Robots e imperio (56 page)

Read Robots e imperio Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Robots e imperio
4.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

–Sin embargo, mi aprobación apresurará los trámites para usted. Si fuera a arrancarme la dirección, por los medios que fuera, sufrirá una continuada oposición por parte de los otros miembros del Consejo, y esto le estorbará durante todas las décadas que esté en el puesto. ¿Es solamente el título de director lo que desea o la oportunidad de experimentar todo lo que produce una verdadera jefatura?

–¿Cree que es el momento de hablar de política? Hace un rato todo era impaciencia por que yo pudiera entretenerme quince minutos en la computadora.

–Ah, pero ahora hablamos de ajustar el chorro de partículas W. ¿Quiere fijarlo a 2,72? ¿Era ésta la cifra? Y me pregunto si estará bien. ¿Cuál es el alcance máximo que puede manejar?

–El alcance va de cero a doce, pero lo necesario es 2,72. Más o menos 0,05, si quiere más detalles. Esto es lo que, basándome en los informes de los catorce relevos, nos dará un lapso de quince décadas para el equilibrio.

–Pero yo pienso que el número correcto es 12.

Mandamus se quedó mirando horrorizado:

–¿Doce? ¿Sabe lo que esto significa?

–Sí. Significa que tendremos a la Tierra demasiado radiactiva para poder vivir en ella dentro de una década o década y media, y que mataremos durante el proceso unos cuantos billones de personas.

–Y la certeza de una guerra segura con una enfurecida Federación de Colonizadores. ¿Por qué puede desear semejante holocausto?

–Se lo repetiré. No cuento vivir otras quince décadas, y yo quiero vivir para ver la destrucción de la Tierra.

–Pero también conseguiría la mutilación; la mutilación, por lo menos, de Aurora. No puede hablar en serio.

–Pues, sí. Llevo veinte décadas de fracaso y humillación que recuperar.

–Estas décadas fueron provocadas por Han Fastolfe y Giskard y no por la Tierra!

–No, las provocó uno de la Tierra, Elijah Baley.

–Que lleva muerto más de dieciséis décadas. ¿Qué valor puede tener un momento de venganza contra un hombre muerto hace tanto tiempo?

–No quiero discutir el asunto. Voy a hacerle una proposición. El título de director inmediatamente. Dimitiré de mi cargo tan pronto lleguemos a Aurora y le nombraré como sucesor.

–No. No quiero la dirección en estos términos. ¡Billones de muertos!

–¡Billones de terráqueos! Entonces no puedo confiar en que manipule los controles debidamente. Muéstreme.., a mí..., cómo dispone el instrumento de control y yo cargaré con toda la responsabilidad. Seguiré manteniendo la oferta de dimitir a mi llegada y le nombraré como sucesor.

–No. Significa la muerte de billones de personas del planeta y quién sabe cuántos millones de espaciales también. Por favor, doctor Amadiro, comprenda que no puedo hacerlo por más que me ofrezca, y usted no puede manipularlo sin mí. La puesta en marcha del mecanismo está cifrada en la huella de mi pulgar izquierdo.

–Se lo vuelvo a pedir.

–Tiene que estar loco para volver a pedírmelo pese a todo lo que le he dicho.

–Esto, Mandamus, es su opinión personal. No estoy tan loco que haya olvidado alejar a todos los robots locales con un encargo y otro. Estamos completamente solos.

Mandamus hizo una mueca despectiva:

–¿Con esto pretende amenazarme? ¿Va a matarme ahora que no hay robots presentes para impedírselo?

–Sí, Mandamus, lo haré si es preciso... –Y Amadiro sacó un pequeño desintegrador de una bolsa. –Éstos son difíciles de obtener en la Tierra, pero no es imposible..., si el precio es adecuado. Y yo sé cómo emplearlo. Le ruego que me crea si le digo que estoy dispuesto a volarle la cabeza ahora mismo... si no coloca su pulgar en el contacto y me permite ajusfar el dial a doce.

–No se atreverá. Si muero, ¿cómo ajustara el dial sin mí?

–No sea imbécil. Si le vuelo la cabeza, su pulgar izquierdo seguirá intacto. Incluso, y por un tiempo, estará a temperatura normal. Utilizaré ese pulgar, luego ajustaré el dial con la misma facilidad con que abro un grifo. Le preferiría vivo, puesto que su muerte puede ser molesta de explicar en Aurora, pero no será más molesta de lo que pueda soportar. Por lo tanto, le doy treinta segundos para decidirse. Si coopera, le mantengo la oferta de la dirección. Si no, todo ocurrirá según mi deseo, y usted mismo habrá muerto. Empecemos ahora. Uno..., dos..., tres... Mandamus miraba horrorizado a Amadiro; que seguía contando y le observaba por encima del desintegrador, con ojos duros e inexpresivos.

Y de repente, Mandamus chilló:

–Tire el desintegrador, Amadiro, o quedaremos ambos inmovilizados en virtud de que debemos ser protegidos del mal.

El aviso llegó demasiado tarde. Más rápido de lo que la vista puede apreciar, un brazo agarró la muñeca de Amadiro, paralizándosela con la presión, y el desintegrador cayó.

–Siento haber tenido que lastimarle, doctor Amadiro, pero no puedo permitir que apunte con un desintegrador a otro ser humano –dijo Daneel.

91

Amadiro no abrió la boca. Mandamus dijo fríamente:

–Son ustedes dos robots sin amo a la vista. A falta de éste, soy vuestro dueño ahora y les ordeno que se marchen y no vuelvan. Como ven, ya no hay peligro para ningún humano en este momento, por tanto nada puede oponerse a vuestra obligada obediencia a esta orden; vayanse al instante.

–Lo siento, señor, es inútil disimular nuestra identidad y nuestras habilidades, puesto que ya las conoce. Mi compañero, R. Giskard Reventlov puede detectar emociones... ¿Amigo Giskard?

–Al acercarnos, después de haber detectado su presencia desde lejos, capté, doctor Amadiro, una tremenda ira en su mente. En la suya, doctor Mandamus, un miedo extremo.

–La ira, si ira se notaba –explicó Mandamus–, era la reacción del doctor Amadiro por acercarse dos robots desconocidos, especialmente uno que era capaz de revolver en la mente humana y que ya ha lastimado, quizá permanentemente, la de Vasilia. Mi temor, si temor había, era también causado por su aproximación. Ahora controlamos nuestras emociones y no hay motivo para interferir. De nuevo les ordeno que se retiren definitivamente.

–Perdone, doctor Mandamus, solamente deseo asegurarme de que podemos seguir sus órdenes, tranquilos. ¿No había un desintegrador en la mano del doctor Amadiro y acaso no le apuntaba a usted?

–Me explicaba su funcionamiento y se disponía a guardarlo cuando se lo quitaron.

–¿Se lo devuelvo, pues, antes de marcharnos, señor?

–No –contestó Mandamus con un estremecimiento–, porque entonces tendrían una excusa para quedarse, a fin de..., cómo diría yo..., de protegemos. Lléveselo cuando se marchen y no tendrán por qué regresar.

–Tenemos entendido que están aquí en una región en que los seres humanos tienen prohibido penetrar... –comentó Daneel.

–Es una costumbre, no una ley, y una que en todo caso no reza para nosotros, puesto que no somos de la Tierra. Pero tampoco los robots están autorizados.

–Nos trajo aquí, doctor Mandamus, un alto funcionario del gobierno de la Tierra. Tenemos motivos para creer que se encuentran aquí a fin de aumentar el nivel de radioactividad de la corteza terrestre y causar daños graves e irreparables al planeta.

–En absoluto... –empezó Mandamus.

Entonces, Amadiro interrumpió por primera vez:

–¿Con qué derecho, robot, nos interrogas? Somos seres humanos y te hemos dado una orden. ¡Obedécela ahora mismo! Su tono autoritario era aplastante y Daneel se estremeció, mientras que Giskard iniciaba media vuelta. Pero Daneel insistió:

–Perdón, doctor Amadiro. No interrogo. Sólo busco tranquilizarme a fin de estar seguro de que puedo, sin riesgos, obedecer la orden. Tenemos razones para creer...

–No necesitas repetirlo –cortó Mandamus y en un instante, añadió–, doctor Amadiro, por favor, déjeme que conteste yo. Daneel, estamos aquí en misión antropológica. Nuestro propósito es encontrar el origen de ciertas costumbres humanas que influyen en el comportamiento entre espaciales. Estos orígenes sólo pueden encontrarse aquí, en la Tierra y es aquí, por lo tanto, donde los buscamos.

–¿Tienen permiso de la Tierra para ello?

–Hace siete años consulté con los funcionarios adecuados en la Tierra, y obtuve su permiso.

Daneel inquirió en voz baja.

–Amigo Giskard, ¿qué dices?

–Las indicaciones en la mente del doctor Mandamus son que lo que está diciendo no concuerda con la situación actual.

– ¿Está mintiendo?

–Es lo que creo

Mandamus, imperturbable, dijo:

–Puedes creerlo así, pero creer no es seguridad. No puedes desobedecer una orden apoyándote en una mera creencia. Lo sé y tú lo sabes.

Giskard insistió:

–Pero en la mente del doctor Amadiro, la rabia está solamente mitigada por fuerzas emocionales que no están a la altura de lo que se espera de ellas. Es posible separar estas fuerzas, por decirlo así, y permitir que la rabia se vacíe.

Y Amadiro exclamó:

– ¿Por qué se entretiene con esas cosas, Mandamus?

Mandamus gritó:

–Ni una palabra más, Amadiro. ¡Está haciéndoles el juego!

Pero Amadiro ni le escuchó.

–Se rebaja, y es inútil –y en un exceso de ira, sacudió el brazo de Mandamus, que pretendía contenerle.

–Conocen la verdad, ¿y qué? Robots, somos espaciales. Más que esto, somos auroranos, procedemos del mundo donde los construyeron. Más aún, somos altos funcionarios del mundo aurorano y deben interpretar las palabras "seres humanos", según el significado de las tres leyes de la Robótica, como auroranos. Si no nos obedecen ahora, nos dañarán y humillarán, así que violaran la primera y la segunda ley. Es cierto que estamos aquí para destruir a los habitantes de la Tierra, a muchísimos de ellos, pero aun siendo verdad, es totalmente irrelevante. Es como si se negaran a obedecer porque comemos la carne de los animales que hemos sacrificado. Ahora que les he explicado esto, ¡fuera!

Pero sus últimas palabras terminaron en un estertor. Los ojos de Amadiro parecieron salirse de las órbitas y cayó al suelo. Mandamus, con un grito incoherente, se inclinó sobre él. Giskard explicó:

–Doctor Mandamus, el doctor Amadiro no ha muerto. Por ahora se encuentra en un estado de coma del que se le puede sacar en cualquier momento. No obstante, habrá olvidado todo lo relacionado con este proyecto, y jamás podrá comprender nada que tenga que ver con el mismo si, por ejemplo, tratara de explicárselo. Al hacerlo, lo que no hubiera sido posible sin su propia admisión de que se proponía destruir gran cantidad de personas, le he dañado permanentemente partes de su memoria y de su proceso de pensamiento. Lo lamento, pero no he podido evitarlo.

–Verá usted, doctor Mandamus, hace algún tiempo, en Solaria –explicó Daniel– encontramos unos robots que definían los seres humanos como solarios únicamente. Reconocemos que si diferentes robots están sujetos a definiciones limitadas de un tipo u otro, sólo puede esperarse una destrucción sin medida. Es inútil tratar de que nosotros definamos al ser humano sólo tratándose de auroranos. Definimos al ser humano como miembro de la especie 
Homo sapiens,
 que incluye a los de la Tierra y a los colonizadores, y creemos que la prevención del daño a humanos, en grupos, y a la humanidad como un todo, se deriva de la prevención de daños a cualquier individuo específico.

Mandamus objetó, jadeando:

–Esto no es lo que dice la primera ley.

–Esto es lo que dice la ley Cero, y ésta tiene preferencia.

–No ha sido programado de este modo.

–Así es como me he programado yo. Y como sé desde el momento de nuestra llegada aquí que su presencia implica daño, no puede ordenarme que me aleje o evitar que le lastime. La ley Cero toma precedencia y debo salvar a la Tierra. Por consiguiente, le ruego que me ayude..., voluntariamente..., a destruir los mecanismos que tiene aquí. De lo contrario, me veré obligado a amenazarle con destruirle, como hizo el doctor Amadiro, aunque yo no utilizaré un desintegrador.

–¡Espera! ¡Espera! –gritó Mandamus–. Óyeme. Déjame explicarte. Que hayas vaciado la mente del doctor Amadiro es una buena cosa. Él quería destruir la Tierra, pero yo no quería. Por eso me apuntaba con el desintegrador.

–Pero fue usted el que originó la idea, el que diseñó y montó estos aparatos –dijo Daneel–. De lo contrario, el doctor Amadiro no le hubiera obligado a hacer algo. Lo habría hecho él mismo y no habría necesitado su ayuda. ¿No es verdad?

–Sí, es verdad. Giskard puede analizar mis sentimientos y verá si miento. Inventé todos estos aparatos y me disponía a utilizarlos, pero no como quería el doctor Amadiro. ¿Digo la verdad?

–Por lo que percibo, dice la verdad –declaró Giskard.

–Naturalmente. Lo que estoy haciendo es introducir una aceleración gradual de la natural radiactividad de la corteza terrestre. Durante ciento cincuenta años, los habitantes de la Tierra podrán trasladarse a otros mundos. Aumentará la población de los actuales colonizadores y aumentará la colonización de gran número de mundos adicionales. Desaparecerá la Tierra como un enorme mundo anómalo que amenaza siempre a los espaciales y embrutece a los colonizadores. ¿Digo la verdad?

–Por lo que percibo, dice la verdad –repitió Giskard.

–Mi plan, si tiene éxito, mantendría la paz y haría de la Galaxia un hogar para espaciales y colonizadores por igual. Por esta razón, cuando construí este dispositivo...

Señaló hacia él, apoyando su pulgar izquierdo en el contacto y, de pronto, abalanzándose sobre el control de volumen, gritó:

–¡Congelación!

Daneel dio un paso adelante y se detuvo, congelado, con la mano derecha alzada. Giskard no se movió. Mandamus se volvió, jadeando:

–Ya está. A 2,72. Es irreversible. Ahora se hará tal como yo quería. Ni podran declarar contra mí, porque de hacerlo iniciarían una guerra y la ley Cero lo prohibe.

Miró al cuerpo inanimado del doctor Amadiro y dijo con una fría mirada de desprecio:

– ¡Imbécil! ¡Nunca sabrás cómo hubiera debido hacerse!

Quinta parte LA TIERRA

XIV. SOLO
92

–Ya no podrán dañarme, robots, porque nada de lo que intenten podrá alterar el destino de la Tierra –declaró Mandamus.

–Sin embargo –terció Giskard– no recordará lo que ha hecho. No explicará el futuro a los espaciales.

Alcanzó un asiento, y con mano temblorosa se lo acercó y se sentó, mientras Mandamus se desplomaba y se sumía en un dulce sueño.

Other books

What Alice Forgot by Liane Moriarty
The Gist Hunter by Matthews Hughes
Darkness Exposed by Reid, Terri
Hardly A Gentleman by Caylen McQueen
Moan For Uncle by Terry Towers
A Wedding in Truhart by Cynthia Tennent