–Los funcionarios del Gobierno estaban claramente deseosos de que se les viera con ella. Se percibía una lucha correcta y muda por conseguir colocarse lo suficientemente cerca para que se les viera juntos por hipervisión. Se quedaba aislada, no sólo de las masas al otro lado de los cordones de policía, sino también de D.G. y de sus dos robots. También se la veía sometida a las acometidas de la gente que solamente parecía pensar en las cámaras.
Tuvo que oír lo que le parecieron innumerables discursos, todos ellos afortunadamente cortos, sin escucharlos. Sonreía incesantemente, sin expresión, a ciegas, proyectando la visión de sus dientes de porcelana en todas direcciones indiscriminadamente.
Gladia recorrió en coche kilómetros y kilómetros de corredores a paso de tortuga, mientras incontables grupos de hormigas bordeaban el camino, vitoreándola y saludándola al verla pasar (se preguntó si alguna vez un espacial había recibido tanta adulación de la gente de la Tierra, y estaba segura de que su caso era enteramente sin precedentes).
En determinado momento, Gladia divisó un lejano grupo de personas reunidas junto a una pantalla de hipervisión y fugazmente se vio en ella. Estaban escuchando, lo sabía, una grabación de su discurso en Baleymundo. Gladia pensó en cuántas veces, en cuántos lugares y ante cuanta gente se retransmitía ahora, y cuántas veces había sido ya retransmitido desde que lo pronunció, y cuántas veces volvería a retransmitirse en el futuro, y si se oía todo, o en parte, en los mundos espaciales.
¿Acaso parecería una traidora a la gente de Aurora, y se tomaría esta recepción como prueba de ello?
Podía ser..., a lo mejor..., pero la tenía sin cuidado. Tenía que cumplir su misión pacificadora, de reconciliación y no cejaría, la llevara a donde la llevase, sin quejarse. Iría, incluso, hasta tolerar la increíble orgía del baño colectivo, y el estridente e inconsciente exhibicionismo en el reservado de mujeres aquella misma mañana (sin excesivas quejas).
Llegaron a una de las autopistas que D.G. había mencionado, y Gladia contempló, horrorizada, la interminable serpiente de coches de pasajeros que pasaban... y pasaban... y pasaban con su carga de personas que se dirigían a un trabajo que no podía posponerse para ver el desfile (o a las que, sencillamente, no les interesaba) y que miraban gravemente a la multitud y a la procesión durante el tiempo escaso que los tenían en frente. De pronto, el coche se metió por debajo de la autopista, por un corto túnel que no se diferenciaba en nada del camino que habían dejado arriba (toda la ciudad era una red de túneles) y salió otra vez.
La comitiva se detuvo ante un enorme edificio, más atractivo que el resto de los interminables bloques que representaban las unidades de la sección residencial de la Ciudad.
En el interior del edificio, hubo otra recepción en la que se sirvieron canapés y bebidas alcohólicas. Gladia, precavida, no tomó ni una cosa ni otra. Millares de personas la rodearon y una sucesión interminable se acercó a hablarle. Se había corrido la voz de que no debían estrecharle la mano, pero algunos lo hicieron y Gladia, esforzándose por no vacilar, apoyaba brevemente dos dedos en la mano tendida y los retiraba al instante. En un momento dado, un grupo de mujeres se preparó para dirigirse al personal más próximo y una llevó a cabo lo que era claramente una fórmula de cumplido. Discretamente preguntó a Gladia si le gustaría acompañarlas. No le atraía, pero pensó que ante ella se extendía una larga velada y que luego le resultaría más embarazoso desaparecer.
Una vez en el interior del reservado, hubo las risas y charlas habituales y Gladia, acomodándose a las circunstancias y fortalecida por el recuerdo de la mañana, utilizó las ventajas de una pequeña cámara con separaciones a. ambos lados, pero ninguna por delante.
Nadie parecía molesto y Gladia se esforzó por recordar que tenía que adaptarse a las costumbres locales. Por lo menos el lugar tenía una excelente ventilación y parecía irreprochablemente limpio.
En todo ese tiempo Daneel y Giskard habían sido ignorados. Eso, pensó Gladia, era pura amabilidad. Los robots ya no estaban permitidos dentro de los límites de la ciudad, aunque había millones en el campo. Insistir en la presencia de Daneel y Giskard significaba poner en entredicho lo legalmente establecido. Era más sencillo pretender, con tacto, que no figuraran para nada.
Cuando empezó el banquete, se sentaron discretamente a una mesa junto a D.G., no lejos de la presidencia. Gladia comió muy poco, preguntándose si aquella comida podía producirle disentería. D.G., no del todo satisfecho al verse relegado al cargo de guardián de los robots, no dejó de mirar a Gladia y ésta, alguna que otra vez, agitó la mano y le sonrió.
Giskard, igualmente vigilante, tuvo la oportunidad de decir a Daneel, en un murmullo encubierto por el persistente e interminable ruido de fondo de las voces y el chocar de los cubiertos:
–Amigo Daneel, hay altos funcionarios sentados en esta habitación. Es posible que alguno de ellos tenga información que pueda sernos útil.
–Puede, amigo Giskard. ¿Crees que dadas tus habilidades me guiarás a este respecto?
–No puedo. El fondo de actividad mental no me proporciona ninguna reacción emocional que pueda ser interesante. Tampoco las ideas fugaces de los más cercanos indican gran cosa. Pero tengo la certeza de que el clímax de la crisis se está aproximando rápidamente mientras estamos sentados aquí, sin hacer nada.
–Trataré de hacer lo que el colega Elijah hubiera hecho, y forzaré la situación.
Daneel no comía. Vigilaba a la gente con sus ojos tranquilos hasta encontrar lo que buscaba. Discretamente se levantó y se acercó a otra mesa, con la mirada fija en una mujer que lograba comer y sostener al mismo tiempo una animada conversación con el hombre que se sentaba a su izquierda. Era una mujer con pelo corto que mostraba infinidad de canas. Su rostro, aunque no joven, era agradable.
Daneel esperó un descanso natural en la conversación, y al ver que no ocurría, dijo con esfuerzo:
–Señora, ¿me permite interrumpirla?
Ella le miró sorprendida y abiertamente disgustada:
–Bien –dijo con brusquedad–, ¿de qué se trata?
–Señora –repitió Daneel–, perdone esta interrupción, ¿me autoriza usted a que hablemos unos momentos?
Le miró frunciendo el entrecejo y su expresión se dulcificó al decirle:
–Por su extrema corrección creo adivinar que es el robot, ¿verdad?
–Soy uno de los robots de la señora Gladia, señora.
–Sí, pero es el humano. ¿Es R. Daneel Olivaw?
–Éste es mi nombre, señora.
La señora se volvió al hombre que se sentaba a su izquierda, y le rogó.
–Perdóneme. No puedo negarme a hablar con este... robot. Su vecino sonrió, indeciso, y dedicó toda su atención al plato que tenía delante. La señora dijo a Daneel:
–Si tenía una silla, ¿por qué no se la trae aquí? Estaré encantada de que hablemos.
–Gracias, señora.
Cuando Daneel, de vuelta, se sentó a su lado, ella le preguntó:
–.Es de verdad R. Daneel Olivaw?
–Éste es mi nombre, señora –repitió.
–Quiero decir que si es el que trabajó hace años con Elijah Baley. ¿No será un nuevo modelo del mismo tipo? ¿No será R. Daneel Olivaw Cuarto, o algo parecido?
–Queda algo de mí que no ha sido reemplazado en las últimas veinte décadas... Ni siquiera modernizado o mejorado. Mi cerebro positrónico es el mismo que cuando trabajé con mi colega Elijah en tres mundos diferentes y una vez en una nave espacial. No ha sido alterado.
–¡Vaya! –Le miró admirada. –Es por supuesto un buen trabajo. Si todos los robots fueran como usted, no tendría nada que objetarles... ¿De qué quiere hablarme?
–Cuando la presentaron a la señora Gladia, señora, antes de que nos sentáramos todos, dijeron que era usted la Subsecretaría de Energía, Sophia Quintana.
–Tiene buena memoria. Ése es mi nombre y mi cargo,
–¿Se refiere el cargo a todo el planeta Tierra o sólo a la Ciudad?
–Soy Subsecretaría Global, se lo aseguro.
–Entonces, ¿es usted experta en campos energéticos?
Quintana sonrió. No parecía que la molestara ser interrogada. Quizá lo encontró divertido o quizá se sintió atraída por el aspecto de deferente gravedad de Daneel, o quizá por el mero hecho de que un robot la interrogara. En cualquier caso, dijo sonriente:
–Estudié Energética en la Universidad de California y poseo el título de Licenciada en la especialidad. En cuanto a si sigo siendo una experta, no estoy segura. He dedicado demasiados años a la Administración, y eso es algo que embota el cerebro, se lo aseguro.
–Pero seguirá estando bien enterada de los aspectos prácticos de la actual fuente de energía de la Tierra, ¿no es cierto?
–Sí. Confieso que así es. ¿Necesita saber algo respecto de ella?
–Hay algo que estimula mi curiosidad, señora.
–¿Curiosidad? ¿En un robot?
–Si un robot es lo suficientemente complejo, puede descubrir dentro de él algo que requiere información. Esto es una sensación análoga a la que, según he observado, los humanos llaman "curiosidad", y me tomo la libertad de servirme de dicha palabra en relación con mis propios sentimientos,
–Me parece justo. ¿Qué es lo que despierta su curiosidad, R. Daneel? ¿Puedo llamarle así?
–Sí, señora. Tengo entendido que la fuente de energía de la Tierra procede de las estaciones de energía solar en órbita geoestacionaria en el plano ecuatorial de la Tierra.
–Lo ha entendido correctamente.
–¿Dichas estaciones energéticas son la única fuente de energía de este planeta?
–No, son las fuentes primarias, pero no las únicas fuentes energéticas, Se utiliza considerable energía procedente del calor interno de la Tierra, de los vientos, de las olas, de los ríos. Disponemos de un conjunto muy complejo y cada variedad tiene sus ventajas. No obstante, la energía solar es la principal.
–No ha mencionado la energía nuclear, señora. ¿No utilizan la microfusión? Quintana enarcó las cejas.
–¿Es esto lo que despierta su curiosidad, R. Daneel?
–Sí, señora. ¿Qué razón hay para la carencia de fuentes de energía nuclear en la Tierra?
–Las tenemos, R. Daneel. Se encuentran en pequeña escala. Nuestros robots... Disponemos de varios en las zonas agrarias, ¿sabe? Están microfusionados. A propósito, ¿también usted?
–Sí, señora
–También disponemos –prosiguió la señora– de máquinas microfusionadas muy diseminadas, pero en conjunto son insignificantes.
–¿No es cierto, señora Quintana, que las fuentes de energía procedentes de la microfusión son sensibles a la acción de los intensificadores nucleares?
–Por supuesto. Claro que sí. Las fuentes de energía por microfusión estallarían y supongo que esto puede considerarse como "sensibles".
–Entonces, ¿no es posible que alguien, utilizando un intensificador nuclear dañe gravemente alguna porción crucial del abastecimiento energético a la Tierra?
Quintana se echó a reír:
–No, en absoluto. En primer lugar, no veo a nadie arrastrando un intensificador nuclear de un sitio a otro. Pesa toneladas y no creo que pueda manejarse por las calles y corredores de una ciudad. Es obvio que si alguien lo intentara sería descubierto. Además, aun suponiendo que pudiera utilizarse un intensificador nuclear, lo único que haría sería destruir a unos cuantos robots y algunas máquinas, antes de que lo descubrieran y lo pararan. No hay la menor oportunidad de que nos dañen por este medio. ¿Es ésta la tranquilidad que necesitaba, R. Daneel? –Sonaba casi a despedida.
–Sólo quedan uno o dos puntos que desearía aclarar, señora. ¿Por qué no hay una gran fuente de microfusión en la Tierra? Todos los mundos espaciales dependen de la microfusión, así como los otros mundos de los colonizadores. La microfusión es portátil, versátil y barata, no requiere esfuerzo de mantenimiento, ni reparación, ni recambios como requieren las estructuras del espacio.
–Y como bien dijo usted, R. Daneel, es sensible a los intensificadores nucleares.
–Y como usted dijo, señora, los intensificadores nucleares son demasiado pesados y voluminosos para que resulten prácticos.
Quintana sonrió abiertamente y asintió:
–Es usted muy inteligente, R. Daneel; jamás se me hubiera ocurrido que podía estar sentada a una mesa con un robot y sostener una discusión de este tipo. Sus robotistas auroranos son muy inteligentes..., demasiado..., porque me da miedo seguir con este tema. Temería que ocupara usted mi puesto en el gobierno. Sabe, hay una leyenda sobre un robot llamado Stephen Byerley, que ocupó un alto cargo en el gobierno.
–Debe de ser pura ficción, señora –observó seriamente Daniel–. No hay ningún robot en puestos gubernamentales en ningún mundo espacial. Somos, simplemente....robots.
–Me tranquiliza oírselo decir, por lo tanto continuaré. El asunto de las distintas fuentes de energía tiene sus raíces en la historia. Mientras se estuvo desarrollando el transporte hiperespacial, disponíamos de microfusión, así que los que abandonaron la Tierra se llevaron consigo fuentes energéticas de microfusión. Era necesaria también para las naves espaciales y para los planetas en el tiempo en que las generaciones los iban adaptando para ocupación humana. Se tardan muchos años en montar un adecuado complejo de estaciones de energía solar; antes que emprender semejante tarea, los emigrantes se quedaron con la microfusión. Así ocurrió con los espaciales en su tiempo, como ocurre ahora con los colonizadores. No obstante; en la Tierra, desarrollaron la microfusión y la energía solar del espacio casi al mismo tiempo, y, ambas se usaron más y más. Por fin, pudimos elegir utilizar o la microfusión o la energía solar, o ambas. Elegimos la energía solar.
–Es curioso. ¿Por qué no ambas?
–La verdad es que no es difícil responder a la pregunta, R. Daneel. La Tierra, en la época hiperespacial, había experimentado con una forma muy primitiva de energía nuclear, y no resultó una experiencia afortunada. Cuando llegó el momento de elegir entre la energía solar y la microfusión, los habitantes de la Tierra la consideraron como una forma de energía nuclear y no quisieron saber nada. Otros mundos que no habían conocido nuestra experiencia directa con la forma primitiva de la energía nuclear, no tenían motivos para dejar de lado la microfusión.
–¿Puedo preguntarle cuál es la forma primitiva de energía nuclear a la que se refiere, señora?