Le tiré una piedra a la cara. El chico se quitó las gafas, las guardó en el bolsillo, se quitó la chaqueta, la colgó cuidadosamente en la verja y atacó. Al girar, mientras luchábamos en lo alto de la loma, vi que Mr. Samuels había dejado el periódico doblado y se había puesto de pie para mirarnos. Fue un error volverme. El adversario me golpeó dos veces en la nuca. Mr. Samuels saltó de entusiasmo al verme caer contra la verja. Me revolqué en el polvo, acalorado, rasguñado, mordido, y luego me levanté y me lancé de cabeza contra la barriga del chico, cayendo uno sobre el otro. Vi, con un ojo que comenzaba a cerrárseme, que le sangraba la nariz. Le pegué allí. Él me rompió el cuello de la camisa y me arrastró tirándome del pelo.
—¡Bien, bien! —oí que gritaba Mr. Samuels.
Entonces los dos nos volvimos contra él. Agitaba los puños y corría de un lado a otro del jardín. Se detuvo, carraspeó, se enderezó el panamá, esquivó nuestras miradas, volvió la espalda y regresó lentamente a su asiento.
Los dos le arrojamos puñados de grava.
—¡Le voy a dar «bien»! —gritó el chico, mientras corríamos a través del patio alejándonos de los gritos de Mr. Samuels y bajábamos los escalones de la loma.
Caminamos juntos hasta mi casa. Yo, admirando su nariz sanguinolenta. Él, mi ojo hinchado como un huevo duro, sólo que negro.
—Nunca vi tanta sangre —dije.
Él contestó que yo tenía el mejor ojo en compota de Gales, tal vez de Europa; apostaba a que Tunney nunca había tenido uno igual.
—Y tú tienes la camisa llena de sangre.
—A veces sangro mucho —dijo el chico.
En Walter's Road nos cruzamos con un grupo de colegialas; torcí mi gorra, rogando que mi ojo estuviera grande como un puño, y él abrió la chaqueta para mostrar sus manchas de sangre.
Durante el almuerzo me sentí un perfecto matón, un matasiete, tan malo como lo peor de los arrabales; pero debía ser más respetuoso, de modo que guardé silencio, como Tunney, mientras comía el budín de patata. Esa tarde fui al colegio con un ojo tapado.
Si hubiera tenido una tira de seda negra me hubiera sentido tan feliz y tan desesperado como el capitán herido del libro que solía leer mi hermana, y que yo también leía de noche bajo las mantas, escondido, iluminándome con una linterna.
En el camino, un chico de una escuela inferior, de esas en las que los padres no pagan, me gritó «¡Tuerto!» con voz áspera. No le presté atención y seguí mi camino silbando, el ojo sano clavado en las nubes de verano que navegaban en lo alto, más allá de todo insulto, por encima de Terrace Road.
El profesor de matemáticas dijo:
—Veo que Mr. Thomas, allá en el fondo de la clase, ha estado forzando la vista. Pero no precisamente estudiando sus lecciones; ¿no les parece, caballeros?
Gilbert Rees, que estaba a mi lado, fue el que rió más fuerte.
—Te voy a romper una pierna a la salida —le dije.
Gilbert cojo, aullando, subiendo al despacho del director. Profundo silencio en el colegio. El portero trayéndome un mensaje en bandeja. «Saludos del director, señor, y si quiere usted subir en seguida, por favor.» «¿Cómo le rompió usted la pierna a este muchacho?» Gilbert: «Oh, ¡qué dolor, quiero morir!» «Una pequeña toma», decía yo. «A veces me olvido de la fuerza que tengo. Lo siento. Pero no hay que preocuparse. Permítame mirarle la pierna, señor.» Un rápido manipuleo, el clic de un hueso. «Doctor Thomas, señor, a sus órdenes.» Mrs. Rees, de rodillas. «¿Cómo puedo agradecerle?» «Oh, no es nada, en absoluto, mi querida señora. Lávele las orejas todas las mañanas. Tírele el compás a la basura. Vuélquele la tinta roja y verde en el lavabo.»
Durante la clase de Mr. Trotter dibujábamos muchachas desnudas, con escasa exactitud, en hojas de papel escondidas bajo nuestros dibujos del florero, y las pasábamos por los bancos. Algunos de los dibujos tenían detalles extraños, otros terminaban en colas como de sirena. Gilbert Rees sólo dibujaba el florero.
—¿Se acuesta usted con su señora, señor?
—¿Cómo dice?
—Dije si me puede prestar el cortaplumas, señor.
—¿Qué harías si tuvieras un millón de libras?
—Me compraría una Bugatti, y un Rolls, y un Bentley, y correría a ciento cincuenta por hora en la playa de Pendine.
—Yo me compraría un harén y metería en él a las chicas del gimnasio.
—Yo me compraría una casa como la de mistress Cotmore-Richard, pero el doble de grande, con una cancha de fútbol, y un garaje como la gente, con mecánicos y con un aparato para levantar coches.
—Y un baño grande, grande como el pabellón de Melba, con el retrete acolchado, y cadenas de oro, y…
—Yo fumaría cigarrillos con boquillas de oro verdadero, mejores que los Morris…
—Yo me compraría todos los trenes del ferrocarril, y sólo podrían viajar los chicos de cuarto…
—Menos Gilbert Rees…
—¿Dónde es lo más lejos que has estado?
—En Edimburgo.
—Mi padre estuvo en Salónica durante la guerra.
—¿Dónde queda eso, Cyril?
—Cyril, cuéntanos lo de Mrs. Pussie Edwards en Hannover Street.
—Bueno…, mi hermano dice que él es capaz de todo.
Por abajo de la cintura, en mi dibujo, puse lo que mi desaforada imaginación me dictó, y escribí
Pussie Edwards
en letras pequeñas al pie de la página.
—
¡Cave!
—¡Escondan los dibujos!
—Te apuesto a que un galgo corre más que un caballo.
A todos nos gustaba la clase de dibujo, salvo a Mr. Trotter.
Por la tarde, antes de ir a visitar a mi nuevo amigo, me senté en el dormitorio junto al radiador y me puse a leer mi cuaderno de ejercicios, lleno de poemas. En las paredes de mi dormitorio había retratos de Shakespeare, un Walter de la Mare arrancado del
Bookman
de Navidad de mi padre, Robert Browning, Stacy Aumonier, Rupert Brooke, un hombre barbudo que descubrí que era Whittier,
La Esperanza
de Watt y un certificado de escuela dominical que me avergonzaba de querer arrancar. Un poema que me habían publicado en la sección «Gales al día» del
Western Mail
estaba pegado para vergüenza mía en el espejo; pero la vergüenza ya se iba desvaneciendo. A través del poema había escrito con pluma de ganso y grandes floreos:
Homero aprueba
. Continuamente esperaba la ocasión de traer alguien a mi dormitorio: «Entre en mi cueva y excuse la desprolijidad; siéntese. ¡No, en ésa no; está rota!» Y forzarlo a ver el poema como por accidente. «Lo puse ahí para que me avergüence.» Pero nadie entraba nunca, salvo mi madre.
Caminando hacia la casa de mi amigo, al hacerse la noche, a través de desiertas avenidas bordeadas de árboles, recité trozos de mis poemas y oí mi voz en Park Drive como si fuera la voz de un extraño, acompañada por el taconeo de mis botas claveteadas, alzándose muy dulcemente en el sereno anochecer de otoño.
Mi mente está conformada
como un tejido.
Velados y apasionados
son los pensamientos que nacen
de su fuente de furtivo deseo
embelesada por la miseria del demonio.
Si hubiera mirado hacia el camino desde una ventana habría visto al muchachito de gorra escarlata y grandes botas caminando a zancadas por el centro y me habría preguntado quién era. Si hubiera sido una joven la que miraba, el rostro como el de Mona Lisa, el cabello negro como el carbón, recogido en dos rodetes sobre las orejas, habría percibido bajo el traje «Sección Niños» un cuerpo viril cubierto de pelos, quemado por el sol, y lo hubiera llamado para preguntarle «¿Quiere tomar té o un cóctel?», y para oír su voz recitando el «Salmo de las hojas de hierba» en la penumbra de una sala con pesadas cortinas, llena de reproducciones famosas y reluciente de libros y botellas de vino.
Ha caído la helada,
la helada oscura, acuchillada de flores,
frágilmente sembrada
de manchas de luna iluminada,
en torno de mi cabeza de desagradable rojo abanderada.
La helada ha hablado;
la helada secreta y estremecida en silenciosos copos.
Con invisibles labios azules
arroja vidrio hacia él brillo de las estrellas.
Sólo para mis oídos ha hablado con lágrimas visionarias.
La helada ha sabido,
por el desparramado conclave de los vientos,
que el solitario genio en mis raíces,
desnudo en una jungla de futuros,
ha plantado un verde año, para alabanza del corazón
de mis crecientes días.
La helada ha llenado
mi corazón de deseos que volcó la noche
helada, hecha de vapor celestial,
helada que han buscado las columnas de nieve no caída,
por los campos del espacio, revoloteando
en torno de mi lugar único.
«¡Mira! ¡Un chico extraño, caminando solo como un príncipe!»
«¡No! ¡Como un lobo! ¡Mira qué pasos da!» La iglesia de Sketty repicó en mi honor.
Cuando yazca agobiado
y mis cenizas sean
polvo en un mimo exasperante
de estrella amenazadora…
recité. Un joven y una mujer, cogidos de la mano, aparecieron de pronto desde un caminillo que salía de atrás de unas casas. Cambié mi recitado por una canción, y pasé a su lado tarareando. Se irían riendo por lo bajo, sus espantosos cuerpos juntos. «Queridita, preciosita, lindo pelito.» Silbé fuerte, al pasar golpeé en la puerta de una tienda y miré por encima de mi hombro. La pareja ya no estaba. Di un puntapié a
Los Olmos
. «¿Dónde están esos malditos olmos, míster?» Y aquí tienes un puñado de piedras en tu ventana, señora dueña de
La Heredad
. Una de esas noches iba a pintar la palabra
Vagos
sobre el portón de la fábrica de Kia-Ora.
En los escalones del
Lyndhurst
había una mujer con un pomerania de mal humor; metí la gorra en el bolsillo y corrí; allí estaba la casa de Dan,
Warmley
, de la que salía fuerte música.
Dan era músico y también poeta; había escrito siete novelas históricas antes de cumplir los doce años y tocaba el piano y el violín; su madre hacía cuadros con lana, su hermano estaba empleado en los muelles y tocaba jazz, su tía dirigía una escuela preparatoria en el primer piso y su padre escribía música para órgano. Todo esto me lo había contado mientras caminábamos a casa sangrando, contorneándonos al cruzarnos con las chicas del gimnasio, saludando a los muchachos que pasaban en tranvía.
La madre de mi nuevo amigo salió a la puerta con un ovillo de lana en la mano. Dan, en la sala de arriba, me oyó llegar y atacó el piano con más bríos.
—No te oí entrar —dijo cuando lo encontré. Concluyó con un gran acorde, extendiendo todos los dedos.
La habitación estaba espléndidamente revuelta, llena de lana y de papeles, y los armarios abiertos repletos de cosas imposibles de encontrar; los muebles, que eran buenos, estaban destartalados; había un chaleco colgado de la araña. Pensé que en aquella habitación podía vivir toda mi vida, escribiendo, peleando, volcando tinta, invitando a mis amigos a fiestas de medianoche, con ron de Waller y
charlottes russes
de Eynon, sidra y vino.
Me mostró sus libros y sus siete novelas. Todas las novelas trataban de batallas, sitios y reyes.
—Todas cosas de principiante —dijo.
Me dejó sacar su violín y arrancarle un maullido.
Nos sentamos en un sofá, junto a la ventana, y hablamos como si siempre nos hubiéramos conocido. ¿Le ganarían los Cisnes a las Espuelas? ¿A qué edad podían tener hijos las chicas? ¿Quién había jugado mejor el año pasado, Arnott o Clay?
—Ese que está fuera, en la calle, es mi padre —me dijo—. El más alto, el que mueve los brazos.
Dos hombres conversaban junto a los rieles del tranvía. Mr. Jenkyn parecía querer nadar a lo largo de Eversley Road; daba grandes brazadas en el aire y golpeaba el suelo con los pies; después cojeó y levantó un hombro más que el otro.
—Tal vez esté describiendo una pelea —dije.
—O contándole a Mr. Morris un cuento de rencos —dijo Dan—. ¿Sabes tocar el piano?
—Sé sacar acordes, pero melodías no.
Tocamos un dúo con las manos cruzadas.
—Bueno, ¿de quién es esta sonata?
Inventamos un Dr. Percy, el más grande compositor del mundo para cuatro manos, y yo fui Paul América, el pianista, y Dan fue Winter Vaux.
Le leí todo un cuaderno de poemas. Escuchó sabiamente, como si fuera un niño centenario, la cabeza inclinada, los lentes temblorosos sobre la nariz hinchada.
—Éste se llama
Urdimbre
—le dije.
Como soles enrojecidos por las lágrimas que corren,
cinco soles en el cuadrante,
juntos, pero separados, separadamente redondos,
se deslizan, sin sonido.
Rojos tal vez, por el cuadrante pálido como la hierba.
En unidad, cinco lágrimas despiertas en los párpados,
soles, pero salados,
cinco inescrutables lanzas en la cabeza,
cada sol una agonía
se retuercen quizá, dolor sangrado de odio,
cinco en uno, el uno hecho de cinco en uno, tempranos
soles distorsionados
enloquecidos y desolados,
giran, corren
salvajemente, espumosos, sacudidos de viento, desolados,
se cruzan, se hunden. Uno de los cinco es el sol.
El traqueteo de los tranvías junto a la casa se perdía quizá en el mar, en la bahía dragada. Nadie me había escuchado jamás así. El colegio había desaparecido, dejando en Mount Pleasant un profundo hoyo que olía a vestuario y a ratones, y la palabra
Warmley
relucía sobre la oscuridad de un pueblo desconocido para mí. En la habitación silenciosa que nunca me había parecido extraña, sentado sobre montones de lana de color, uno con la nariz hinchada, el otro tuerto, hicimos justicia a nuestros méritos. El futuro se extendía al otro lado de la ventana, por encima de Singleton Park atestado de amantes que se revolcaban, hacia el humoso Londres, sembrado de poemas.
Mrs. Jenkyn se asomó detrás de la puerta y encendió la luz.
—Bueno, ahora se está mejor —dijo—. Ustedes no son gatos.
El futuro desapareció con la luz, y jugamos a tocar una obra del Dr. Percy.
—¿Alguna vez oíste algo más bello? ¡Más fuerte, más fuerte, América! —exclamó Dan.
—Déjame los bajos a mí —dije, hasta que golpearon en la pared de al lado.