La multinacional ITC desarrolla, bajo el máximo secreto, una revolucionaria y misteriosa tecnología basada en los últimos avances de la física cuántica. Sin embargo, la crítica situación financiera de ITC la obliga a obtener resultados inmediatos para atraer nuevos inversores. La opción más clara es acelerar el Proyecto Dordogne, de cara al público un proyecto arqueológico para desenterrar las ruinas de un monasterio medieval en Francia pero, en realidad, un arriesgado experimento para poner a prueba una tecnología que permite viajar en el tiempo. Pero cuando se trata de teletransportar personas de un siglo a otro, el menor fallo o descuido puede traer consigo consecuencias imprevisibles y pavorosas…
Michael Crichton nos ofrece una nueva supernovela de aventuras, con un sólido planteamiento científico y un trasfondo que mueve a reflexión. Sin duda, todo un hito en la trayectoria de su aclamado autor.
Michael Crichton
Rescate en el tiempo
(Timeline)
ePUB v1.3
Perseo08.07.12
Título original:
Timeline
Michael Crichton, 1999
Traducción: Carlos Milla Soler
Diseño/retoque portada: Perseo, basada en la original
Editor original: Perseo (v1.0 a v1.3)
ePub base v2.0
Para Taylor
Todos los grandes imperios del futuro serán imperios de la mente.
W
INSTON
C
HURCHILL
, 1953
Si uno no sabe historia, no sabe nada.
E
DWARD
J
OHNSTON
, 1990
No me interesa el futuro. Me interesa el futuro del futuro.
R
OBERT
D
ONIGER
, 1996
Hace cien años, en las postrimerías del siglo
XIX
, los científicos de todo el mundo estaban convencidos de que habían alcanzado una representación precisa del mundo físico. Tal como lo expresó Alastair Rae, «a finales del siglo
XIX
parecían conocerse los principios fundamentales que rigen el comportamiento del universo físico».
[1]
De hecho, muchos científicos sostenían que el estudio de la física prácticamente podía darse por concluido: no quedaban grandes descubrimientos por hacer, sino sólo detalles y pinceladas finales.
Pero en la última década del siglo salieron a la luz unas cuantas curiosidades. Roentgen descubrió unos rayos que traspasaban la carne; como no tenían explicación, los llamó rayos X. Dos meses después Henri Becquerel advirtió por azar que un fragmento de mineral de uranio emitía algo que velaba las placas fotográficas. Y el electrón, el portador de la electricidad, fue descubierto en 1897.
Sin embargo, en términos generales, los físicos no se inmutaron, dando por supuesto que esas rarezas quedarían explicadas tarde o temprano por la teoría existente. Nadie habría previsto que en cinco años esa conformista visión del mundo se vería trastocada de manera sorprendente, surgiendo una nueva concepción del universo y unas nuevas tecnologías que transformarían la vida cotidiana del siglo
XX
de un modo por entonces inimaginable.
Si en 1899 alguien hubiera dicho a un físico que en 1999, cien años después, se transmitirían imágenes en movimiento a los hogares de todo el mundo desde satélites; que bombas de una potencia inconcebible amenazarían la supervivencia de la especie; que los antibióticos atajarían las enfermedades infecciosas pero que dichas enfermedades contraatacarían; que las mujeres tendrían derecho al voto y píldoras para controlar la reproducción; que cada hora alzarían el vuelo millones de personas en aparatos capaces de despegar y aterrizar sin intervención humana; que sería posible cruzar el Atlántico a tres mil doscientos kilómetros por hora; que los hombres viajarían a la Luna, y perderían luego el interés por el espacio exterior; que los microscopios conseguirían ver átomos independientes; que la gente llevaría encima teléfonos de un peso no mayor a unas cuantas decenas de gramos y se comunicaría sin hilos con cualquier lugar del mundo; o que la mayoría de estos milagros dependerían de un dispositivo del tamaño de un sello de correos, basado en una nueva teoría llamada mecánica cuántica…; si alguien hubiera dicho entonces todo esto, el físico sin duda lo habría tachado de loco.
La mayoría de estos avances no podían predecirse en 1899, porque la teoría científica imperante los consideraba imposibles. Y en cuanto a los pocos que por entonces parecían posibles —tales como los aviones—, la envergadura de su posterior uso hubiera escapado a las previsiones de cualquiera. Podía imaginarse un avión; pero la presencia simultánea de diez mil aviones en el aire era algo inconcebible.
Así pues, podemos afirmar en rigor que, en el umbral del siglo
XX
, ni siquiera los científicos mejor informados tenían la más vaga idea de lo que se avecinaba.
Ahora que nos hallamos a las puertas del siglo
XXI
, la situación presenta una curiosa similitud. Una vez más los científicos creen que el mundo físico está ya explicado, y que el futuro no nos deparará más revoluciones. Por la experiencia de la historia previa, ya no expresan esta opinión en público, pero eso es lo que piensan de todos modos. Algunos observadores incluso han llegado al extremo de plantear la tesis de que la ciencia como disciplina ha concluido ya su labor, que no le queda nada importante por descubrir.
[2]
Pero de la misma manera que en los últimos años del siglo
XIX
existían indicios de lo que estaba por venir, en los últimos años del siglo
XX
encontramos también pistas para vislumbrar el futuro. Una de las principales es el interés en la llamada tecnología cuántica, un esfuerzo en muchos frentes para crear una nueva tecnología que utiliza la naturaleza esencial de la realidad subatómica, y promete revolucionar nuestra idea de lo que es posible.
La tecnología cuántica entra en total contradicción con lo que el sentido común nos dice sobre el funcionamiento del mundo. Postula un mundo en el que los ordenadores operan sin ponerse en marcha y los objetos se encuentran sin buscarlos. Con una sola molécula puede construirse un ordenador de una potencia inimaginable. La información se desplaza entre dos puntos de forma instantánea, sin hilos ni redes. Se examinan objetos lejanos sin contacto alguno. Los ordenadores realizan sus cálculos en otros universos. Y el teletransporte —«Teletranspórtame, Scotty»— es algo corriente y utilizado de muy diversas maneras.
En la década de los noventa del siglo
XX
, las investigaciones en el campo de la tecnología cuántica han empezado a dar resultados. En 1995 se enviaron mensajes cuánticos ultraseguros a una distancia de 61 kilómetros, induciendo a pensar que en el siglo venidero se desarrollará una Internet cuántica. En Los Álamos, un grupo de físicos midió el grosor de un pelo humano mediante un rayo láser que en realidad no se proyectó sobre el pelo, sino que
podría
haberse proyectado. Este singular resultado «contrafactual» inició una nueva área de detección sin interacción, o lo que se ha dado en llamar «encontrar algo sin buscar».
Y en 1998 se demostró la posibilidad del teletransporte cuántico en tres laboratorios de distintos lugares del mundo: en Innsbruck, en Roma y en el Cal Tech (California Institute of Technology).
[3]
El físico Jeff Kimble, jefe del equipo del Cal Tech, declaró que el teletransporte cuántico podía aplicarse a objetos sólidos. «El estado cuántico de una entidad podría transportarse a otra entidad… Creemos saber cómo hacerlo».
[4]
Kimble se abstuvo de insinuar que fuera posible transportar a un ser humano, pero imaginaba que quizá alguien lo intentara con una bacteria.
Estas curiosidades cuánticas, contrarias a la lógica y el sentido común, han recibido escasa atención por parte del público, pero eso no seguirá así por mucho tiempo. Según ciertas estimaciones, en las primeras décadas del nuevo siglo la mayoría de los físicos de todo el mundo trabajará en algún aspecto de la tecnología cuántica.
[5]
No es de extrañar, por tanto, que a mediados de la década de los noventa varias empresas comenzaran a llevar a cabo investigaciones cuánticas. Fujitsu Quantum Devices se creó en 1991. IBM formó un equipo de investigación cuántica en 1993, bajo la supervisión de Charles Bennett, uno de los precursores en la materia.
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ATT y otras compañías siguieron pronto sus pasos, al igual que centros universitarios como el Cal Tech o instituciones estatales como Los Álamos. Y ese mismo camino tomó una nueva empresa de investigación llamada ITC, con sede en Nuevo México. Situada a sólo una hora de Los Álamos por carretera, la ITC fue la primera empresa que, en 1998, consiguió una aplicación práctica y operativa de la más avanzada tecnología cuántica.
En retrospectiva, fue una combinación de peculiares circunstancias —y mucha suerte— lo que colocó a la ITC a la cabeza de una nueva tecnología espectacular. Si bien la empresa sostenía que sus descubrimientos eran totalmente inocuos, su llamada «expedición de rescate» puso de manifiesto con absoluta claridad los riesgos implícitos. Durante dicha expedición una persona desapareció y otra sufrió graves heridas. Para los jóvenes estudiantes de postgrado que emprendieron la expedición, esta nueva tecnología cuántica, heraldo del siglo
XXI
, fue sin duda cualquier cosa menos inocua.
En 1357 tuvo lugar un característico episodio de guerra privada. Sir Oliver de Vannes, un caballero inglés distinguido por su nobleza y carácter, había conquistado las plazas fuertes de Castelgard y La Roque, en la cuenca del río Dordogne. Por lo que se sabe, este «señor prestado» gobernó con recta dignidad y se ganó la estima de la población. En abril, las tierras de sir Oliver fueron invadidas por una depredadora compañía de dos mil
brigandes
, caballeros renegados bajo el mando de Arnaut de Cervole, un monje despojado del hábito a quien se conocía por el sobrenombre de Arcipreste. Tras reducir Castelgard a cenizas, Cervole arrasó el cercano monasterio de Sainte-Mère, asesinando a los monjes y destruyendo el famoso molino de agua a orillas del Dordogne. A continuación, Cervole persiguió a sir Oliver hasta la fortaleza de La Roque, donde se desarrolló una encarnizada batalla.
Oliver defendió su castillo con pericia y valentía. Fuentes contemporáneas atribuyen los meritorios esfuerzos de Oliver a su consejero militar, Edwardus de Johnes. Poco se sabe de este hombre, en torno al cual surgió una mitología merlinesca: según la leyenda, podía desaparecer en medio de un destello de luz. El cronista Audreim declara que Johnes procedía de Oxford, pero otros aseguran que era de origen milanés. Habida cuenta de que viajaba acompañado de un grupo de jóvenes colaboradores, cabe suponer que era un experto ambulante, a sueldo de quienquiera que pagara por sus servicios. Dominaba el uso de la pólvora y la artillería, una tecnología nueva en aquella época…
A la postre, Oliver perdió su inexpugnable castillo cuando un espía franqueó un pasadizo interior, permitiendo entrar a los soldados del Arcipreste. Tales traiciones eran propias de las complejas intrigas de aquellos tiempos.