a finales del siglo
XX
? ¿Cómo ve la gente las cosas, y cómo espera verlas? La respuesta es muy sencilla: en todas las áreas, desde los negocios hasta la política, el marketing o la enseñanza, el modo dominante es hoy en día el entretenimiento.
Frente al estrecho escenario se habían montado tres cabinas insonorizadas, todas en una hilera. Cada cabina contenía una mesa y una silla, un bloc de notas y un vaso de agua. Cada cabina estaba abierta por delante, de manera que la persona sentada dentro de una cabina veía a Doniger pero no a las personas de las cabinas contiguas.
Así organizaba Doniger sus presentaciones. Era un truco que había aprendido en viejos tratados de psicología sobre la presión de la competencia. Cada persona sabía que había otras personas en las demás cabinas, pero no las oía ni veía. Y eso los sometía a una gran presión, porque tenían que adivinar qué harían los otros. Tenían que adivinar si invertirían o no.
Se paseó por el escenario.
—Hoy todo el mundo espera que le entretengan, y espera que le entretengan a todas horas. Las reuniones de negocios han de ser ágiles, con tablas temáticas y gráficos animados, para que los ejecutivos no se aburran. Las galerías comerciales y los grandes almacenes han de cautivar, así que nos proporcionan diversión además de vendernos sus artículos. Los políticos han de tener una buena imagen y decirnos sólo lo que queremos oír. Los colegios deben procurar no aburrir a unas mentes jóvenes que esperan la rapidez y la complejidad de la televisión. Los alumnos deben divertirse. Todo el mundo debe divertirse, o si no, cambiará de marca, cambiará de canal, cambiará de partido, cambiará de lealtades. Ésta es la realidad intelectual de la sociedad occidental a finales de siglo.
»En siglos pasados, los seres humanos deseaban ser salvados, o mejorados, o liberados, o educados. Pero en nuestro siglo quieren ser entretenidos. No es la enfermedad o la muerte lo que más nos asusta, sino el aburrimiento. Una sensación de tiempo en las manos, una sensación de no tener nada que hacer. Una sensación de que no nos divertimos.
»Pero ¿adónde irá a parar esta fiebre del entretenimiento? ¿Qué hará la gente cuando se canse de la televisión? ¿Cuando se canse del cine? Todos conocemos la respuesta. La gente acudirá a las actividades participativas: los deportes, los parques temáticos, los parques de atracciones. Diversión estructurada, emociones planificadas. ¿Y qué harán cuando se cansen de los parques temáticos y las emociones planificadas? Tarde o temprano, el artificio resulta demasiado evidente. La gente empieza a darse cuenta de que un parque de atracciones es una especie de cárcel, donde uno paga por convertirse en preso.
»El hastío ante este artificio los impulsará a buscar autenticidad. «Autenticidad» será la palabra que abra todas las puertas en el siglo
XXI
. ¿Y qué es auténtico? Todo aquello que no está concebido y estructurado para obtener un beneficio. Todo aquello que no está controlado por las multinacionales. Todo aquello que existe por sí mismo, que adopta su propia forma. Pero en el mundo moderno, claro está, no se permite que nada adopte su propia forma. El mundo moderno puede compararse a un Jardín formal, donde todo está plantado y dispuesto en función de un determinado efecto. Donde no hay nada intacto, donde no hay nada auténtico.
»¿Dónde acudirá, pues, la gente a buscar la rara y deseable experiencia de la autenticidad? Acudirá al pasado.
»El pasado es indiscutiblemente auténtico. El pasado es un mundo que ya existía antes que Disney, Murdoch, Nissan, Sony, IBM y cuantas empresas se han dedicado a dar forma al mundo moderno. El pasado estaba ahí antes que ellos. El pasado es real. Es auténtico. Y eso mismo conferirá al pasado un extraordinario atractivo. Por eso yo siempre digo que el futuro es el pasado. El pasado es la única verdadera alternativa a… ¿Sí? Diane, ¿qué pasa? —Se volvió cuando Kramer entró en la sala.
—Ha surgido un problema en la sala de tránsito. Por lo visto, la explosión causó daños en el resto del blindaje de agua. Según ha comprobado Gordon mediante una simulación por ordenador, cuatro contenedores se romperán al llenarlos de agua.
—Diane, eso es una bobada —replicó Doniger, arreglándose la corbata—. ¿Estás diciéndome que podrían llegar a volver sin blindaje?
—Sí.
—Pues no podemos correr ese riesgo.
—No es tan sencillo…
—Sí, lo es —afirmó Doniger—. No podemos correr el riesgo. Prefiero que no vuelvan a que lleguen con graves errores de transcripción.
—Pero…
—Pero ¿qué? Si Gordon tiene ya ese pronóstico, ¿por qué sigue adelante?
—El pronóstico no le parece fiable. Dice que es demasiado precipitado e impreciso, y cree que el tránsito se realizará satisfactoriamente.
—No podemos correr el riesgo —insistió Doniger, negando con la cabeza—. Sin blindaje, no pueden volver. Punto.
Kramer guardó silencio por un instante, mordiéndose el labio.
—Bob, creo…
—Eh, ¿tienes un problema de pérdida de memoria a corto plazo? —atajó Doniger—. Fuiste tú quien se empeñó en que Stern no viajara al pasado por el peligro de errores de transcripción. ¿Y ahora quieres que vuelvan todos sin blindaje? No, Diane.
—Está bien —contestó Kramer con manifiesta reticencia—. Iré a hablar con…
—No. Nada de hablar. Impídelo a toda costa. Corta el suministro eléctrico si hace falta. Pero no permitas que vuelvan. En esto tengo razón, y tú lo sabes.
En la sala de control, Gordon dijo:
—¿Que ha dicho
qué
?
—No pueden volver —repitió Kramer—. Bob lo prohíbe rotundamente.
—Pero tienen que volver —dijo Stern—. Tiene que permitirlo.
—No, no lo permito.
—Pero…
—John. —Kramer se volvió hacia Gordon—. ¿Ha visto el señor Stern a Wellsey? ¿Se lo has enseñado?
—¿Quién es Wellsey?
—Wellsey es un gato —respondió Gordon.
—Wellsey está escindido —informó Kramer a Stern—. Es uno de los primeros animales que enviamos al pasado. Antes de que supiéramos que era necesario usar el blindaje de agua en un tránsito. Y está muy escindido.
—¿Escindido?
Kramer se volvió de nuevo hacia Gordon.
—¿No le has contado nada?
—Claro que se lo he contado —dijo Gordon. Mirando a Stern, explicó—: «Escindido» significa que tiene errores de transcripción muy graves. —Se volvió hacia Kramer—. Pero eso ocurrió hace muchos años, Diane, en la época en que también teníamos problemas con los ordenadores…
—Enséñaselo —insistió Kramer—. Y ya veremos si luego conserva tanto interés en traer a sus amigos. Pero la cuestión aquí es que Bob ha tomado una decisión al respecto, y la respuesta es no. Sin un blindaje seguro, nadie puede volver. Bajo ningún concepto.
Ante las consolas, uno de los técnicos anunció:
—Se ha detectado una cabriola de campo.
Se arracimaron en torno al monitor, contemplando el plano ondulante y los pequeños picos en su superficie.
—¿Cuánto falta para que lleguen? —preguntó Stern.
—A juzgar por la señal, alrededor de una hora.
—¿Se sabe ya cuántos vuelven? —dijo Gordon.
—Todavía no, pero… más de uno. Quizá cuatro o cinco.
—Es decir, todos —comentó Gordon—. Deben de haber encontrado al profesor Johnston, y vuelven todos. Han hecho lo que les encargamos, y están de regreso.
Miró a Kramer.
—Lo siento —dijo ella—. Si no hay blindaje, no vuelve nadie. Es definitivo.
Agachada junto a la trampilla, Kate se irguió lentamente. Se hallaba en un espacio estrecho, de poco más de un metro de anchura, con altas paredes de piedra a cada lado. Por una abertura a su izquierda, entraba la luz del fuego. Con la claridad que proporcionaba ese resplandor amarillo, vio una puerta frente a ella. A sus espaldas había una empinada escalera que ascendía casi hasta el techo, a unos diez metros de altura.
Pero ¿dónde estaba?