Roma de los Césares (13 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Histórico

BOOK: Roma de los Césares
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Ya hemos visto que muy a menudo el divorcio no era sino un arreglo temporal entre el padre de la mujer y su marido o entre éste y un amigo, con el consentimiento del suegro. En la época imperial la circulación de mujeres, debida a la escasez que dejamos dicha, fue tan intensa que algunas de ellas «podían contar los maridos por consulados», es decir, cambiaban de marido cada año. Si damos crédito a Juvenal, incluso podían pasar por siete u ocho maridos en un lustro.

A pesar de estas facilidades, la infidelidad sigue constituyendo un delito frecuente que la ley Julia de Augusto intentará reprimir sin grandes resultados. (Nos escandaliza leer que algunas disolutas romanas la burlaron inscribiéndose en los registros oficiales como prostitutas). Es muy frecuente que el teatro de la época saque partido a los equívocos y ridículas situaciones a que da lugar el consabido triángulo amoroso. No obstante, la figura del cornudo resulta más patética que ridícula. Se comprende: la mujer es considerada tan irresponsable, que su infidelidad exime de culpa al marido.

A partir del siglo
II
las nuevas ideas en materia de moral y costumbres radicalizan la repulsa social hacia el adulterio. El emperador Constantino, el impulsor del cristianismo, agravará las penas impuestas a la adúltera: instituye que se le dé muerte ejemplar derramándole plomo derretido en la garganta.

Capítulo 10

La muerte

T
oda sociedad clasista, y como estamos viendo la romana lo fue en grado sumo, muestra las diferencias sociales especialmente en el tema de la muerte.

Nuestro buen amigo Cayo Cornelio no ha logrado sobrevivir a su suegra. A la edad de sesenta y dos años una angina de pecho se lo ha llevado al otro mundo. Cuando entró en agonía, sus deudos lo depositaron sobre la desnuda tierra, de la que su padre lo levantó al nacer, y su afligido hijo, el noble Cayo, le recogió, en un beso, el último aliento. Luego le cerró piadosamente los ojos y ordenó al esclavo más antiguo de la casa que apagara el fuego del hogar familiar.

Cayo Cornelio ha muerto rodeado de sus seres queridos y de sus amigos de toda la vida. Entre todos levantan su cadáver y lo devuelven al lecho. A continuación se despiden de él, por turno, llamándolo por su nombre («conclamatio») en una impresionante ceremonia. Mientras tanto las mujeres de la casa prorrumpen en histéricas lamentaciones, gritan, lloran a lágrima viva y se arañan el rostro y el pecho (a pesar de que las leyes de las Doce Tablas prohibieron estos excesos tiempo ha). Los hombres reprimen, romanamente, toda manifestación externa de dolor.

Cayo Cornelio era senador, de rancia familia patricia. Hay que hacerle un funeral por todo lo alto. En Roma existen muchas empresas funerarias («libitinarii»). Han avisado a una de ellas, propiedad de un liberto de la familia, para que se ocupe de todos los detalles. A poco llegan sus maestros de ceremonias («dissignatores») y unos operarios especializados en el arreglo de cadáveres («pollinctores»). Se hacen cargo del cuerpo, lo lavan con agua caliente, lo afeitan, lo depilan, lo perfuman y lo visten con su toga «praetexta» (puesto que el difunto ostentaba la dignidad de magistrado). Finalmente aplican una torta de cera blanda al rostro del cadáver y moldean sobre ella su máscara funeraria reproduciendo patéticamente sus rasgos. Bajo la lengua le han introducido una pequeña moneda de plata, el óbolo que el difunto pagará a Caronte, el barquero de la laguna Estigia que transporta a la otra orilla las almas de los muertos. El pálido e impecable cadáver de Cayo Cornelio queda expuesto a la curiosidad de los visitantes. La capilla ardiente se ha instalado en el espacioso atrio de la casa, sobre unas angarillas tapizadas de negro («lectus funebris»). Al calor de las muchas lámparas encendidas alrededor se marchitan prontamente las flores que lo rodean.

Un correo va anunciando el funeral («funera indictiva») a los conocidos de la familia. Todos ellos concurrirán para participar en el cortejo fúnebre («pompa») a la mañana siguiente.

Delante van los músicos, muchos, porque se trata de un entierro de primera categoría. La marcha fúnebre, o lo que sea, que interpretan con sus trompas, flautas y tubas es tan estridente que, si hemos de creer a Séneca, hasta el propio muerto debe sobresaltarse del ruido que hacen. Horacio es de la misma opinión: «Los entierros son los acontecimientos más ruidosos de Roma». Detrás de la música van las simbólicas antorchas y luego una docena de plañideras profesionales («praeficae») suministradas por la propia funeraria. Nos impresionan sus desgarradores gritos («lugubris eiulatio») que ponen el vello de punta al más templado. Solamente descansan cuando algún amigo del difunto les indica que va a pronunciar una oración fúnebre («laudatio funebris») y quiere que se le oiga. Detrás de las plañideras un grupo de familiares y amigos íntimos porta las máscaras de cera de los antepasados de Cayo Cornelio, cada una de ellas acompañada de las insignias del máximo rango que el representado alcanzó en vida. Es como una exposición de la excelencia de la familia, en la que se atestigua la alta progenie del difunto.

Ahora viene el ataúd: unas simples parihuelas sobre las que Cayo Cornelio parece dormir apaciblemente.

Siguen al cadáver los familiares, siervos, amigos, clientes, esclavos y conocidos. Como el muerto era senador, el entierro discurrirá por el Foro. De hecho, los maestros de ceremonias lo han calculado todo para que el cortejo llegue al Foro a la hora en que está más concurrido. A una señal del maestro de ceremonias el cortejo se detiene. Nuestro amigo Marco Cornelio, hermano del difunto, pronuncia su oración fúnebre. Es un largo y elaborado discurso en el que ensalza y enumera pormenorizadamente las preclaras virtudes del extinto.

Es dudoso que la haya escrito él, se comentará luego, puesto que ha sido, sin duda, una de las mejores que se han escuchado de mucho tiempo a esta parte.

En medio de tanta pompa y solemnidad a nadie parece molestar que un bufón contratado forme parte del cortejo y vaya haciendo chistes en voz alta, con la mayor desvergüenza, y dando réplicas sarcásticas a las alabanzas que deudos y amigos hacen del difunto. Misteriosa institución esta, como otras romanas, cuyo hondo sentido trasciende la mera anécdota. (Pensamos, también, en el esclavo que acompaña en su carro triunfal al general victorioso aclamado por el pueblo de Roma y le va musitando al oído: «Recuerda que eres mortal»).

El cadáver de Cayo Cornelio va a ser cremado. La pira, una fosa cuadrangular llena de leña seca («ustrina») está aguardando. Los operarios extienden encima una sábana y sobre ella depositan el cadáver. Antes de que enciendan la pira, Cayo Cornelio recibe un último beso de su viuda.

Luego, cumpliendo un antiguo rito, su hijo Cayo le abre y le cierra los ojos. Aplican una tea encendida y la leña comienza a crepitar y arder. Es posible que algún familiar o amigo haya traído alguna ofrenda y la arroje a las llamas: pequeños objetos, vestidos o cosas así, pero lo más corriente es que solamente se arrojan flores.

Cuando la pira se consuma, apagarán con vino sus últimas brasas. Luego recogerán los chamuscados huesos y los untarán con miel antes de depositarlos en su urna. Quizá también recojan las cenizas y las guarden en un «sepulcrum». En cualquier caso los restos irán a parar a un monumento funerario adecuado al rango del difunto.

El de Cayo Cornelio, por ser persona de gran calidad, se construirá, excepcionalmente, dentro de la ciudad, en un jardín que la familia posee no lejos del Campo de Marte. Pero lo usual es que los monumentos funerarios se dispongan a lo largo de las principales carreteras que salen de la ciudad. Aquí se despide el duelo. Los asistentes y los deudos («familia funesta») tendrán que purificarse en cuanto lleguen a sus casas. Los funerales de los pobres son mucho más simples. En unas angarillas improvisadas los llevan al lugar designado y allí los sepultan en una fosa, el mismo día del óbito. Los enterradores («vespillones») son gente de dudosa catadura y no se andan con remilgos. Por otra parte, las familias recurren a lo más barato. El que quiera lindezas tiene que pagárselas en vida. Existe un procedimiento al que muchos recurren: se hacen cofrades de uno de los poderosos «collegia funeraticia» que garantizan a sus socios un entierro honorable o, incluso, la cremación y ulterior custodia de las cenizas en una urna cineraria que será instalada, a razón de dos por nicho, con su nombre en la tapadera, en el columbario de la hermandad. (Columbario viene de «columba», «paloma», porque estos cementerios, con sus ordenadas filas de diminutos nichos, parecen palomares). Allí acudirán los familiares a llevar flores y ofrendas de trigo y a encender las preceptivas lámparas el día de los difuntos, que para los romanos cae en febrero.

En el sepelio del noble Cayo Cornelio todo el mundo hablaba de su testamento. Como es difícil contentar a la gente, casi todos los testamentos de personas principales traen polémica. Un texto de la época: «Después de haberse visto asediado por los cazadores de herencias, Fulano de Tal falleció dejándoselo todo a su hijo y a sus nietos. Unos lo tildan de hipócrita y desagradecido porque se olvidó de sus amigos; otros, por el contrario, lo elogian por haber burlado las esperanzas de los ambiciosos».

Los testamentos constituían la carnaza favorita de la maldiciente e intrigante alta sociedad romana. Hay que tener en cuenta que el difunto no se limitaba a legar sus bienes, sino que también se extendía en sus postreros elogios o insultos a los vivos, y todo lo que decía cobraba especial significación por estar asociado al trance decisivo y sincero de la muerte. Las mandas podían ser interminables porque era costumbre que los amigos, e incluso los simples conocidos, fuesen mencionados en el apartado de herederos sustitutos (es decir, los que solamente tienen derecho al legado en caso de que el heredero titular lo rechace, lo que, lógicamente, jamás ocurría). Un buen detalle de ciudadanía, que allanará los escabrosos caminos del fisco a los herederos, consiste en dejar una suculenta cantidad de sestercios para las arcas privadas del emperador. Y cuando es el propio emperador o un grande entre los grandes el que muere, también se aprecia que legue parte de su fortuna para que sea repartida entre el pueblo de Roma.

En el torbellino del tiempo, los huesos de nuestro amigo Cayo Cornelio se han disipado como los del más humilde esclavo de su casa y ahora son piadoso dominio del olvido. Pero muchos romanos legaron su recuerdo hasta nosotros a través de los cientos de miles de epitafios y relieves sepulcrales que los arqueólogos han ido desenterrando. Ya dijimos que los principales cementerios discurrían a lo largo de las carreteras que salen de Roma. El curioso viajero que no tuviese mucha prisa podía entretenerse en admirar los artísticos relieves funerarios y sus inscripciones. Los había para todos los gustos y para todos los bolsillos: desde mausoleos tan suntuosos como el de Cecilia Metela, que semeja una potente torre cilíndrica, hasta mínimas citas con el nombre del muerto garrapateado en la tapadera. La burguesía empresarial encargaba pintorescos relieves que representan el medio de vida del difunto: una bodega, una carnicería, una pollería, un taller de herrería…

Con ello nos muestran que el que allí reposa no era un don nadie. Los textos que acompañan no son menos pintorescos. A menudo nos cuentan su vida o nos dan sensatos consejos para que encaminemos rectamente la nuestra.

Por ejemplo:

«He sufrido estrecheces toda mi vida, por eso os aconsejo que os deis mejor vida de la que yo me di. La vida es eso: hasta aquí se llega y después ni un paso más. Amar, beber, frecuentar las termas, eso sí que es vida; después no hay nada. Yo, por mi parte, nunca seguí los consejos de los filósofos. Desconfiad de los médicos, que son los que me han matado».

Catacumbas

El subsuelo de la Roma actual es un gigantesco laberinto subterráneo donde reposan unos seis millones de difuntos. Aprovechando la blanda toba fácil de excavar, entre los siglos
I
y
IV
, los cristianos organizaron hasta cuarenta necrópolis subterráneas cuyas galerías miden más de seiscientos kilómetros. Algunos de estos cementerios tienen hasta cinco pisos, el más bajo de los cuales puede estar a veintidós metros de profundidad. Las galerías suelen tener tres o cuatro metros de altura por uno de ancho o poco más. A un lado y a otro disponen de nichos longitudinales superpuestos formando tres o cuatro hileras y, en casos excepcionales, hasta catorce.

En las esquinas de esta ciudad subterránea vemos nichos más pequeños que servían para depositar las lámparas.

Es curioso constatar que mientras la ciudad va evolucionando en la superficie, las catacumbas siempre permanecen fieles al mismo modelo constructivo. Esta uniformidad se debe a que en el gremio de sepultureros («fossores») que las iba construyendo el oficio pasaba de padres a hijos y todos respetaban las mismas normas.

Las galerías de las catacumbas distan mucho de ser monótonas madrigueras de la muerte. Hay escaleras que suben, escaleras que bajan, quiebros y calles. De vez en cuando hay un ensanchamiento que sirvió de iglesia o capilla («cubicula») de algún venerado santo. En estos lugares suelen alegrar la vista del devoto pinturas de tema religioso: el Buen Pastor, Mercurio cristianizado, y distintas alegorías, como el pez, que es Cristo; el ancla, esperanza; la rama de olivo, paz, etcétera.

Capítulo 11

Esclavos y libertos

L
a economía romana se basaba en la explotación de los esclavos como fuerza de trabajo. Todo romano medianamente acomodado poseía esclavos para el servicio doméstico y para la industria o el comercio. Incluso existían empresas de servicios que los alquilaban al que tuviera necesidad de mano de obra temporal. Solamente la empobrecida plebe no disponía de esclavos. En el tiempo en que la población de la actual Italia se cifraba en unos seis millones de personas, había un esclavo por cada tres habitantes y la proporción en la ciudad de Roma era mucho mayor. En los tiempos más antiguos, los esclavos no se consideraban personas sino cosas («res»). Cuando Horacio nos cuenta, en una carta, que tiene la costumbre «de pasear solo», quiere decir que lo acompaña un esclavo de su servicio, pero como el esclavo no es persona, en realidad él se siente solo. El esclavo es un ser de categoría inferior, como un caballo o un perro.

Como a cualquier otro animal doméstico, el amo le puede tomar cariño y puede tratarlo con paternal afecto.

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