Roma de los Césares (14 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Histórico

BOOK: Roma de los Césares
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El esclavo no tiene ni siquiera nombre de persona. Existen nombres de esclavos que un hombre libre jamás pondría a sus hijos. Pero si uno no quiere llamar al esclavo por su nombre, también puede dirigirse a él con el apelativo genético de «puer», «niño», lo que muestra que, a nivel familiar, el esclavo se considera una especie de retrasado mental. Curiosamente, en las plantaciones algodoneras de los estados esclavistas de Estados Unidos de América, el esclavo también era un «boy», «muchacho», independientemente de su edad.

En su calidad de cosa, el esclavo no tiene derechos ni propiedades, ni se puede casar (aunque es inevitable que se empareje en «contubernium»).

Todo esto es lo que la Roma de los Césares heredó de los tiempos antiguos, pero en los primeros siglos de nuestra era la situación de los esclavos va evolucionando y se hace mucho más humana. La nueva moral, introducida a partir del siglo
II
por la filosofía estoica, va suavizando el trato que se da a los desdichados esclavos y prepara el camino para la introducción de una serie de leyes que los protegen: se prohíbe vender separadamente a la madre y a sus hijos pequeños así como matar caprichosamente a un esclavo, lo que, en tiempos de Constantino, llegará a considerarse homicidio. A pesar de todo, la moral estoica y, más tarde, la cristiana, nunca se cuestionaron la licitud de la esclavitud como institución: todos la aceptaban como necesaria para la supervivencia del modelo de sociedad romano.

¿De dónde proceden los esclavos?

La inmensa mayoría de ellos habían nacido esclavos por ser hijos de esclavas. En la época de las grandes conquistas eran prisioneros de guerra.

También podían ser niños abandonados o vendidos por sus padres a los comerciantes especializados («mangones» o «venalicii»), que se encargaban de criarlos e instruirlos para luego revenderlos. Finalmente, estaban los hombres libres reducidos a esclavitud por deudas e, incluso, individuos que se vendían a sí mismos para no morirse de hambre o como medio para introducirse en el servicio de una casa importante en calidad de administradores de fincas o gerentes de industrias. A esta clase de esclavos voluntarios que hacen carrera de su estado pertenecen los tesoreros del emperador, cargos que casi siempre serán desempeñados por fieles esclavos (lo que resulta muy conveniente puesto que a un hombre libre no se le puede torturar, llegado el caso, pero sí a un esclavo). Nuestro viejo amigo el modesto terrateniente Marco Metelo ha llegado a Roma con intención de adquirir un esclavo. Antes de comprar quiere ver la mercancía y comparar precios en los distintos mercados. Primero se dirige al más caro y mejor surtido, en los «saepta», junto al Foro. Cuando llegamos acaban de poner a la venta un nuevo lote de esclavos. Los examinamos sobre la tarima giratoria («catasta») que permite a los posibles clientes contemplarlos con toda comodidad.

Cada esclavo porta al cuello un cartel («titulus») en el que se especifica su procedencia, edad, habilidades y defectos físicos o morales. De todos es sabido que el esclavo, como todo individuo al que se prive de su dignidad de persona, fácilmente se abandona y da en ser perezoso, glotón y lujurioso, aunque casi todos estos defectos se pueden corregir con la vara. Como este lote de cinco esclavos que estamos contemplando se expone por vez primera en la plaza, todos ellos llevan un pie espolvoreado con yeso («gypsati»). Advertimos que los precios varían grandemente. Por los artesanos y obreros especializados («ordinarii») se puede llegar a pagar hasta quince veces la cantidad que valen los simples braceros («vulgares»). Por un cocinero experimentado o por un sabio preceptor o gramático se pueden ofrecer cantidades astronómicas, quizá cientos de miles de sestercios.

El mercader, que ha resultado ser un viejo conocido de nuestro amigo Marco Metelo, nos permite curiosear en sus contratos de compra-venta. Algunos de ellos contienen cláusulas sorprendentes introducidas para favorecer o perjudicar al esclavo que cambia de dueño. El vendedor puede exigir que el comprador se comprometa a mantenerlo por siempre encadenado. O, si se ve obligado a desprenderse de una esclava a la que aprecia, puede especificar en el contrato que el nuevo amo no la dedicará a ejercer la prostitución. En caso de hacerlo, la chica quedará libre automáticamente.

Esto no impide que el nuevo dueño pueda usarla sexualmente en su propio provecho, puesto que tratándose de esclavas no existe noción de violación. ¿Cómo se puede violar una cosa?

Pero estas «cosas» están dotadas de inteligencia y humanos sentimientos (a veces más que sus acaudalados pero embrutecidos dueños), y pueden tender a rebelarse contra un amo cruel. No hay que fiarse de ellos. «El más humilde de tus esclavos —advierte Séneca— tiene sobre ti un derecho de vida o muerte». Todos conocen casos de esclavos que han apuñalado o estrangulado al amo y luego han huido o se han suicidado. En la mente de todos está la famosa rebelión de los esclavos en tiempos de Espartaco, que tantos sufrimientos y quebraderos de cabeza trajo a Roma. Terribles castigos físicos actúan como medios disuasorios para los esclavos rebeldes.

El tormento está a la orden del día.

Incluso, a veces, un esclavo puede ser puesto en el potro («eculeus») y ser torturado por la justicia para que confiese los delitos que se imputan al amo.

Cuando un esclavo se fuga, se le pone un precio y se pregonan sus señas. A menudo el bribón desaparece como si se lo hubiese tragado la tierra: se ha unido a los salteadores de caminos que infestan las montañas o se ha trasladado a una región apartada y una vez allí se ha vendido a otro dueño con la esperanza de que se muestre más humano que el anterior. Los amos precavidos, cuando sospechan que un esclavo puede estar tramando su fuga, lo llevan al herrero para que les suelde un aro de hierro en torno al cuello con una placa identificativa que rece, por ejemplo: «He escapado, deténme. Si me entregas a Zonino, mi amo, te recompensará»; o: «Captúrame y llévame a Apropiano, en el Aventino», o quizá: «Préndeme porque me he fugado y llévame al lado del templo de Flora, en la calle de los barberos».

¿Qué ocurre cuando un esclavo huido es capturado y devuelto a su dueño?

El amo le dará una memorable paliza —que no ponga en peligro su vida puesto que, al fin y al cabo, se trata de una valiosa propiedad— y posiblemente le haga grabar en medio de la frente, con un hierro al rojo vivo, la siguiente inscripción («stigma nota»): «FUG» o «KAI» o «FUR», que indeleblemente lucirá el desdichado por el resto de sus días. O le producirá dolorosas quemaduras, también indelebles, con una hoja de metal al rojo («lamminae»). Otros delitos propios de esclavo pueden entrañar fractura de una pierna («crurifragium») o la terrible crucifixión que es ejecución propia de maleantes, bandidos y esclavos delincuentes. Pero no es la única forma de muerte. También existe la ejecución por fuego, que se suele aplicar a los incendiarios y pirómanos: se empapan los vestidos de la víctima con pez u otro material inflamable («túnica molesta») y se le prende fuego. Otros procedimientos más pintorescos fueron la excepción, no la regla. Vedio Podión, sádico gastrónomo que criaba voraces y exquisitas murenas en un estanque, les arrojaba sus esclavos culpables. Seguramente tendría un piadoso recuerdo para ellos cuando contemplara la rolliza y humeante murena, tan apetitosa, sobre su bandeja. Paradójicamente, este individuo era un liberto enriquecido que había sido esclavo en su juventud. No hay peor cuña que la de la misma madera.

Con todo, los esclavos problemáticos constituían una minoría. Lo normal es que el esclavo sea casi un miembro de la familia, particularmente cuando ha nacido en casa y ha crecido junto a sus amos. Como tal, disfruta de ciertos privilegios sobre los otros esclavos posteriormente adquiridos y se le permite una cierta autonomía e incluso que tenga sus propios ahorrillos («peculium»), con los que, andando el tiempo, podría llegar a comprar su libertad si es que no la recibe de su amo por testamento.

El esclavo doméstico es como el animal. Duerme en cualquier parte de la casa, a veces sobre un camastro tendido a la puerta de la alcoba del amo, en una especie de vestíbulo calculado para tal fin. Era inevitable que la continua presencia de esclavos restara intimidad a los dueños. En una comedia leemos: «Cuando Andrómaca y Héctor copulan, sus esclavos se masturban con la oreja pegada a la puerta». Pero los romanos acomodados soportaban de buen grado estos pequeños inconvenientes a cambio de las muchas ventajas de orden práctico que la posesión de esclavos domésticos comportaba. Porque el esclavo lo hace todo, es ayuda de cámara que peina, viste y desnuda al dueño; es chico de los recados («tabellarii»), lo acompaña al baño («balneator»), le aplica masajes («unctor») y lo depila («alipilus»). El nuevo rico se luce en el baño con un nutrido séquito de esclavos para que sus conciudadanos tomen nota de su próspero estado. Si se trata de un industrial, tendrá un contable («dispensator»); un tenedor de libros («sumptuarius»); varios escribientes («amanuenses») y hasta un tesorero («arcarius»). Si es terrateniente y aficionado a la caza tendrá en su villa rústica un criador de perros («magister canum») y varios monteros experimentados («vestigatores»). Para cada posible actividad existe un esclavo especializado, aunque es de suponer que, por razones de elemental economía, se valoraría el esclavo polivalente instruido en varias habilidades necesarias. No obstante, los verdaderamente valiosos eran los que se especializaban. Algunos de ellos estaban mucho más preparados que sus dueños hasta el punto de dirigirles los negocios y permitirles vivir cómodamente de las rentas.

Grandes industriales, terratenientes o comerciantes llegaron a contar con verdaderos ejércitos de esclavos, hasta veinte mil de ellos pertenecientes al mismo dueño.

En estos casos, los esclavos solían estar divididos, dependiendo del trabajo que realizaban, en cuadrillas («colegia»), frecuentemente integradas por diez individuos («decuriae») a las órdenes de un capataz («praepositus»), también esclavo.

Muchos esclavos que habían servido fielmente a sus dueños ganaban o compraban su libertad («manumissio») y pasaban a engrosar el número de los libertos, verdadera clase social cada vez más influyente en la Roma de los Césares. Existían diversas fórmulas para liberar a un esclavo: inscribiéndolo en el censo de los hombres libres («censu»), ordenándolo en el testamento o ante testigos («inter amicos»), otorgándole carta de libertad («per epistolam») o, más entrañablemente, organizando un banquete e invitándolo a sentarse a la mesa junto a los demás hombres libres («per mensam»).

En cualquier caso, el liberto queda ligado de por vida a su antiguo señor, o a la familia de éste, por el compromiso de fidelidad de la clientela y deberá mostrarse agradecido en su nuevo estado. El señor, por su parte, sigue velando por él como miembro de la casa. Si es viejo, permitirá que habite con él o le otorgará una pensión («alimenta») para que pueda subsistir. Cuando muera el amo, el liberto acudirá a su funeral tocado con un ceremonial gorro frigio.

Muchos libertos prosperaron en su nuevo estado y hasta se enriquecieron.

Algunos incluso prepararon un espléndido porvenir para sus hijos nacidos de mujeres libres. Por lo general, estos libertos a los que la fortuna sonreía eran odiados tanto por sus conciudadanos más pobres —que los acusaban de ser viciosos y crueles, a veces quizá con un punto de razón—, como por los ricos, ahora sus iguales, ante los que se conducían con la arrogancia del que se ha abierto camino desde muy abajo sin haber asimilado los modales y pautas de conducta propias de su nuevo estado. El «Satiricón» de Petronio nos retrata a uno de estos orgullosos libertos:

«Soy un hombre entre los hombres, puedo andar con la cabeza bien alta, porque no le debo un céntimo a nadie. No he tenido que aceptar nunca nada de nadie y nadie me ha tenido que decir en medio del Foro: "Págame lo que me debes". He adquirido algunas fincas, tengo algunos ahorros y mantengo a veinte personas y un perro. Si quieres, acompáñame al Foro y pidamos que nos presten dinero: ya verás si tengo crédito o no a pesar de mi anillo de hierro de simple liberto».

Algunos libertos llegaban a ser altos funcionarios imperiales o médicos famosos; estos últimos, por lo general, después de haber sido esclavos de un médico y del que aprendieron el oficio.

Crucifixión

No se conoce a ciencia cierta el origen de este terrible suplico. Probablemente lo inventaron los asirios, pero también lo usaron egipcios, persas, griegos y fenicios. La denominación «arbor infelix» significaba, en un principio, tanto la horca («furca») como la cruz («crux»). Los romanos lo aplicaron a malhechores —agitadores políticos, ladrones, esclavos delincuentes— y muy raramente a ciudadanos romanos. El suplicio seguía un ritual diabólicamente calculado para prolongar los espantosos sufrimientos del reo. Iba precedido de una flagelación o apaleamiento con bastones («fustis»), si se trataba de un soldado, o látigos («flagella»), en los demás casos. Pero si el supliciado era incendiario se azotaba con el látigo ardiente («flagra»): cadenillas de hierro rematadas en bolitas de bronce, todo ello previamente calentado al rojo sobre un brasero.

Después de la flagelación, el reo era conducido al suplicio con los brazos atados al travesaño horizontal de la cruz, que portaba sobre los doloridos hombros. El palo vertical era fijo y esperaba ya clavado en tierra en el lugar de los ajusticiamientos.

Al llegar allí, los verdugos desnudaban al reo y, tendiéndolo en tierra sobre el palo que había traído, le clavaban los brazos extendidos, haciendo pasar los clavos entre los huesecillos de las muñecas. Luego izaban al supliciado sobre el palo vertical, en cuyo extremo superior había un pivote que encajaba en el alvéolo practicado en el centro del travesaño horizontal. Después, se flexionaban las rodillas del crucificado y se le clavaban o ataban los pies al madero vertical. Los restos de un crucificado del siglo
I
, descubiertos y estudiados por arqueólogos israelíes cerca de Jerusalén, en 1968, presentan un único clavo de 18 centímetros de longitud que atraviesa los talones lateralmente. No había soporte para los pies en la cruz, pero sí una especie de barra o clavo grueso («sedile») sobre el que se acomodaba, a horcajadas, el reo. Este cruel aditamento fue también usado en los postes de la inquisición como atestigua la pintura de Berruguete «Auto de fe» (número 618 del Museo del Prado, Madrid). El crucificado tardaba varios días en morir (Jesucristo, que murió a las nueve horas, fue una excepción). En aquella forzada postura, su agonía era atroz. La tensión en los músculos pectorales y abdominales dificultaba su respiración, puesto que prácticamente se respira con el diafragma, de modo incompleto. Esto conduce a una progresiva falta de oxígeno que acaba provocando la muerte por asfixia o por insuficiencia coronaria (provocada por la reducción de la presión arterial que hace que llegue poca sangre al corazón y que el cerebro no se riegue suficientemente). No obstante, cuando el crucificado siente que le falta el aire, descansa su peso sobre el «sedile» para aliviar los músculos del tronco. Entonces la sangre vuelve a subir y la sensación de asfixia se mitiga, pero el dolor que el «sedile» provoca sobre el perineo es tan insoportable que nuevamente el crucificado levanta su peso para aliviarse, lo que vuelve a poner en marcha el proceso que conduce a la asfixia o al infarto.

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