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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

Rescate en el tiempo (28 page)

BOOK: Rescate en el tiempo
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—¡Vive Dios, ahora sí estamos perdidos! —exclamó el muchacho. Balanceándose por encima de la cabeza de Chris, saltó ágilmente a tierra.

—¿Qué haces? —preguntó Chris.

Pero el muchacho se alejaba ya a todo correr por entre las zarzas, yendo de un árbol a otro. Chris se dejó caer de la rama y lo siguió.

El muchacho, iracundo, hablaba entre dientes para sí mientras inspeccionaba las ramas de los árboles. Por lo visto, buscaba uno de gran tamaño y ramas relativamente bajas, y ninguno acababa de convencerlo. El estrépito de los caballeros se oía cada vez más cerca.

Así, recorrieron al menos cien metros, llegando a una parte del bosque poblada de espesa maleza y pinos achaparrados. Era una zona más expuesta y soleada porque a su derecha había menos árboles, y al cabo de un momento Chris se dio cuenta de que se movían al borde del precipicio desde donde se divisaban el pueblo y el río. El muchacho escapó inmediatamente de la luz del sol y se adentró de nuevo en lo más oscuro del bosque. Casi al instante encontró un árbol de su agrado y llamó a Chris con señas.

—Primero vos. ¡Y nada de pies!

El muchacho flexionó las rodillas, entrelazó los dedos de las manos y tensó el cuerpo, preparándose para el esfuerzo. Chris vaciló, pensando que el muchacho era demasiado delgado para soportar su peso, pero él señaló hacia arriba con la cabeza en un gesto de impaciencia. Chris apoyó un pie en sus manos y, estirando los brazos, logró sujetarse a la rama más baja. Con ayuda del muchacho, se izó y, lanzando un último gruñido, se encaramó a la rama. Doblado por la cintura, con el abdomen contra la rama, Chris miró al muchacho, y éste susurró:

—¡Arriba!

Con dificultad, Chris se puso de rodillas sobre la rama y luego se irguió. Viendo que la siguiente rama estaba al alcance de su mano, continuó trepando.

Abajo, el muchacho saltó, se aferró a la rama y subió a ella rápidamente. Pese a su delgadez, poseía una asombrosa fortaleza, y ascendía de rama en rama con movimientos seguros. Chris se encontraba ya a unos seis metros de altura. Le dolían los brazos y le faltaba el aliento, pero siguió ascendiendo, rama tras rama.

De pronto el muchacho le agarró de la pantorrilla. Chris se quedó inmóvil. Lentamente, con cautela, miró por encima del hombro y vio al muchacho, tenso, en la rama inferior a la suya. Oyó entonces resoplar a un caballo. Era un sonido cercano.

Muy cercano.

Abajo, seis caballeros avanzaban despacio y con sigilo. Se hallaban aún a cierta distancia, y se los veía de manera intermitente a través de los claros del follaje. Cuando un caballo resoplaba, el jinete se inclinaba y le daba unas palmadas en el cuello para tranquilizarlo.

Los caballeros sabían que estaban cerca de su presa. Se ladeaban a izquierda y derecha en sus monturas para escrutar la tierra. Afortunadamente se hallaban entre los pinos bajos, y allí el rastro no era visible.

Comunicándose mediante señas, acordaron desplegarse y proseguir el avance más separados. Formando una irregular hilera, pasaron a ambos lados del árbol. Chris contuvo la respiración. Si alguno mira hacia arriba… pensó.

Pero no miraron.

Continuaron adelante, adentrándose más en el bosque, hasta que finalmente uno habló en voz alta. Era el caballero del penacho negro en el yelmo, el que había rebanado la cabeza a Gómez. Tenía la visera levantada.

—Ya es suficiente —dijo—. Se nos han escapado.

—¿Cómo? ¿Saltando por el precipicio?

El caballero negro negó con la cabeza.

—El crío no es tan necio como para eso.

Chris vio que tenía la tez oscura y los ojos oscuros.

—No tan crío, mi señor.

—Si ha caído, ha sido por error. No puede ser de otro modo. Pero sospecho que hemos perdido el rastro. Regresemos por donde hemos venido.

—Mi señor.

Los caballeros volvieron sus monturas y empezaron a desandar el camino. Pasaron nuevamente bajo el árbol y se dirigieron hacia la parte soleada del bosque, todavía en formación muy abierta.

—Acaso allí, con mejor luz, encontremos el rastro.

Chris exhaló un prolongado suspiro de alivio.

El muchacho le tocó la pierna y movió la cabeza en un gesto de asentimiento, como felicitándolo por su comportamiento. Aguardaron hasta que los jinetes se hallaban a unos cien metros, ya apenas visibles. Entonces el muchacho bajó silenciosamente del árbol, y Chris lo siguió como pudo.

Una vez en tierra, Chris vio alejarse a los caballeros. En ese momento llegaban al árbol con marcas de barro. El caballero negro pasó de largo, sin notarlas. También el siguiente.

El muchacho agarró a Chris del brazo y tiró de él, obligándolo a ocultarse entre la maleza.

—¡Sir Guy! —exclamó de pronto un caballero, reparando en las huellas—. Mirad esto. El árbol. Están en el árbol.

Mierda, pensó Chris.

Los caballos caracolearon en torno al árbol mientras los jinetes, alzando la vista, escudriñaban entre las ramas. El caballero negro, con manifiesto escepticismo, retrocedió.

—¿Y bien? Mostrádmelo.

—No los veo ahí arriba, mi señor.

Los hombres se volvieron sobre sus cabalgaduras, miraron en todas direcciones, miraron atrás…

Y los vieron.

—¡Allí!

Los caballeros cargaron contra ellos.

El muchacho se echó a correr desaladamente.

—¡Válgame Dios! Esta vez si estamos perdidos —dijo, echando una ojeada por encima del hombro sin detenerse—. ¿Sabéis nadar?

—¿Nadar? —repitió Chris.

Claro que sabía nadar, pero no era eso lo que tenía en mente, pues en ese preciso momento corrían despavoridos, a toda velocidad…, hacia el claro, hacia el límite del bosque.

Hacia el precipicio.

El terreno empezó a descender, primero en suave pendiente, luego más escarpado. La maleza era cada vez menos tupida, dejando a la vista zonas de amarillenta piedra caliza. El sol era cegador.

Bramando, el caballero negro dio una orden. Chris no lo comprendió.

Llegaron al final del claro. Sin dudar, el muchacho saltó al vacío.

Chris sí dudó, reacio a seguirlo. Mirando atrás, vio a los caballeros galopar hacia él con las espadas en alto.

No tenía alternativa.

Chris se volvió y corrió hacia el borde del precipicio.

Marek hizo una mueca de preocupación al oír el grito de Chris en el auricular. El grito se interrumpió súbitamente, seguido de un golpe sordo y un gruñido.

Un impacto.

Él y Kate permanecieron paralizados junto al camino, escuchando. Esperando.

No oyeron nada más. Ni siquiera el crepitar de las interferencias.

Nada en absoluto.

—¿Ha muerto? —preguntó Kate.

Marek no contestó. Se acercó apresuradamente al cadáver de Gómez y comenzó a palpar el barro.

—Ven —dijo—. Ayúdame a buscar el marcador de reserva.

Buscaron durante unos minutos, y por fin Marek cogió la mano de Gómez, que tenía ya los músculos rígidos, la piel fría y un color grisáceo, y le levantó el brazo para volver el torso. El cuerpo giró y cayó ruidosamente en el barro.

Marek notó entonces que Gómez llevaba una pulsera de bramante trenzado en la muñeca. No se había fijado antes en ese detalle, que parecía parte de su disfraz de época. Aunque desde luego no se correspondía con el período. En el siglo
XIV
, aun la campesina más humilde usaría como adorno un brazalete de metal, o de piedra o madera talladas, o no se pondría nada. Aquello era una baratija moderna.

Marek la examinó con curiosidad y, al tocarla, advirtió con sorpresa que era rígida, casi como el cartón. Sin desprenderla de la muñeca, le dio la vuelta y buscó a tientas el cierre. De pronto se abrió una especie de tapa en el bramante, y Marek vio que la pulsera sólo contenía un pequeño temporizador electrónico, semejante a un reloj.

El temporizador indicaba: 36.10.37.

Y contaba hacia atrás.

Marek supo de inmediato qué era. Era el contador de carga de la máquina y mostraba el tiempo restante. Inicialmente disponían de treinta y siete horas, y ya habían perdido cincuenta minutos.

Nos conviene conservar esto, pensó. Desató la pulsera, se la colocó en la muñeca y cerró la pequeña tapa.

—Tenemos un temporizador, pero nos falta el marcador de navegación —dijo Kate.

Siguieron buscando otros cinco minutos, y al final Marek, a su pesar, tuvo que admitir la triste realidad.

No tenían marcador. Y sin marcador, las máquinas no regresarian.

Debia dar la razón a Chris: estaban atrapados allí.

36.28.04

En la sala de control sonaba una insistente alarma. Los dos técnicos se levantaron de sus puestos ante las consolas y abandonaron la sala. Stern notó que Gordon lo cogía del brazo con firmeza.

—Tenemos que irnos —dijo Gordon—. El aire está contaminado a causa del ácido fluorhídrico. La goma de la plataforma de tránsito es tóxica, y las emanaciones pronto llegarán también aquí. —Tiró de Stern, guiándolo hacia la puerta.

Stern se volvió para echar un vistazo a la pantalla, a la maraña de vigas caídas sobre la zona de tránsito.

—Pero ¿y si intentan regresar cuando no hay nadie aquí?

—No se preocupe —respondió Gordon—. Eso no es posible. Los infrarrojos detectarán los escombros. Los sensores requieren un espacio libre de dos metros a la redonda, ¿recuerda? Ahora no los hay, y por tanto los sensores impedirán la transmisión hasta que limpiemos todo eso.

—¿Cuánto tiempo tardarán en limpiarlo?

—Primero debemos renovar el aire de la cavidad.

Gordon condujo a Stern hasta el largo pasillo que llevaba al ascensor principal. La gente se apiñaba en el pasillo. Todos se dirigían a la salida. Sus voces resonaban en el túnel.

—¿Renovar el aire de la cavidad? —repitió Stern—. Eso es mucho volumen. ¿Cuánto tiempo se necesita?

—En teoría, nueve horas.

—¿En teoría?

—Nunca se había dado una situación como ésta —respondió Gordon—. Pero naturalmente disponemos de capacidad para hacerlo. Los extractores de emergencia se activarán de un momento a otro.

Al cabo de unos segundos se oyó en el túnel un sonido atronador. Stern notó una violenta ráfaga de aire que lo empujaba y sacudía su ropa.

—Y cuando se haya renovado el aire, ¿qué?

—Reconstruiremos la plataforma de tránsito y esperaremos a que regresen —dijo Gordon—. Tal como estaba previsto.

—¿Y si intentan volver antes de que hayan acabado de rehabilitar la sala?

—Eso no es problema, David. La máquina no lo permitirá. Los devolverá al lugar de donde han salido. Provisionalmente.

—Así pues, se han quedado allí aislados —afirmó Stern.

—Por el momento —contestó Gordon—. Sí. Están aislados. Y nada puede hacerse.

36.13.17

Chris Hughes corrió hasta el borde del precipicio y se arrojó al vacío, gritando, agitando los brazos y las piernas bajo el sol. Vio el Dordogne, que serpenteaba entre los campos verdes sesenta metros más abajo. Estaba demasiado lejos para alcanzarlo, y además Chris sabía que era poco profundo. Sin duda moriría.

Pero entonces descubrió que el despeñadero no era una pared cortada a pico; a unos seis metros del borde asomaba un escarpado saliente de roca con matorrales y pequeños árboles dispersos.

Cayó de costado en el saliente, y el impacto le cortó la respiración. De inmediato empezó a rodar pendiente abajo. Intentó frenar la caída agarrándose a los matojos, pero los tallos eran demasiado débiles y se tronchaban en sus manos. Mientras rodaba hacia el borde, vio que el muchacho le tendía los brazos, pero no logró asirse de sus manos. Continuó rodando; el mundo daba vueltas sin control. El muchacho, con expresión de horror, se deslizaba tras él. Chris era consciente de que iba a despeñarse, iba a precipitarse al vacío.

De repente se golpeó contra un árbol y lanzó un gruñido. Sintió en el estómago un penetrante dolor, que al instante se propagó por todo su cuerpo. Por un momento no supo dónde estaba; sólo sentía dolor. El mundo se reducía a una mancha de color blanco verdoso. Lentamente volvió en sí.

El árbol había interrumpido su descenso. Sin embargo Chris aún no podía respirar, y el dolor era intenso. Brillaban estrellas ante sus ojos; se desvanecieron gradualmente, y por fin vio que se hallaba al borde del saliente, con las piernas colgando en el aire.

Y resbalaba.

El árbol era un pino delgado y endeble, y el peso de Chris lo doblaba poco a poco. Chris notó que se deslizaba a lo largo del tronco. No podía evitarlo. Se aferró con fuerza al tronco, y dio resultado: había dejado de deslizarse. Ayudándose del árbol, intentó encaramarse al saliente.

De pronto advirtió horrorizado que las raíces del pino empezaban a desprenderse, una por una, de las grietas de la roca. Era sólo cuestión de tiempo que el árbol entero se soltara.

Notó un tirón en el cuello de la camisa y vio que el muchacho estaba sobre él. En cuanto Chris apoyó los pies en el saliente, el muchacho, visiblemente exasperado, dijo:

—¡Y ahora vamos!

—Por Dios —protestó Chris, dejándose caer en una roca plana—, dame un minuto para…

Una flecha pasó junto a su oído, silbando como una bala. Notó incluso el movimiento del aire en su estela. Con las fuerzas que le infundió el miedo, trepó encorvado por el saliente, agarrándose a los troncos de los árboles. Otra flecha rehiló entre las ramas.

Sus perseguidores los observaban desde lo alto del precipicio.

—¡Estúpido! ¡Idiota! —gritó colérico el caballero negro, y asestó tal puñetazo al arquero, que a éste se le cayó el arma de las manos. No quedaban más flechas.

El muchacho agarró a Chris del brazo y tiró de él. Gordon ignoraba adónde iba a dar el camino embarrado donde se había iniciado la persecución, pero al parecer el muchacho tenía un plan. En el borde del precipicio, los caballeros se dieron la vuelta y se dirigieron de nuevo hacia el bosque.

A un lado, el saliente se estrechaba hasta reducirse a una angosta cornisa, de no más de dos palmos de anchura, que seguía hasta perderse de vista en un ángulo del despeñadero. Bajo la cornisa, la pared descendía a plomo hasta el río. Chris contempló el Dordogne, pero el muchacho le cogió el mentón entre los dedos y lo obligó a levantar la cabeza.

—No miréis abajo. Venid.

Apretándose contra la pared rocosa, el muchacho empezó a avanzar con cuidado por la cornisa. Chris, aún jadeando, siguió su ejemplo. Sabía que a la menor vacilación el pánico se apoderaría de él. El viento le sacudía la ropa y tiraba de él hacia el vacío. Pegó la mejilla contra la roca saliente y utilizó las grietas para agarrarse a la pared, luchando por vencer el miedo.

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