—Dais muy bien en televisión —empecé acelerando.
Ambas se miraron con desconfianza. La experiencia pública debía haber despertado entre ellas cierta amistad. Hundieron sus ojos en mí con desprecio. También les había enseñado que nosotros éramos sus enemigos. No tenía más remedio que entrar en picado y olvidarme del intento amistoso.
—No tengo nada en contra de que hagáis declaraciones a los periodistas. Comprendo que vuestro caso presenta componentes humanos que conviene denunciar. Sin embargo, me gustaría que os dierais cuenta de que todo este follón informativo puede excitar al violador, tentarlo de nuevo a atacar a otra chica.
No me miraban. Sonia daba pataditas en el aire con la pierna cruzada.
—Incluso por vuestra propia conveniencia sería mejor que no volvierais a salir en ese programa. Ahora la gente os trata como a heroínas, pero después se cansarán, se olvidarán de vosotras y no habréis servido más que de comidilla, será peor para reemprender con normalidad vuestras vidas.
Patricia se atrevió a hablar.
—Usted no quiere que salgamos en el programa para que no se sepa que hace mal la investigación.
—¿Eso es lo que os ha dicho la periodista?
—Además... —dijo Sonia— ... ¿Cuánto nos pagó la policía por declarar?
—¡Dios!
Me estrujé las manos y hubiera querido mesarme los pelos. ¡Maravilloso! ¿Cuánto nos pagan por decir la verdad, por ser solidarios, cuánto por nuestro voto? Todo era una sencilla transacción, ponga usted un precio y ya veremos después. Estaba cercana a desesperarme. Garzón me hizo un gesto con la cabeza para que le dejara intervenir.
—También pudiera ser que al violador se le hinchen las narices y decida volver a ajustaras las cuentas a cualquiera de las tres.
Lo miraron como si estuviera loco. Era inútil, toda tentativa estaba destinada al fracaso, iban pertrechadas como el mejor espía inglés para una misión en Moscú. Las habían alertado sobre cualquier táctica que pudiéramos emplear para convencerlas, incluido el temor. Aquella periodista trabajaba a conciencia. Además, tenían sus treinta monedas, y si Judas se entrega a sí mismo ¿puede hablarse de traición? Las dejamos marchar.
Fuimos a casa de Salomé y la cosa resultó aún más explosiva. Su madre estaba delante, y cuando supo que queríamos interrogarla pidió permiso en su trabajo para estar presente. Nos interrumpía cada dos por tres, estaba furiosa. La participación en aquel programa era una denuncia y un bien social, eso dijo. Salomé no abría la boca. En aquellos momentos odiaba tanto a su madre como podía odiarme a mí, o al violador. La concentración de odio en sus ojos era tan intensa que me asusté. Comprendí que iría a televisión cuantas veces le indicaran, adormecida como una zombi en su voluntad, sólo con aquel testimonio de vida en los ojos, odio puro, aplacado a ratos, otros en plena erupción.
Salimos a la calle. El barrio estaba animado a aquella hora. Cerraban los talleres, las tiendas permanecían abiertas un rato más. Pequeños bares miserables, estrechos, con dos o tres parroquianos sentados en la barra, hablando todos a la vez. Niños con chándal. Mujeres con prisa.
—¿Le apetece una cerveza?
Entramos en una tasca gallega. Me senté sobre un taburete como si se tratara del más cómodo sillón, desanimada, cercana al derrumbe moral. Todo me parecía evidente ahora, una violación era un caso que debía ser olvidado o al que podía sacársele alguna rentabilidad. No obtendríamos la más mínima cooperación por parte de las víctimas. Aquel sería siempre un asunto de familia y la violada era su punto más débil, aquel por el que podía extenderse la mancha en el nombre. Había pues que neutralizarla, impedir que hablara o hacerle recitar un guión gracias al cual era aún posible cierto provecho de tipo material. Todo iba a ser más duro de lo que imaginé, las implicaciones se pegaban a los dedos como telarañas recientes. ¿A quién le interesaba realmente atrapar al violador? Mi compañero sorbía Ribeiro, ajeno a mi marasmo. Le pregunté:
—¿Cree de verdad que a alguna de esas chicas pueden volver a atacarlas?
—No es probable.
—¿Ha visto cómo los padres asumen el protagonismo?
Volvió la cara hacia mí. Estaba haciendo demasiadas preguntas de respuesta cantada.
—Está impresionada negativamente por esto, ¿verdad, Petra?
—Es repugnante, la familia es un invento repugnante, Garzón. Uno quiere borrar toda evidencia de lo ocurrido como único remedio, los otros exhiben a las chicas en plan monstruos de feria. Me pregunto si su culpa no es igual a la de ese desgraciado que viola.
—Y sin embargo, aparte de esas malditas familias, nadie más se preocupará.
Di un soplido cansado.
—Puede que lleve razón.
—De todos modos me alegro de verla deprimida, así ya tiene el ánimo hecho para lo que debo decirle.
Me asusté. Garzón me apaciguó con gestos indolentes de sus manazas:
—Tranquila, solo es la lista de joyeros y talleres de orfebrería.
—¿Cuántos hay?
—Unos cien.
—¿Cien profesionales que trabajan con rodio, no dijo aquel tipo que era un material en desuso?
—El cabrón ha incluido cualquier posibilidad.
—¡Dios!
—No se preocupe, las peinaremos todas.
—Ni siquiera sabemos lo que andamos buscando.
—¡Más niebla soportaba Sherlock Holmes!
—A usted no le arredra nada, ¿verdad?, ¿y si el violador vuelve a las andadas?
—No, ahora está entretenido viendo la televisión, leyendo los periódicos, contempla sin duda el resultado de sus hazañas. Tengo la seguridad de que durante un tiempo se estará quieto.
—Ojalá.
—Por cierto, ¿tiene hambre? Le propongo que cenemos juntos.
—No sé si estoy de humor.
—Mejor, así si el humor es malo se le pasará.
Fuimos al Egipto, cargado de gente joven y parejas alegres. Yo no tenía hambre, pero Garzón estaba, como siempre, dispuesto a embarcarse en cualquier degustación con tal de que fuera abundante. En fin, tampoco había pedido que nos devolvieran el caso para caer en una profunda zozobra, intenté estar contenta y sonreír. El problema residía en que yo era portadora de lo que los franceses llaman
un coeur simple.
Quería que las cosas fueran monocromas, que se manifestaran con claridad, inundadas por el mismo rayo de luz. Los culpables: malvados; las víctimas: inocentes; la sociedad: expectante y justiciera frente al mal; la policía: arropada como garantía moral contra el caos. No estaba preparada para aquella hostilidad general que venía rebotada desde todos lados como una pelota en un frontón.
—¿A que están buenas estas lentejas?
A Garzón, sin embargo, todo aquello no le venía de nuevas, estaba acostumbrado a tratar con víctimas y verdugos, sabía que el delito es una sustancia viscosa de la que uno sale pringado con sólo rozarla.
—Quizá con un poquillo de picante estarían mejor.
Ahora sí habíamos entrado en materia vital: padres negadores, madres avasalladoras, víctimas vulgares, el poder del dinero... Claro que seguramente Robin Hood tenía que vérselas de vez en cuando con algún leñador patán. Nuestro cometido no era hacer el bien, sino cumplir con el deber y el deber venía especificado en gélidas ordenanzas. Me entraron ganas de renunciar al caso en aquel instante, pero luego pensé que quizás esta decisión no hubiera sido contemplada con buenos ojos por la superioridad. Garzón daba por finalizadas las lentejas rebañando los restos. Sacaba parte de su fortaleza existencial de la comida, no había más que verlo.
—Estoy confundida, no sé qué actitud tomar.
—Póngase farruca como hacía antes.
—Creí que no le parecía bien.
—Supongo que en algún interrogatorio se pasó.
—Ser contundente es necesario en una mujer, de lo contrario no consigues que nadie te tome en serio.
—¡No empiece con el aprovechamiento de sus técnicas de mujer!
—Mire, Fermín, me fastidiaría que me tomara por una pedante intelectual, pero dígame ¿conoce usted la teoría darviniana?
—Sí.
—¿Y está de acuerdo con ella?
—Parece ser que no admite discusión.
—Digamos que la Naturaleza, con el tiempo, dota a los bichos de las armas que precisan para sobrevivir. Entonces, ¿por qué iba a yo a renunciar a mis antenas sensibles o a mi pata femenina de más?
Le parecía divertido, se reía haciendo vibrar su panza de Buda urbano. Luego estuvimos un rato callados porque se extasió frente a una chuleta de ternera. Supuse que en la pensión donde vivía las cenas resultarían insufribles. Cuando logró dejar de comer, se limpió el bigote mil veces con la servilleta y de repente me soltó:
—¿Por qué se divorcio usted?
Me había cogido por sorpresa, en ningún momento pensé que fuera a decantarse por el lado personal. Propiné unos cuantos papirotazos a las migas de pan que había sobre el mantel.
—Cuando, ¿la primera o la segunda vez?
—Las dos.
Me eché a reír con declarada falsedad. Esperaba que me diera la opción cortés de no responderle, pero seguía mirándome en espera de razones con el desparpajo que sólo un hombre que ha comido opíparamente puede tener.
—Pregúnteme más bien por qué me casé, es menos complicado.
—De acuerdo, ¿por qué se casó?
¡Condenado Garzón, estaba intrigado de verdad! Me aferré al cigarrillo como lo hace un opositor en el umbral del aula de examen.
—Bueno, la primera vez... ya sabe usted por qué se casa la gente la primera vez.
—No entiendo lo que quiere decir.
—Bien... ambos éramos jóvenes, brillantes en los estudios, no mal parecidos... Nos conocimos en la Facultad y acabamos la carrera al mismo tiempo. Decidimos montar un bufete de abogados con dos socios más que, contra todo pronóstico, funcionó muy bien. Luego, poco a poco, Hugo fue tomando el papel principal y yo me quedé como una mera pasante. Trabajo seguro pero sin protagonismo y con el marido de jefe. Ya ve, las cosas estaban cantadas, ¿o no?
—Supongo que sí. Y ¿qué pasó después?
—¿Después? ¡Estuvimos casados catorce años, Fermín! ¿Cómo puedo contárselo ahora?
—¿Qué más falló?
—Catorce años no están mal, romper no puede considerarse un fallo después de tanto tiempo.
—El matrimonio es para toda la vida.
—Sí, lo sé.
—¿Su marido le fue infiel?
—¿Hugo?, ¡no! En realidad las cosas no suceden por las buenas. Para que un cañón dispare primero hay que cargarlo con un proyectil. Trabajábamos mucho, Hugo es lo que llaman un hombre cabal, moderado, discreto. Tenía una gran influencia sobre mí, digamos que yo veía el mundo bajo su prisma personal y profesionalmente. Tanto que al final pensé que estaba anulada, harta de hacer siempre lo razonable y lo virtuoso, de ser la segunda de a bordo. Así que un buen día me escapé. Decidí dejarlos al Derecho y a él. Pero fíjese bien: me escapé, nunca fui capaz de enfrentarme con mi marido y decirle lo que pensaba ni en el despacho ni en casa, quizá porque sabía que era él quien llevaba razón. Ni siquiera ahora he superado ese trauma. Cuando estoy en su presencia jamás le llevo la contraria.
—En fin —dijo mi confidente como todo comentario.
Sin embargo, no estaba en absoluto desinteresado, sino que me escuchaba con auténtica unción.
—Y con Pepe, ¿qué pasó?
—¿Quiere saberlo todo sobre mí?
—Discúlpeme, suelo ser más discreto, pero como nunca me he divorciado siento curiosidad.
—No se preocupe, hace bien en preguntar. Además, lo de Pepe fue mucho más sencillo. Lo conocí por casualidad y ¡era tan encantador! La prudencia parecía serle indiferente, y los convencionalismos. Le daba igual desfilar en una parada militar que en una procesión. Pensé que esta vez sería yo quien llevaría las riendas. Además no teníamos vínculos de trabajo.
—Y se equivocó.
—No me equivoqué. Nos casamos y, en efecto, era yo quien llevaba las riendas; pero pasé de tener un padre marido a un marido hijo. Sentía ternura y piedad por él, lo veía indefenso y dependiente, organizaba su vida, reía sus gracias, conocía a sus amigos. Ciertamente no había conflicto, pero me di cuenta de que, en el fondo no me apetecía ser madre de un chico tan crecido que sólo busca cobijo.
—Pues él la quería mucho.
—¿Eso le ha comentado? Puede que sea verdad, pero mire, yo no necesitaba un hermoso cachorro con lazo azul que me demostrara su cariño, sino un auténtico esposo.
—¡Coño, Petra, ha pensado usted mucho sobre sus matrimonios!
—¡Muy típico de mi generación, buscar siempre razones al pasado! Usted no cree en la psicología, ¿verdad?
—Yo... no sé, no hasta el punto de pensar que sirve para todo.
—¡Como usted ha sido feliz con su esposa!
Expulsé el humo del cigarrillo hacia el techo. Garzón se bebía el café a sorbitos pensativos.
—Supongo que sí.
—¿Supone?
—La verdad es que nunca me había detenido a pensarlo tanto como usted. Quizá porque tuvimos un hijo y entre eso y el trabajo no contaba con mucho tiempo.
—¿Tiene un hijo, Garzón? ¡Y yo aquí perdiendo el rato con mis tonterías!, quizás incluso tenga nietos.
—No, nietos no.
—Cuéntemelo todo.
—No hay mucho que decir. Tengo un hijo de treinta años que es médico y vive en Nueva York. Trabaja como subdirector de un hospital oncológico, así que no solemos vernos a menudo.
—¿Ha ido usted a visitarlo alguna vez?
—Sí, una. Lo pasé muy bien, aunque todo el mundo me tomaba por suramericano y tenía que andar explicando que era español.
—¡Pero eso es magnífico!
—Parece ser que es un chico muy brillante en su profesión y que llegará aún más lejos.
Le sonreí con simpatía. Ahora ya éramos amigos en gracia del Señor, nos habíamos contado las cosas que realmente importan a todo el mundo: matrimonio, hijos, errores, todo ello vaporizado por una cena suculenta y efluvios de café. Ahora yo sabía que, pese a la primera impresión, Garzón era humano, un padre. Imaginarlo de chicano en la Quinta Avenida me resultaba muy fácil. Debía sentirse feliz con su vida: una esposa amada, un hijo talentudo y la sensación del deber cumplido en el trabajo, siempre el mismo. El subinspector tenía tomada la medida que permite vivir: cumplir órdenes, no analizar el amor ni la felicidad y criar hijos notables para mayor gloria de América. Seguramente no existía otro método para llegar entero al final.