—No veo ningún tamiz —observó Marek—. ¿No va a desgranarla?
—No —respondió Johnston, sonriendo—. El desgrane aún no se ha inventado, ¿recuerdas?
El desgrane consistía en agregar agua a la mezcla para formar una masa que luego se dejaba secar. La pólvora desgranada era mucho más potente que la pólvora mezclada en seco. Desde el punto de vista químico, lo que ocurría era que el agua disolvía parcialmente el salitre, y así éste recubría el interior de los microporos del carbón, y en el proceso arrastraba también adentro las partículas insolubles de azufre. La pólvora resultante no sólo era más potente, sino también más estable y duradera. Pero Johnston tenía razón: el desgrane se descubrió alrededor del año 1400, unos cuarenta años después.
—¿Quiere que ahora siga triturando yo la mezcla? —se ofreció Marek. El amalgamamiento era un proceso largo; a veces se prolongaba durante seis u ocho horas.
—No, ya he terminado. —El profesor se puso en pie y dijo a sir Guy—: Anunciad a mi señor Oliver que estamos preparados para la demostración.
—¿Del fuego greguisco?
—No exactamente —respondió Johnston.
Bajo el sol de media tarde, lord Oliver se paseaba impaciente por el adarve de la imponente muralla exterior. Entre parapeto y parapeto, el camino de ronda tenía una anchura de cinco metros, haciendo parecer diminutos los cañones dispuestos en hilera. Lo acompañaba sir Guy, así como Robert de Kere, más sombrío aún que de costumbre. Todos alzaron la mirada con visible expectación cuando se acercó el profesor.
—Bien, ¿está por fin todo a punto, maestro?
—Sí, mi señor —respondió el profesor, con un cuenco bajo cada brazo.
Marek llevaba el tercer cuenco, en el que la fina pólvora gris se había mezclado con un denso aceite que olía a resina. Johnston le había advertido que no tocara la mezcla bajo ningún concepto, y Marek no necesitó que se lo recordara. Era una pasta repugnante y maloliente. Acarreaba también un cuenco con arena.
—¿Fuego greguisco? ¿Es fuego greguisco?
—No, mi señor. Es mucho mejor que eso. Es el fuego de Ateneo de Naucratis, conocido también como «fuego automático».
—¿Ah, sí? —dijo lord Oliver, entornando los ojos—. Mostrádmelo.
Los cañones apuntaban a la amplia explanada situada al este, donde los hombres de Arnaut montaban en línea los trabuquetes, que estaban a unos doscientos metros, fuera de tiro. Johnston dejó los cuencos en el suelo entre el primer y el segundo cañón. Cargó el primer cañón con una bolsa de pólvora traída del arsenal. Luego introdujo una gruesa flecha con aletas metálicas.
—Ésta es vuestra flecha, cebada con vuestra pólvora.
Volviéndose hacia el segundo cañón, vertió con cuidado la pólvora finamente molida en otra bolsa, que luego metió en la boca del cañón.
—André; la arena, por favor —dijo a continuación.
Marek se acercó y dejó el cuenco de arena a los pies del profesor.
—¿Para qué es la arena? —preguntó Oliver.
—Para prevenir cualquier error, mi señor. —Johnston cogió una segunda flecha metálica y, manipulándola con cautela, la introdujo en el cañón. La flecha tenía muescas en la punta, y éstas se habían rellenado con la acre pasta marrón—. Estas son mi pólvora y mi flecha.
El artillero entregó al profesor una delgada vara de madera con un extremo incandescente. Johnston tocó el primer cañón.
Se produjo una moderada explosión: una pequeña nube de humo negro, y la flecha surcó el aire y cayó a cien metros del trabuquete más cercano.
—Y ahora mi pólvora y mi flecha.
El profesor tocó el segundo cañón.
Se produjo una potente explosión y salió una bocanada de denso humo. La flecha cayó al lado de un trabuquete, errando el tiro por tres metros. Quedó en la hierba, en posición horizontal.
Oliver dejó escapar un resoplido.
—¿Eso es todo? Me perdonaréis si…
De pronto la flecha estalló en un círculo de fuego, escupiendo llamas en todas direcciones. El trabuquete se incendió en el acto, y los hombres de los alrededores corrieron a buscar agua para apagar el fuego.
—Ya veo… —comentó Oliver.
Cuando los hombres echaron agua, el fuego, en lugar de sofocarse, se propagó aún más. Con cada intento por apagarlo, las llamas se elevaban más. Al final, desistieron, contemplando impotentes cómo ardía la máquina. En unos minutos era un montón de maderos chamuscados y humeantes.
—¡Por Dios y todos los santos! —exclamó lord Oliver.
Johnston, sonriendo, hizo media reverencia.
—Tenéis el doble de alcance y una flecha que se prende por sí sola… ¿cómo?
—La pólvora se machaca hasta obtener un grano muy fino, y entonces produce una explosión más potente. Las flechas se impregnan de aceite, azufre y cal viva, mezclados con estopa. Al contacto con el agua, se prenden, y ahí juega a nuestro favor la humedad de la hierba. Por eso traigo un cuenco de arena: si me manchara los dedos con una pequeñísima porción de esa mezcla, empezaría a arder a causa de la humedad de las manos. Es un arma muy delicada, mi señor, y debe manejarse con delicadeza.
Johnston se volvió hacia el tercer cuenco, cerca de Marek.
—Y ahora, mi señor —dijo Johnston, cogiendo una vara de madera—, os ruego que observéis con atención. —Embadurnó la punta de la vara con la mezcla untuosa y hedionda. Alzó la vara al aire—. Como veis, no se advierte ningún cambio. Y no lo habrá durante horas, o días, hasta… —Con la teatralidad de un mago, roció la vara con el agua de una diminuta copa.
La vara emitió un silbido, comenzó a humear y poco después ardió mientras el profesor la sostenía por el otro extremo. Las llamas eran de un color anaranjado.
—Ah —dijo Oliver, y lanzó un suspiro de satisfacción—. Necesito cierta cantidad de éstas. ¿Cuántos hombres necesitáis para triturar y preparar la sustancia?
—Mi señor, bastará con veinte. Mejor si son cincuenta.
—Contad con los cincuenta, o más si queréis —respondió Oliver, frotándose las manos—. ¿En cuánto tiempo podéis tenerla lista?
—La preparación no es larga, mi señor —dijo Johnston—. Pero no puede trabajarse con precipitación, porque es una tarea peligrosa. Y una vez elaborada, la sustancia representa un peligro dentro del castillo, ya que sin duda Arnaut os arrojará proyectiles incendiarios.
Oliver resopló.
—Eso me trae sin cuidado, maestro. Preparadla, y la utilizaré esta misma noche.
De vuelta en el arsenal, Marek observó a Johnston mientras éste disponía a los soldados en filas de diez, cada uno de ellos con un mortero. Johnston se movía entre ellos, deteniéndose de vez en cuando para dar instrucciones. Los soldados mascullaban, quejándose de lo que llamaban «trabajo de cocina», pero Johnston les aseguró que aquéllas eran las «hierbas de la guerra».
Al cabo de unos minutos, Johnston fue a sentarse en el rincón junto a Marek. Observando a los soldados, Marek dijo:
—¿Le soltó Doniger su discurso sobre la imposibilidad de cambiar la historia?
—Sí. ¿Por qué?
—Estamos ofreciéndole mucha ayuda a Oliver para defender su castillo contra Arnaut. Esas flechas obligarán a Arnaut a situar más atrás sus máquinas de asalto, demasiado lejos para que sean eficaces. Sin máquinas de asalto, no hay asedio a la fortaleza. Y Arnaut no se planteará siquiera un sitio de desgaste. Sus hombres quieren resultados rápidos, como cualquier tropa mercenaria. Si no logran tomar el castillo de inmediato, se marcharán.
—Sí, así es…
—Pero según la historia, este castillo cae en poder de Arnaut.
—Sí —contestó Johnston—. Pero no a causa de un asedio, sino porque un traidor deja entrar a los hombres de Arnaut.
—También yo he estado pensando en eso —dijo Marek—. No le veo sentido. Hay demasiadas puertas que abrir en este castillo. ¿Cómo podría hacerlo un traidor? Dudo que sea posible.
Johnston sonrió.
—Te preocupa que si ayudamos a Oliver a conservar el castillo, cambiemos la historia.
—Bueno, simplemente me planteo la posibilidad.
Marek consideraba que el hecho de que un castillo sucumbiera o no a un asedio era un acontecimiento de gran trascendencia para el futuro. La historia de la guerra de los Cien Años podía interpretarse a través de una serie de sitios y capturas clave. Por ejemplo, unos años después del episodio de La Roque, un ejército de bandidos tomaría la ciudad de Moins, en la desembocadura del Sena. En sí misma, era una conquista menor, pero les permitiría controlar el Sena y seguir capturando castillos a lo largo del río hasta llegar al propio París. Por otra parte, estaba la cuestión de quién vivía y quién moría, ya que con mucha frecuencia cuando caía un castillo, los moradores eran masacrados. En La Roque habitaban varios centenares de personas. Si todos ellos sobrevivían, sus descendientes podían fácilmente construir un futuro distinto.
—Puede que nunca lo sepamos —dijo Johnston—. ¿Cuántas horas nos quedan?
Marek echó un vistazo al brazalete. El temporizador marcaba: 05.50.29. Se mordió el labio. Se había olvidado de que el tiempo seguía pasando. La última vez que lo había consultado faltaban casi nueve horas, y daba la impresión de que había tiempo de sobra. Seis horas ya no parecían tanto.
—Menos de seis horas —contestó.
—¿Y Kate tiene el marcador?
—Sí.
—¿Y dónde está?
—Ha ido a localizar el pasadizo. —Marek pensó que era ya media tarde. Si Kate encontraba el pasadizo, podía llegar al castillo en dos o tres horas.
—¿Adónde ha ido a buscar el pasadizo?
—A la ermita verde.
Johnston dejó escapar un suspiro.
—¿Es ahí donde está, según Marcelo?
—Sí.
—¿Y ha ido sola?
—Sí.
Johnston movió la cabeza en un gesto de desolación.
—Nadie se acerca por allí.
—¿Por qué?
—Según se cuenta, un caballero loco vigila la ermita verde. Al parecer, su amada murió allí, y él perdió el juicio a causa del dolor. Mantiene presa a la hermana de su difunta esposa en un castillo cercano, y ahora mata a todo aquel que pasa por las inmediaciones del castillo o la ermita.
—¿Cree usted que esa historia es verdad? —preguntó Marek. Johnston se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe con certeza —respondió—, porque nunca ha vuelto nadie vivo de allí.
Con los ojos cerrados, Kate esperó a que cayera el hacha. Junto a ella, el caballero resoplaba y gruñía, con la respiración acelerada, cada vez más excitado antes de asestar el golpe mortal…
De pronto quedó en silencio.
Kate notó que el caballero giraba el pie con que le oprimía la espalda para mantenerla inmóvil sobre el tajo.
El caballero se había vuelto a mirar en otra dirección.
El hacha golpeó el tajo, a sólo unos centímetros de su cara. Pero simplemente lo había apoyado mientras observaba algo detrás de él. Empezó a gruñir de nuevo, ahora colérico.
Kate intentó ver qué miraba el caballero, pero la hoja del hacha se lo impedía.
Oyó pasos detrás de ella.
Había allí alguien más.
El hacha ascendió otra vez, pero en esta ocasión el caballero le retiró el pie de la espalda. Kate se apartó del tajo al instante y vio a Chris a sólo unos metros de distancia, empuñando la espada que se le había caído a ella.
—¡Chris!
Chris sonreía con los dientes apretados. Estaba aterrorizado, y Kate lo advirtió. Miraba fijamente al caballero verde. Con un bramido, el caballero giró, y el hacha zumbó en el aire. Chris alzó la espada para detener el golpe. Con el impacto, saltaron chispas del metal. Los dos hombres se movían en círculo, cara a cara. El caballero descargó otro hachazo, y Chris brincó hacia atrás para esquivarlo, dio un traspié y cayó de espaldas. Se levantó rápidamente justo en el instante en que el hacha se hundía entre la hierba. Kate revolvió el contenido de su bolsa y encontró el bote de gas. Aquel extraño objeto del futuro se le antojó de pronto ridículamente pequeño y ligero, pero no tenía otra cosa.
—Chris!
Situándose detrás del caballero verde, alzó el aerosol para que Chris lo viera. Él asintió distraídamente mientras esquivaba los golpes del caballero. Kate notó que empezaba a cansarse, perdía terreno ante las continuas embestidas del caballero verde.
Kate no tenía elección: tomó carrerilla, saltó y cayó a horcajadas sobre la espalda del caballero. Éste lanzó un gruñido de sorpresa. Kate se aferró a él, acercó el aerosol a la parte frontal del yelmo y lo roció a través de la ranura. El caballero tosió y se estremeció. Kate apretó de nuevo el pulsador del aerosol, y el caballero empezó a tambalearse. Kate se descolgó de su espalda y gritó:
—¡Hazlo, ahora!
Chris, rodilla en tierra, intentaba recobrar el aliento. El caballero verde seguía en pie, pero apenas mantenía el equilibrio. Chris se aproximó despacio y lo hirió en el costado, entre las placas de la armadura. El caballero lanzó un rugido de furia y se desplomó de espaldas.
Chris se plantó de inmediato sobre él. Tras cortarle los cordones del yelmo, se lo quitó con el pie. Kate contempló el rostro del caballero verde —la melena desgreñada, la barba apelmazada, la mirada de loco— mientras Chris alzaba la espada y le seccionaba la cabeza.
Algo falló.
La hoja de la espada cayó, topó contra el hueso, y allí se quedó atascada, hundida en el cuello. El caballero seguía vivo, mirando ferozmente a Chris, moviendo los labios.
Chris trató de retirar la espada, pero estaba atrapada en la garganta del caballero. Mientras forcejeaba por desclavarla, el caballero levantó la mano izquierda y lo agarró por el hombro. Poseía una fuerza extraordinaria, demoníaca, y tiró de Chris hasta que sus rostros se hallaron a sólo unos centímetros de distancia. Tenía los ojos inyectados en sangre. Los dientes podridos y rotos. En su barba, entre restos amarillentos de comida, bullían los piojos. Olía a podrido.
Chris sintió náuseas. Notaba en la cara el aliento tibio y fétido de aquel hombre. Con un supremo esfuerzo, logró ponerle el pie en el rostro y erguirse, zafándose de él. Simultáneamente, consiguió desprender la espada, y la levantó para golpear de nuevo.
Pero en ese momento vio que el caballero tenía los ojos en blanco y la mandíbula caída. Ya estaba muerto. Las moscas empezaron a zumbar en torno a su cara.
Chris se desplomó, sentándose en la hierba para recobrar el aliento. Lo asoló una profunda sensación de asco y comenzó a temblar sin control. Le castañeteaban los dientes.