Ritos de muerte (24 page)

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Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

BOOK: Ritos de muerte
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Estaba abotagado, pálido, con las facciones desencajadas y las ojeras violáceas. Había bebido y hablado demasiado, le afloraba todo el cansancio de la noche, de la semana, de la vida quizá.

—No piense que es el único que está solo, Fermín. Yo también lo estoy, tantos errores... cambios bruscos, proyectos súbitos, matrimonios fracasados... Todo el mundo está solo, pero las cosas son así, si vives tienes que ir trampeando. Además, da igual que decidas ingresar en la Trapa o irte a una isla desierta, no hay descanso, al final acabas cabreándote con el padre prior o te molestan los graznidos de los pajarracos que hay en el cocotero bajo el que has decidido dormir. Lo importante es la paz interior, y la paz interior nadie sabe cómo se consigue.

Se quedó sonado como un viejo boxeador.

—Habla usted bien —dijo—. Se nota que ha estudiado.

Nos quedamos vacíos y exhaustos, silenciosos.

—¿Quiere que nos marchemos, Fermín?

—¿Cree que el Efemérides estará abierto?

—A estas horas... no sé. ¿Va a beber más?, no estoy segura de que le convenga.

—Es muy tarde, tiene razón, habrá que irse a la cama.

Al levantarse se tambaleó. Yo no me encontraba en un estado mucho más sereno, pero intenté trepar por la cresta de la ola alcohólica que se cernía sobre mí. Salimos a la noche gélida. Se calló la música de jazz. Lo prudente hubiera sido tomar un taxi, pero no se veía ninguno. Me puse yo al volante y Garzón se sentó pesadamente a mi lado. Lo llevé a su pensión. Miraba fijamente a través del parabrisas. Cuando llegamos parecía no reconocer el lugar. Le sacudí el brazo suavemente.

—¿Se encuentra bien, subinspector, quiere que demos una vuelta antes de entrar en su casa?

Salió de su sopor insomne.

—No, estoy bien. Muchas gracias por esta noche estupenda.

—Buenas noches, Fermín.

Lo vi alejarse hacia la puerta de la pensión, grueso bajo su traje armado, imposible cuadratura del círculo. Luego metí primera sin demasiado convencimiento de llegar salva a casa. Pero llegué. Al entrar, el silencio de las habitaciones me pareció un refugio de paz. Me tendí en la cama vestida, incluso con abrigo, y pensé que lo más práctico sería dormir de esa manera. Un segundo después de tomar tan valiente decisión sonó el teléfono.

—Por fin la localizamos, inspectora.

Estaba tan confusa, me costaba tanto entender, que de ese momento sólo recuerdo haber permanecido muy quieta, asintiendo con la cabeza como un niño que no sabe hablarle al auricular. Cuando colgué, es curioso, lo único que me preocupaba era cómo avisar a Garzón sin que su patrona pusiera el grito en el cielo. Pero era inevitable que se cabreara y se cabreó.

—Es un grave asunto policial —articulé como excusa.

—Espérese.

Dos minutos más tarde oí la voz de mi compañero.

—¿Subinspector? Soy Petra Delicado. Lamento molestarle en estas circunstancias, pero no he tenido otro remedio. Han encontrado a Juan Jardiel, muerto en un callejón. Al parecer alguien lo ha asesinado.

Esperé oír una fuerte exclamación, un balbuceo de sorpresa, un exhabrupto de resaca, una maldición, un retruécano, pero lo único que llegó a mis oídos fue un lacónico y desapasionado: ¡Vaya por Dios!

10

Lo habían encontrado sobre las once de la noche, tirado en una calleja cercana a su casa, con varios navajazos en la parte izquierda del cuello y el pecho. Era el primer cuerpo muerto violentamente que veía, era incluso mi primer cadáver en general. Lo observé con frialdad, intentando que mis ojos traslucieran reacciones profesionales, pero hubiera deseado alejarme de allí.

La escena se hallaba llena de guardias. El comisario estaba también.

—Mal asunto, ¿no, Petra?

—¿Cómo fue?

—Le atacaron por delante y no hay indicios de lucha.

—Cogido por sorpresa.

—Eso parece.

—Por delante y por sorpresa. Curioso ¿verdad? Debía ser alguien que lo conocía, ¿qué piensa usted?

—Alguien debió citarlo aquí. Es un buen sitio para que nadie le oyera gritar, si es que gritó.

—¿Cómo relaciona esto con el caso?

—No lo sé. Es pronto para hacer conjeturas. Vamos a ver qué pruebas se obtienen del cadáver, haremos una lista de sospechosos y... ¿quién lo identificó?

—Uno de los guardias, con las fotos que usted les había facilitado.

—Buen trabajo.

—La policía, generalmente, funciona bien. ¿Cree que es el mismo hombre que la atacó?

—Sí, sin duda lo es.

Nadie le había cerrado los ojos. Volví a mirarlos y reconocí aquella gran profundidad vacía, eran casi tan inexpresivos en la muerte como en vida.

—¿Dónde está su compañero Garzón?

—Con el juez.

Entonces el comisario atisbó mi atuendo festivo bajo el abrigo y dibujó una sonrisa burlona.

—Se ha puesto muy elegante, ¿no será para recibir a los periodistas? Allí, tras el cordón policial hay una auténtica nube. Supongo que están esperándola.

—Señor, por favor, le ruego que hable usted personalmente con el juez y le pida que declare secreto este asunto.

Se echó a reír.

—¡No sea novata, Petra! Nosotros siempre intentamos que los casos se declaren secretos, pero los jueces hacen lo que quieren. Tendremos que acostumbrarnos a vivir entre periodistas, no hay más gaitas.

Se alejó con un andar atlético bastante estudiado.

—¡Manténgame informado!, y si requieren ayuda, díganlo. Supongo que aún podré rapiñar un poco más de personal suplementario.

Me acuclillé ante el cadáver. Ahora sí podía escudriñarlo tranquilamente. Era patético, sus grandes ojos abiertos hacia el cielo oscuro. La sangre coagulada sobre las heridas parecía un informe montón de posos de café. Despatarrado, los brazos abiertos en cruz. Acerqué una mano temblorosa y, sin apenas tocarlo, levanté su labio superior. Apareció a la vista el diente ennegrecido. Lo solté con repugnancia y quedó ligeramente arremangado. Una espantosa sonrisa. Me volví, superé el instinto de marcharme y regresé junto al cuerpo muerto. Con cuidado de no tocarlo miré en su muñeca. Llevaba reloj, un reloj aparentemente convencional. Cuando el cadáver fuera oficialmente levantado podría estudiarlo, rastrear en él detalles significativos. En cualquier caso, parecía evidente que no tenía incorporado el artilugio de marcar chicas. El hecho de que no lo llevara puesto descartaba la posibilidad de que alguien le hubiera matado repeliendo un intento de agresión. Pero ¿había en realidad algo que debiera considerarse descartable? Podía haber intentado violar a una chica sin intención de marcarla esta vez. ¡Aunque era tan difícil creerlo!, un tipo acosado por la policía, solo, desequilibrado, ¿cómo hubiera sido capaz de cometer un nuevo delito? A no ser que se tratara de un intento de despistar y alejar de sí el rastreo policial. Quizá la frialdad que desde el principio le habíamos supuesto era aún mayor de lo que imaginábamos, quizá con toda premeditación había dejado de lucir el fatídico reloj de púas para violar a otra chica, quizás ésta se resistió, llevaba un cuchillo encima, le asestó las puñaladas, después se asustó y se fue sin dar cuenta a la policía.

—Demasiado complicado —dijo Garzón.

—Quién sabe,
mon ami,
quién sabe —le contesté sin ningún convencimiento.

Dos días después tuvimos el informe pericial del forense. En efecto no había existido violencia previa a la muerte. El asesino, fuera quien fuese, no le había dado golpes o arañazos. La víctima no se defendió. Fuera quien fuese, se puso delante de Juan, o estaba hablando con él, y sin aviso, le atacó. Ninguna contraofensiva, de un modo increíble fue sorprendido y se dejó matar. Cinco puñaladas de profundidad media demostraban que se había tratado de un ataque cargado de decisión.

—Tiene que haber sido una venganza —afirmé.

—O bien alguien que conocía desde hace tiempo su secreto y, de pronto, por algún motivo que no sabemos, lo asesinó.

Estudiamos largamente el reloj que el muerto llevaba. Era vulgar, nuevo, uno de esos relojes que pueden comprarse por dos o tres mil pesetas en cualquier parte. Garzón dedujo enseguida que acababa de adquirirlo con la intención de enterrar para siempre el recuerdo de las púas.

—De ese modo, si lo atrapaban, no sería llevando esa prueba inculpatoria. Reflexioné.

—Hay algo que no me cuadra. En primer lugar, no es lógico que un tipo culpable prevea las circunstancias atenuantes en caso de captura. Además, aun suponiendo que hubiera tirado el reloj de las púas a una cloaca, ¿por qué tenía puesto un reloj tan nuevo?

—¡Porque lo compró para sustituirlo!

—Eso significaría que habitualmente usaba todo el tiempo el de las púas, lo cual no creo en absoluto. Entonces, ¿dónde está el que llevaba cada día? Su madre dijo que le había regalado uno años atrás, por lo cual es imposible que se trate de éste, completamente nuevo. Y bien, entonces ¿dónde está ese reloj, el suyo, el de siempre? ¿Por qué no lo llevaba en el momento del asesinato?

—No querría que le identificaran con ninguno de sus relojes.

—Eso es absurdo, Garzón.

—En un caso de pánico la mente no siempre funciona a pleno rendimiento. Debió creer que llevar un reloj nuevo le evitaría peligros.

Negué distraídamente con la cabeza, suspiré:

—¿Ha ido la familia a identificarlo?

—Sí.

—¿Y?

—Un drama, ya puede imaginarse.

—Me lo imagino.

—Pero no un drama tan trágico como yo pensaba. La verdad es que tanto la madre como la novia de Juan estaban más agresivas que tristes.

—¿Agresivas?

—Aún llorando, no han parado de decir que la responsable de la muerte de Juan es usted.

—Eso también me lo imaginaba. Es un razonamiento fácil, yo le señalé como culpable sin tener pruebas definitivas y ahora alguien se lo ha cargado por ser el violador. Estaba segura de que se harían esa composición de lugar, es la que más les conviene. ¿Y el relojero, ha venido ya para identificar el cadáver?

—Aún no. Ha dicho que no vendrá hasta que no cierre la tienda.

—¡Vaya huevos!

—También dijo que él era un trabajador, y que la policía no puede disponer por las buenas de su persona.

—¡Viejo cabrón!

Tuvimos que esperar en el depósito casi dos horas hasta que al joyero le dio por aparecer. Me sentía furiosa. Llegó, como siempre, enfurruñado y cascarrabias. Llevaba encasquetada una gran gorra de pata de gallo que ni siquiera se quitó como detalle de respeto al muerto. Llamamos al encargado y nos abrió el cajón frigorífico. Miró al interior con cara de asco.

—¿Es éste el chico a quien vio?

Lo observaba como si fuera una de tantas basuras esparcidas por el mundo.

—Puede ser.

—Examínelo con detenimiento.

Se volvió, crispando su boca fruncida mientras hablaba:

—Oiga, se lo dije con las fotos y se lo diré veinte veces más. Soy viejo, veo a mucha gente y no puedo acordarme de todo el mundo. Creo que está muy claro.

Me acerqué a él presa de un gran nerviosismo.

—Óigame usted a mí, desde que le vi por primera vez no ha hecho usted más que poner dificultades. Ahora estamos tratando un asesinato, entiéndalo. Si se niega a colaborar voy a encargarme personalmente de que le marquen la cara a hostias, hablo en serio, por más viejo que sea.

Se asustó. Replegó el cuerpo como una babosa. Miró a Garzón pidiendo clemencia.

—¡Míreme a mí! —chillé—. Y después mire al muerto y diga de una puta vez si es para quien hizo el encargo.

Titubeó aún. Lo cogí del brazo y lo empujé poniéndolo frente al cadáver de Jardiel. Temblaba.

—Sí, guarda parecido, sí. El que vino tenía el pelo de ese color, y la cara, sí, creo que es él.

Levanté el labio del muerto y le mostré el diente oscuro.

—Sí, lo es, seguro que es él.

—De acuerdo, puede marcharse.

Se largó lo más rápido que pudo. Garzón me miraba con ironía.

—Ha vuelto a salir la fiera que lleva dentro, ¿no, inspectora?

—Y lo malo es que esta vez ha sido de verdad y no para impresionarlo a usted. Tendré que empezar a preocuparme.

—¿Por qué la exalta tanto ese honrado comerciante?

—¡Al carajo los honrados comerciantes!

—Si no me equivoco está seriamente enfadada.

—¡Y cómo le parece que puedo estar! ¿Qué más puede ocurrir? Tenemos prácticamente acorralado al culpable y se nos escabulle en las mismísimas narices. Una semana más tarde lo matan y no hay ni un jodido indicio de quién ha sido o por qué motivos lo ha hecho. ¿Cree que es como para reírse?

—Vayamos a tomar un café.

Salimos del deprimente depósito. Agradecí el olor denso y cotidiano del café, las risas de la gente.

—¿Sabe lo que le digo, Fermín? Que si ahora nos quitaran el caso nos lo tendríamos bien merecido.

—¿Miedo a hacer el ridículo?

Di un trago amargo a mi taza.

—Lleva razón, acaban de matar a un hombre y lo único que siento es que me toquen el honorcillo profesional.

—¿Qué otra cosa puede hacer?

—No sé, sentir pena, conmiseración, o alegrarme porque ya no habrá más violaciones, cualquier cosa menos preocuparme por mi jefe. El oficio de policía es cruel.

—Todos lo son, la crueldad está dentro de nuestras almas.

—¡Bien, subinspector, apúntese un tanto poético! Y larguémonos enseguida, no tenemos tiempo para perderlo en bares.

—¿Adónde quiere ir?

—A casa de los Jardiel. Quiero que identifiquen el reloj que Juan llevaba puesto cuando lo asesinaron.

—Si lo prefiere voy yo solo.

—No, iré también. ¿Teme que me agredan?

—Sería muy raro, pero aún sin agresiones, puede resultar desagradable.

—Y usted pretende preservarme de la dura realidad. No sé si darle las gracias o cabrearme.

Salió detrás de mí, emitiendo un cloqueo característico, reía, renegaba quizá, no quise volverme para saberlo.

La claustrofobia frente al piso de los Jardiel me acometió mucho antes de entrar, en las escaleras pintadas de verde oscuro, oyendo filtrarse voces y ruidos desde el interior de las viviendas. Se incrementó cuando la madre de Juan abrió la puerta, nos dejó pasar. Pude ver de nuevo aquel orden gélido y limpio, la banalidad impersonal de los cuadros y muebles. Así debía ser el orgullo de la gente humilde, poder vivir en el caos y no hacerlo, ser pulcro, organizado, que ni una mota de polvo escapara al férreo control. De ahí debía partir su sentido de la dignidad.

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