Retrato del artista cachorro (10 page)

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Authors: Dylan Thomas

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: Retrato del artista cachorro
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—¡No te atrevas…! —Walter y Doris yacían silenciosos, cerca. Se podía oír caer un alfiler.

—Y lo curioso fue —dijo Tom— que después de un rato todos nos sentamos en la arena y nos sonreímos. Y luego, en la oscuridad, sin decir palabra, cambiamos de lugar. Y me encontré acostado con Doris, y Norma con Walter.

—Pero ¿por qué cambiaste, si amabas a Norma? —pregunté.

—Nunca comprendí por qué —dijo Tom—. Todas las noches pienso en eso.

—Eso fue en octubre —dijo Walter.

Y Tom continuó:

—No vimos a las chicas hasta julio. Yo no podía mirar a Norma de frente. Y después, un día denunciaron nuestra paternidad; Mr. Lewis, el juez, tenía ochenta años, y además era sordo como una tapia. Se colocó una trompetilla en la oreja, y Norma y Doris prestaron declaración. Después nosotros. Pero el juez no pudo decidir cuál era de quién. Y al final sacudió la cabeza, y señalando con la trompetilla dijo: «¡Exactamente como los perros!»

De pronto recordé que hacía frío, y me froté las manos entumecidas. Imagínense: toda la noche de pie en el frío. Supongan, pensé, que escuchan una historia larga y desagradable en la noche escarchada, bajo un arco polar.

—¿Qué pasó después? —pregunté.

Walter contestó:

—Me casé con Norma —dijo— y Tom se casó con Doris. Teníamos que ser correctos, ¿no es así? Por eso Tom no quiere ir a su casa. No vuelve hasta la madrugada. Y yo tengo que hacerle compañía. Es mi hermano.

Corriendo podía llegar a casa en diez minutos. Me subí el cuello de la chaqueta y me bajé la visera de la gorra.

—Y lo curioso —dijo Tom— es que yo quiero a Norma; pero Walter no quiere ni a Norma ni a Doris. Tenemos dos hijos muy lindos. Al mío le puse Norman.

Nos dimos las manos.

—Hasta la vista —dijo Walter.

—Yo ando siempre por aquí —dijo Tom.

—¡Hasta pronto!

Salí de abajo del puente, crucé Trafalgar Terrace y taconeé con fuerza por las empinadas calles.

Donde corre el Tawe

Mr. Humphries, Mr. Roberts y el joven Mr. Thomas llamaron a la puerta de la pequeña villa de Mr. Emlyn Evans,
Lavengro
, exactamente a las nueve de la noche. Aguardaron escondidos detrás de una planta de verónica mientras Mr. Evans arrastraba sus pantuflas por el pasillo desde el cuarto trasero y se afanaba luego con el cerrojo.

Mr. Humphries era maestro de escuela; un hombre alto, rubio y tartamudo que había escrito una novela sin ningún éxito. Mr. Roberts, hombre alegre y desacreditado, de edad mediana, era cobrador de una compañía de seguros; en su oficio lo llamaban ladrón de cadáveres, y era bien conocido entre sus amigos como
Burke y Hare, el nacionalista galés
. Una vez había tenido un alto cargo en una empresa cervecera. El joven Mr. Thomas carecía de empleo por el momento, pero se suponía que pronto iba a partir hacia Londres para intentar hacer carrera en Chelsea como periodista; no tenía un centavo y esperaba, de una manera vaga, vivir de las mujeres.

Cuando Mr. Evans abrió la puerta e hizo brillar su linterna hacia el caminillo, iluminando el garaje y el gallinero, pero pasando por alto el arbusto, los tres amigos aparecieron de un salto gritando con voces amenazadoras:

—¡Somos del
Ogpu
; déjenos entrar!

—Buscamos literatura sediciosa —tartamudeó Mr. Humphries, alzando su mano a modo de saludo.

—¡Salve, Saunders Lewis! ¡Sabemos dónde está! —dijo Mr. Roberts.

Mr. Evans apagó su linterna.

—Entren, hijos; el aire de la noche es malo. Entren a tomar una copa. Sólo tengo vino de uva chinche —agregó.

Los visitantes se quitaron abrigos y sombreros, los apilaron sobre el extremo del pasamanos y, hablando en voz baja por temor a despertar a los mellizos George y Celia, siguieron a Mr. Evans en dirección a su cueva.

—¿Dónde está su adorable tormento? —preguntó Mr. Roberts con acento
cockney
. Se calentó las manos delante del fuego y, aunque visitaba la casa todos los viernes, observó con una sonrisa de sorpresa las prolijas hileras de libros, el ornado escritorio de tapa corrediza que transformaba la sala en estudio, el reluciente reloj de pie, las fotografías de los niños mirando fijamente el «pajarito», la vieja botella de cerveza llena de delicioso vinillo casero que se subía a la cabeza y el gato durmiendo sobre la alfombra arrugada.

—¡Vivan los hogares de la burguesía!

Él era un solterón sin hogar, con un pasado oscuro y muchas deudas, y nada le causaba más placer que envidiar en voz alta a sus amigos por las esposas y las comodidades, y hablar desdeñosamente de ellos en la intimidad.

—En la cocina —dijo Mr. Evans repartiendo vasos.

—El lugar que corresponde a toda mujer —declaró lleno de sinceridad Mr. Roberts—, con una sola excepción.

Mr. Humphries y Mr. Thomas acomodaron sillas alrededor del fuego y los cuatro se sentaron juntos, íntimos, con los vasos llenos en sus manos. Durante un tiempo no habló ninguno de ellos. Se cambiaron miradas astutas, sorbieron, suspiraron, encendieron cigarrillos que Mr. Evans sacó de una caja de ajedrez. En una ocasión, Mr. Humphries echó un vistazo al reloj de pie, guiñó y se llevó un dedo a los labios. Después, cuando los visitantes entraron en calor y el vino comenzó a hacer su efecto y olvidaron la fría noche que aguardaba fuera, Mr. Evans dijo, con un leve estremecimiento de deleite prohibido:

—La patrona se irá a la cama dentro de media hora. Entonces podremos empezar a trabajar. ¿Trajo cada uno lo suyo?

—Y las herramientas —dijo Mr. Roberts, golpeándose un bolsillo.

—¿Qué hacemos hasta entonces? —preguntó el joven Thomas.

Mr. Humphries hizo otro guiño.

—¡Sh…! —agregó.

—He esperado que llegara esta noche como solía esperar los sábados cuando era chico —dijo Mr. Evans—. Entonces me daban un penique. Y me lo gastaba entero en golosinas.

Era corredor de artículos de goma: muñecos de goma, jeringas, alfombrillas para baños. A veces, para hacerlo ruborizar, Mr. Roberts lo llamaba «el amigo del pobre». «¡No, no, no!», decía él entonces. «¡Puede revisar todas mis muestras; no vendo esas cosas!» Era socialista.

—A veces, con mi penique me compraba un paquete de Cenicientas —continuó Mr. Roberts— y me lo fumaba en el matadero. Eran los cigarrillos más dulces del mundo. Ya no se los ve.

—¿Se acuerda del viejo Jim, el cuidador del matadero? —preguntó Mr. Evans.

—Él vino después que yo; yo no soy un pollo como ustedes, hijos.

—Usted no es viejo, Mr. Evans. Piense en Bernard Shaw.

—Nada de shawismo para mí; yo soy un devorador impenitente de pájaros y bestias, y no me arrepiento —dijo Mr. Roberts.

—¿Y de flores también?

—¡Oh, oh! Vamos, literatos, no hablen de cosas que yo no pueda entender. No soy más que un viejo y pobre resucitador.

—Este viejo solía meter la mano en el cajón de la carne y sacar una rata con el cuello limpiamente quebrado, por el precio de un vaso de cerveza.

—Aquélla sí que era cerveza.

—¡Basta, basta! —Mr. Humphries golpeó la mesa con su vaso—. No hay que gastar las historias; las necesitaremos todas. ¿Tiene bien anotada en su cuaderno esa anécdota del matadero, Mr. Thomas?

—La recordaré.

—No la olvide; ahora hablen de cualquier cosa—dijo Mr. Humphries.

—¡Está bien, Roderick! —contestó rápidamente Mr. Thomas.

Mr. Roberts se tapó las orejas con las manos.

—La conversación se está volviendo esotérica —dijo—. ¡Perdonen mi francés! Mr. Evans, ¿hay rifles para cornejas? Necesito espantar a unos eruditos. ¿Le conté lo de mi conferencia en la John O'London Society sobre
La utilidad de lo inútil
? Era un tema difícil. Hablé mucho de Jack London, y cuando al final se dijo que me había ido del tema, contesté: «Bueno; era inútil disertar sobre eso, ¿no les parece?»; y no pudieron contestar nada. Mrs. Davies estaba en primera fila. ¿La recuerda? La que dio aquella conferencia sobre W. J. Locke y se hizo un lío tremendo con las palabras. ¿Recuerda cuando habló del «vagabundo amabundo», Mr. Humphries?

—¡Silencio, silencio! —dijo Mr. Humphries, gruñendo—. Guárdelo para después.

—¿Más vino?

—Se toma como agua, Mr. Evans.

—Como leche materna.

—Diga cuándo, Mr. Roberts.

—Palabra de dos sílabas que denota pasaje del tiempo. ¡Gracias! Lo leí en una caja de fósforos.

—¿Por qué no imprimen folletines en las cajas de fósforos? La gente compraría todas las existencias para ver qué pasa con Daphne —dijo Mr. Humphries.

Se calló y su mirada recorrió, turbada, los rostros de sus amigos. Daphne se llamaba la divorciada de Manselton por la cual Mr. Roberts había perdido su reputación y su puesto en la cervecería. Había caído en la costumbre de enviarle botellas a la casa, libres de cargo, y le había comprado un bar y le había regalado un centenar de libras y los anillos de su madre. En compensación ella ofrecía grandes fiestas, a las cuales nunca lo invitaba. Sólo Mr. Thomas había reconocido el nombre, y ahora decía:

—No, Mr. Humphries; mejor en rollos de papel higiénico.

—Cuando estuve en Londres —dijo Mr. Roberts— paré en
Palmers Green
con una pareja llamada Armitage. Él fabricaba persianas. Todos los días se dejaban mensajes anotados en papel higiénico.

—Para fabricar persianas no hay como los persas —dijo Mr. Evans, esperando que en cualquier momento entrara Mrs. Evans desde la cocina, con cara de vinagre.

—A menudo tenía que limpiarme con «Querido Tom, no olvides que los Watkins vienen a tomar el té» o «A Peggy, recuerdo de Tom». Mr. Armitage era admirador de Mosley.

—Matones —dijo Mr. Humphries.

—En serio ¿qué podemos hacer frente a la uniformización del individuo? —preguntó Mr. Evans. Maud seguía en la cocina; la estaba oyendo amontonar los platos.

—Para contestar su pregunta con otra —dijo Mr. Roberts, colocando una mano sobre la rodilla de Mr. Evans—, ¿qué individualidad hay en la izquierda? La edad de la masa produce hombres-masa. La máquina produce robots.

—Robots que son sus esclavos —articuló claramente Mr. Humphries—; fíjese bien: no sus amos.

—Eso. Así es. El dominio tiránico de la bujía, Mr. Humphries; y la que paga el pato es la carne y la sangre.

—¿Algún vaso vacío?

Mr. Roberts puso su vaso boca abajo.

—En Llanely eso solía significar «Desafío a pelear al que quiera». Pero en serio, como dice Mr. Evans: el individualista a la antigua es un tapón cuadrado en un agujero redondo.

—¡Y qué agujero! —dijo Mr. Thomas.

—Tomen nuestros… ¿cómo dijo la semana pasada «Espectador»?… nuestros «inconductores» nacionales.

—Tómelos usted, Mr. Roberts; nosotros ya tenemos bastante con las ratas —dijo Mr. Evans con una risa nerviosa. La cocina estaba en silencio: Maud ya estaba lista.

—«Espectador» es el
nom-de-plume
de Basil Gores Williams —dijo Mr. Humphries— ¿Alguien lo sabía?


Nom-de-guerre
. ¿Leyó su ensayo sobre Ramsay Mac? «Un cordero con piel de lobo».

—¡Sí; lo conozco! —dijo Mr. Roberts desdeñosamente—. ¡Estoy harto de él!

Mrs. Evans, al entrar en la habitación, oyó la última conversación. Era una mujer delgada, con amargas arrugas, manos cansadas, ojos castaños que habían sido hermosos y nariz altanera. Mujer inconmovible, una vez, en vísperas de Año Nuevo, había escuchado a Mr. Roberts describir sus hemorroides durante más de una hora y le había permitido llamarlas, sin protestar, sus viñas de ira. Cuando estaba sereno, Mr. Roberts la llamaba señora, y se reducía a conversar del tiempo y de los resfriados. Ahora se puso en pie de un salto y le ofreció su silla.

—No; gracias, Mr. Roberts —dijo ella con voz clara y aguda—. Me voy a la cama en seguida. El frío me sienta mal.

«Vete a la cama, fea Maud», pensó el joven Mr. Thomas.

—¿No quiere calentarse un poquito antes de retirarse, Mrs. Evans? —preguntó.

Ella sacudió la cabeza, ofreció una delgada sonrisa a los amigos y dijo a Mr. Evans:

—Trata de arreglar el asunto antes de acostarte.

—Buenas noches, Mrs. Evans.

—Esta vez no será más de medianoche, Maud; te lo prometo. Sacaré a Sambo afuera.

—Buenas noches, señora.

Que duermas bien, engreída.

—No los molestaré más, caballeros —dijo ella—. El vino que guardábamos para Navidad está donde se guarda el calzado. Sería una lástima que se echara a perder. Buenas noches.

Mr. Evans alzó las cejas y silbó.

—¡Uf, hijos! —Fingió echarse aire con la corbata. De pronto su mano se detuvo en el aire—. Estaba acostumbrada a una casa muy grande —explicó—, con sirvientas.

Mr. Roberts sacó lápices y plumas fuentes de su bolsillo.

—¿Dónde está el inapreciable manuscrito
Tempus est fugiens
?

Mr. Humphries y Mr. Thomas apoyaron cuadernos en sus rodillas, tomó cada uno un lápiz y observaron cómo Mr. Evans abría la puerta del reloj de pie.

Debajo de las pesas había un montón de papeles atados con un moño celeste. Mr. Evans los colocó sobre el escritorio.

—Pido la palabra —dijo Mr. Roberts—. Veamos dónde estábamos. ¿Tiene usted las notas, Mr. Thomas?


Donde fluye el Tawe
—leyó Mr. Thomas—.
Novela de la vida provinciana. Capítulo uno: Un corte descriptivo del pueblo, Dockland, los barrios bajos, los suburbios, etc
. Terminamos eso. El título aprobado fue:
Capítulo uno, La ciudad pública
. El capítulo dos se llamará
Las vidas privadas
, y Mr. Humphries ha propuesto lo siguiente:
Cada uno de los colaboradores tomará un personaje de cada esfera o estrato social del pueblo y lo presentará a los lectores con una breve historia de su vida hasta el momento en que comenzamos nuestro relato, esto es, hasta el invierno de este mismo año. Estas descripciones de los personajes, que de aquí en adelante serán considerados como los protagonistas principales, y sus crónicas biográficas constituirán el segundo capítulo
. ¿Alguna pregunta, caballeros?

Mr. Humphries asintió a todo. Su personaje era un maestro de escuela sensitivo, con opiniones avanzadas, a quien se juzgaba y se trataba mal.

—Ninguna pregunta —dijo Mr. Evans. Estaba a cargo de los suburbios. Hojeó sus notas y aguardó a que le tocara comenzar.

—Yo todavía no he escrito nada —dijo Mr. Roberts—. Lo tengo todo en la cabeza. Había elegido los barrios bajos.

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