Apenas salieron hacia el parque comenzó a nevar. Grandes copos comenzaron a caer inesperadamente sobre la colina rocosa y el cielo se oscureció como si anocheciera, aunque eran sólo las tres de la tarde. Otro chico en algún patio, detrás de las casas, gritó al caer los primeros copos. Mrs. Ocky Evans abrió la ventana de arriba y asomó la cabeza y las manos, como para atrapar la nieve. El chico aguardó, sin ánimo de rebelarse, a que Patricia dijera: «¡Pronto; volvamos, que nieva!», y lo encerrara el resto del día para que no sé mojara los pies. Patricia no debe de haber notado la nieve, pensó en lo alto de la colina, aunque aquélla caía pesadamente golpeándole la cara, cubriéndole el sombrero negro. No se atrevió a hablar por miedo a despertarla en momentos en que tomaban el camino que conducía al parque. Se retrasó un poco para quitarse la gorra y recoger nieve con la boca.
—Ponte la gorra —dijo Patricia, volviéndose—. ¿O quieres morirte de un enfriamiento? —Le guardó la bufanda, y dijo a Edith:
—¿Te parece que estará, con esta nieve? Tiene que estar, ¿verdad? Siempre me esperaba allá los viernes, con bueno o mal tiempo.
Tenía la punta de la nariz colorada y las mejillas le ardían como carbones; parecía más buena moza en la nieve que en verano, cuando el cabello se le pegaba a la frente y una mancha tibia se extendía por su espalda.
—Estará —dijo Edith—. Un viernes cayó granizo y estaba. No tiene adonde ir; siempre está allí. ¡Pobre Arnold!
Edith parecía blanca y limpia, con su abrigo con un pedazo de piel; era la mitad de grande que Patricia, caminaba por la espesa nieve como si fuera de compras.
—Siempre hay milagros —dijo en voz alta el chico.
El milagro era que Patricia lo dejara caminar por la nieve; el milagro era andar paseando en la tormenta con dos muchachas mayores. Se sentó en el camino.
—Estoy en un trineo —dijo—. Empújame, Patricia; arrástrame como si fueras un perro de esquimal.
—Vamos; arriba, tonto, o te llevo a casa.
Vio que no lo decía en serio.
—Querida Patricia, hermosa Patricia —dijo—. Empújame.
—Si dices malas palabras, ya sabes a quién lo voy a contar.
—A Arnold Matthews —dijo el chico.
Patricia y Edith se acercaron.
—Se da cuenta de todo —cuchicheó Patricia.
—Me alegro de no estar en tu lugar —dijo Edith.
—Oh —dijo Patricia, tomándole la mano y apretándola contra su brazo.
—¡Soy un niño mimado, soy un niño mimado! ¡Patricia me mima! —chilló el chico.
Pronto el parque estaría totalmente blanco; ya se desdibujaban los árboles alrededor del lago y de la fuente, y una nube ocultaba el colegio, sobre la colina. Patricia y Edith tomaron el empinado sendero que llevaba al refugio. Siguiéndolas sobre el césped prohibido, el chico se dejó resbalar hasta dar de cabeza en un matorral; pero el golpe y las espinas sólo le hicieron gritar, sin lastimarlo. Las muchachas cuchicheaban tristemente. Se sacudieron las ropas en el refugio desierto, desparramando nieve sobre los bancos, y se sentaron, todavía juntas, al lado de la ventana de la cancha de
bowling
.
—Llegamos justo a la hora —dijo Edith—. Es difícil la puntualidad con esta nieve.
—¿Puedo jugar por ahí?
Patricia asintió con la cabeza.
—Juega sin gritar, y no te llenes de nieve.
—¡Nieve, nieve, nieve! —dijo el chico, y recogió un montón del suelo e hizo una bola.
—A lo mejor encontró trabajo —dijo Patricia.
—¿Arnold? No.
—¿Y si no viene?
—Tiene que venir, Patricia; no digas esas cosas.
—¿Trajiste tus cartas?
—Están en mi cartera. ¿Cuántas tienes tú?
—No las he contado.
—Muéstrame una de las tuyas —dijo Patricia.
El chico ya se había acostumbrado a su charla; le parecieron viejas y tontas, sentadas en el refugio vacío, sollozando por nada. Patricia leía una carta moviendo los labios.
—A mí me decía lo mismo —dijo—. Que yo era su estrella.
—¿Comenzaba «Corazón mío»?
Edith se deshizo en grandes lágrimas de verdad. Con una bola de nieve en su mano, el chico la vio sacudirse en su banco y esconder el rostro en el nevado abrigo de Patricia.
Palmeándole la cabeza para calmarla, dijo Patricia:
—¡Cuando venga le diré lo que pienso!
—¿Cuando venga quién?
El chico arrojó la bola de nieve. En el parque silencioso, el llanto de Edith se alzaba claro y agudo como un silbato. Haciendo como que desconocía a las muchachas, alejándose de ellas en caso de que pasara algún extraño —un hombre con botas hasta los muslos o algún muchacho burlón de Uplands—, el chico se puso a apilar nieve contra el alambrado de la cancha de tenis, hundiendo las manos en su blancura como un panadero en la masa. Cuando comenzaba a dividir la nieve en panes, diciéndose por lo bajo: «Así se hace, señoras y señores», Edith alzó la cabeza y dijo:
—Patricia, prométeme que no te enojarás con él. Seamos amigos todos.
—¡Escribirnos «Corazón mío» a las dos!… —dijo Patricia, enojada—. ¿Alguna vez te quitó los zapatos y te tiró de los dedos y…?
—¡No, no; cállate! No debes hablar así; ¡no sigas! —Edith apretó los dedos contra sus mejillas—. Sí, sí —dijo.
«Alguien le ha estado tirando de los dedos de los pies a Edith», se dijo el chico y corrió al otro lado del refugio, riendo. Edith fue al mercado —rió en voz alta, y se contuvo al ver un joven sin abrigo, sentado en un rincón, soplándose las manos. El joven tenía una bufanda blanca y gorra a cuadros. Cuando vio al chico se echó la gorra sobre los ojos. Tenía las manos azuladas y las puntas de los dedos amarillentas.
El chico corrió de vuelta a donde estaba Patricia.
—¡Patricia, hay un hombre! —gritó.
—¿Dónde hay un hombre?
—Al otro lado del refugio. No tiene abrigo y se está soplando las manos.
Edith se incorporó de un salto.
—¡Es Arnold!
—¡Arnold Matthews, Arnold Matthews, sabemos que estás ahí! —gritó Patricia hacia el otro lado del refugio, y al cabo de un largo minuto el joven, quitándose la gorra y sonriente, apareció en la esquina y se apoyó contra un pilar de madera.
Los pantalones de su lustroso traje azul eran anchos en las bocamangas, los hombros altos, fuertes y afilados; sus puntiagudos zapatos de charol brillaban; del bolsillo superior de su chaqueta asomaba un pañuelo rojo; no parecía haber andado por la nieve.
—¡Quién iba a imaginar que las dos se conocían! —dijo en voz alta, enfrentando a las muchachas de ojos enrojecidos y al chiquillo inmóvil y boquiabierto que estaba al lado de Patricia con los bolsillos llenos de bolas de nieve.
Patricia sacudió la cabeza y el sombrero le cayó sobre un ojo.
—Ven y siéntate aquí, Arnold Matthews; ¡tienes que contestar algunas preguntas! —dijo con su voz de día de lavado, enderezando el sombrero.
Edith la agarró del brazo.
—Oh, Patricia, me prometiste… —Tiró de la punta de su pañuelo; una lágrima rodó por su mejilla.
Arnold dijo en voz baja:
—Dile al chico que se vaya a jugar.
El chico corrió atrás del refugio otra vez, y cuando volvió, oyó que Edith decía:
—Tienes un agujero en el codo, Arnold. —Y vio que el joven pateaba la nieve y miraba fijamente los nombres y los corazones grabados en la pared detrás de las cabezas de las muchachas.
—¿Con quién paseabas los miércoles? —preguntó Patricia. Sus manos, torpes, sostenían la carta de Edith contra las arrugas de su pecho salpicadas de nieve.
—Contigo, Patricia.
—¿Y con quién paseabas los viernes?
—Con Edith, Patricia. —Y dirigiéndose al chico—: A ver, hijo, ¿a que no eres capaz de hacer una bola de nieve del tamaño de una pelota de fútbol?
—Sí, y de dos también.
Arnold se volvió hacia Edith y preguntó:
—¿Cómo conociste a Patricia Davies? Tú trabajas en Brynmill.
—He empezado a trabajar en Cwmdonkin —dijo ella—. Como no te veía desde entonces, no pude contártelo. Iba a decírtelo hoy, pero hoy lo descubrí todo. ¿Cómo pudiste, Arnold? Yo, mis días de salida… y Patricia los miércoles.
La bola de nieve se había transformado en un hombrecillo con la cabeza sucia y torcida y el rostro lleno de ramitas, con gorra de chico y fumando un lápiz.
—No quise hacer ningún daño —dijo Arnold—. Las quiero a las dos.
Edith chilló. El chico se sobresaltó y el hombrecillo de nieve se derrumbó, con la espalda quebrada.
—¡No mientas! ¿Cómo puedes querernos a las dos? —gritó Edith, amenazando a Arnold con la cartera. La cartera se abrió, y un paquete de cartas cayó sobre la nieve.
—¡No te atrevas a recoger esas cartas! —dijo Patricia.
Arnold no se había movido. El chico buscaba su lápiz entre las ruinas del hombrecillo de nieve.
—Tienes que elegir, Arnold Matthews; aquí y ahora.
—Ella o yo —dijo Edith.
Patricia le volvió la espalda. Edith, con la cartera abierta colgando de su mano, permaneció inmóvil. Un remolino de nieve desdobló la primera página de una carta.
—Las dos estáis muy nerviosas —dijo el joven—. Sentaos y conversemos. No llores así, Edith. Cientos de hombres quieren a más de una mujer; continuamente estás leyendo cosas así. Danos una oportunidad, Edith; sé buena.
Patricia miró los corazones y las flechas y los nombres envejecidos. Edith vio cómo se doblaban las cartas.
—Tú, Patricia —susurró Arnold.
Todavía Patricia le volvía la espalda. Edith abrió la boca para llorar y él se llevó un dedo a los labios y cuchicheó algo muy bajo para que Patricia no oyera. El chico lo vio calmarse y prometer a Edith; pero Edith volvió a llorar y salió corriendo del refugio, camino abajo, la cartera golpeando sobre su costado.
—Patricia —dijo Arnold—: mírame. Tenía que decirlo. Te quiero a ti, Patricia.
El chico se inclinó sobre el hombrecillo de nieve y encontró su lápiz atravesándole la cabeza. Cuando se puso de pie, Patricia y Arnold estaban cogidos de los brazos. La nieve chorreaba de sus bolsillos, se derretía en sus zapatos, se escurría por el cuello, dentro de su chaleco.
—Mira cómo te has puesto —dijo Patricia, abalanzándose sobre él y tomándolo de las manos—. ¡Empapado!
—No es más que un poco de nieve —dijo Arnold, solo de pronto en el refugio.
—¡Un poco de nieve!… ¡Está helado, y tiene los pies como esponjas! ¡Vamos a casa en seguida!
Los tres bajaron por el camino nevado; las huellas de Patricia eran grandes como pisadas de caballo.
—¡Mira, se ve nuestra casa! ¡Tiene el techo blanco!
—En seguida llegamos, querido.
—¡Quiero quedarme y hacer un hombre de nieve como Arnold Matthews!
—¡Shh!… Tu mamá te estará esperando. Tenemos que ir a casa.
—No; no me espera. Se ha ido de jarana con Mr. Robert.
—¡Sabes muy bien que tu mamá ha salido de compras con Mrs. Partridge. No debes inventar mentiras.
—¡Bueno, Arnold Matthews también dijo mentiras! Dijo que te quería a ti más que a Edith, y detrás de ti le decía cosas a ella.
—¡Te juro que no, Patricia; te juro que no quiero a Edith!
Patricia se detuvo.
—¿No quieres a Edith?
—¡No; te quiero a ti! ¡Es a ti a quien quiero, no a ella! ¡Oh, Dios mío, qué día! ¿No me crees? A ti, Patricia, a ti. Edith no es nada. Solía encontrarme con ella… Siempre ando por el parque.
—Pero le dijiste que la querías.
El chico los miró asombrado. ¿Por qué estaba tan enojada y seria Patricia? Tenía el rostro arrebatado y le brillaban los ojos. Su pecho se agitaba. A través de un agujero de sus medias vio los largos pelos negros de su pierna. «Tiene la pierna tan gruesa como mi cintura», pensó.
—Tengo frío, quiero té, tengo nieve en la bragueta.
Arnold retrocedió lentamente por el camino.
—Tenía que decirle eso; si no, no se iba. ¡Tenía que decírselo, Patricia! Tú viste cómo estaba. ¡La odio! ¡Te lo juro!
—¡Bang, bang! —dijo el chico.
Patricia aporreaba a Arnold, tiraba de su bufanda, lo golpeaba con los codos. Lo empujó camino abajo y gritó a voz en cuello:
—¡Yo te enseñaré a mentirle a Edith! ¡Cerdo! ¡Yo te enseñaré a destrozarle el corazón!
Arnold se escudó la cara con las manos, mientras retrocedía tambaleando.
—¡Patricia, Patricia, no me pegues; hay gente!
En el momento en que Arnold caía, dos mujeres con los paraguas abiertos espiaron a través de un remolino de nieve, situadas detrás de un arbusto.
Patricia se irguió sobre él:
—¡Le mentiste a ella y me mentiste a mí! ¡Levántate, Arnold Matthews!
Arnold se puso de pie, se arregló la bufanda, se limpió los ojos con el pañuelo colorado, alzó la gorra y se dirigió hacia el refugio.
—Y en cuanto a ustedes —dijo Patricia volviéndose y dirigiéndose a las mujeres que miraban—: ¡Deberían avergonzarse! ¡Dos viejas jugando en la nieve!
Las mujeres se escondieron detrás del árbol.
Patricia y el chico regresaron tomados de la mano al camino alto.
—Dejé la gorra junto al hombre de nieve —dijo el chico—. Es la gorra con los colores de Tottenham.
—Corre a buscarla —dijo ella—. No te puedes mojar más de lo que estás.
Encontró la gorra tapada por la nieve. En un rincón del refugio estaba Arnold sentado, leyendo las cartas que Edith había dejado caer, volviendo lentamente las páginas mojadas. No vio al chico, y el chico, oculto detrás del pilar, no lo interrumpió. Arnold leyó todas las cartas cuidadosamente.
—¡Cuánto tardaste para encontrar tu gorra! —lo recriminó Patricia—. ¿Viste al muchacho?
—No. Se había ido.
Ya en casa, en el abrigado vestíbulo, Patricia le hizo cambiar de ropas otra vez. El chico tendió las manos hacia el fuego, hasta quemarse.
—Se me queman las manos —dijo—, y la cara y los pies.
Después que lo hubo consolado, Patricia dijo:
—Bueno, ya pasó. Ya no duele. —Iba de un lado a otro de la habitación—. Todos hemos llorado bastante hoy.
Yo estaba parado al final del patio de abajo, molestando a Mr. Samuels, que vivía justamente al pie de la alta verja. Una vez por semana míster Samuels se quejaba de que los muchachos del colegio arrojábamos manzanas y piedras por la ventana de su dormitorio. Estaba sentado en una tumbona, en su prolijo jardincillo cuadrado, tratando de leer un periódico. Yo estaba a pocos pasos de él y lo miraba fijamente. Él fingía no verme, pero sabía que él no ignoraba que yo estaba mirándolo, terco, silencioso. De vez en cuando me espiaba desde detrás del periódico y me veía serio, silencioso, solitario, los ojos clavados en los suyos. Mi idea era regresar a casa apenas consiguiera hacerle perder la paciencia. Ya era tarde para el almuerzo. Lo tenía casi vencido. El periódico temblaba en sus manos, y él respiraba agitadamente cuando un chico desconocido, a quien no oí aproximarse, me empujó haciéndome rodar por la loma.