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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Histórico

Roma de los Césares (10 page)

BOOK: Roma de los Césares
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¡Ay, los griegos! Vienen de todas partes, se instalan en el Esquilino y en el Viminal y se hacen dueños de las familias más ilustres. Son lo que quieras que sean: literatos, rectores, geómetras, pintores, masajistas, augures, funámbulos, médicos, magos. El grieguito muerto de hambre entiende de todo. Dile que te suba al cielo: te subirá.

La ciudad nocturna es tan ruidosa que no nos extraña que sus calles estén tan concurridas. A lo mejor son vecinos que no consiguen conciliar el sueño en sus casas. «Es que para poder dormir en Roma tienes que ser muy rico», replica, agrio, Juvenal.

La vida nocturna se concentra en ciertos barrios donde existen tabernas («popinae, thermopolia»). Nos llama la atención que el vino se sirva caliente. En algunos establecimientos se juega a los dados, cruzando apuestas. En casi todos hay pelanduscas que ejercen su oficio en camaranchones de los pisos altos o en húmedas trastiendas abarrotadas de ánforas y cachivaches.

Juvenal, siempre atento a los aspectos negativos de la ciudad, es de la opinión que debiéramos dar por terminado el paseo y retirarnos a nuestras respectivas posadas. Es poco amigo de la noche.

—Considerad ahora —nos dice— cuán diversos son los peligros de la noche. Pensad desde qué altura puede precipitarse una teja y romperte el cráneo y cuántas veces son lanzados desde las ventanas cacharros desportillados que dejan profundas huellas sobre el empedrado. ¡Bien se te ha de tener por descuidado e imprevisor si asistes a una cena sin haber hecho previamente testamento! Cuando sales de noche te acechan tantos peligros mortales como ventanas hay abiertas. Y sólo por esta razón te conformas melancólicamente con que se contenten con ducharte con el contenido de los cubos.

No exagera nada nuestro malhumorado amigo. En esta ciudad, que es cabeza del mundo, son pocas las casas que están provistas de desagües y el servicio municipal de recogida de basuras aún no se ha inventado. Por lo tanto, los desperdicios del día suelen arrojarse a la calle por la ventana en cuanto las propicias tinieblas —tampoco hay alumbrado público— garantizan la impunidad. En tales circunstancias, el sufrido transeúnte está vendido, pues en cualquier momento le puede llover del cielo un chaparrón de desperdicios líquidos («effusum») o, lo que es peor, sólidos («deiectum»).

En casos graves de descalabramiento, que los hay, todos los inquilinos del inmueble serán corresponsables ante la justicia.

En cada uno de los catorce distritos en que está dividida la ciudad existe un cuartel o comisaría («excubitorium»), que es también parque de bomberos. Está servido por un retén de «vigiles» que patrullan las calles provistos de cubos y armas, por si hay incendios o reyertas, pero ya se sabe que nunca están cuando se los necesita. Si uno quiere sentirse seguro debe llevar su propia escolta, cuatro o cinco fornidos esclavos, armados de garrotes y provistos de luces.

Otro peligro nocturno es el constituido por los gamberros. Hay cuadrillas de mozalbetes, algunos de ellos de las mejores familias de la ciudad (incluso el propio Nerón, ya emperador, se sumó a veces a estas pandillas), a los que la costumbre consiente que campen por la ciudad cometiendo toda clase de abusos antes de que el yugo del matrimonio y el trabajo adulto les asiente la cabeza. Si se contentan con insultarlo o apalearlo y con sobarle la mujer, ya puede el pacífico transeúnte dar gracias a los dioses, porque ha salido bien parado después de todo, pues muchas veces gustan de redondear la faena arrojando a sus víctimas a la cloaca más próxima. También saben echar abajo la puerta de una conocida cortesana que pensaba holgar —en el sentido de descansar— esa noche, para violarla por turno, destrozarle el mobiliario y robarle las galas y trebejos del antiguo oficio.

Capítulo 7

Viviendas adosadas y colmenas sociales

C
omo en Roma impera un régimen capitalista, no nos sorprende que los potentados vivan en mansiones y palacios, los ricos en viviendas unifamiliares adosadas y los pobres que disponen de un techo donde cobijarse, en bloques de apartamentos. La casa de nuestro amigo Marco Cornelio es un buen ejemplo de vivienda para familia acomodada a nivel medio alto. Consta de un solo piso y está cerrada por un muro sombrío, mal enfoscado y sin ventanas, en cuya parte central se abre una especie de breve pasillo que conduce a la puerta de la casa. El exterior causa una deficiente impresión, pero cuando se traspasa la puerta, un luminoso y cómodo interior nos acoge.

Hay un breve vestíbulo que desemboca en un patio cuadrado («atrium») cuyo centro, abierto al cielo, está ocupado por una pila («compluvium») a la que va a parar el agua de los tejados cuando llueve. La pila está dotada de un rebosadero para que el precioso líquido alimente el aljibe subterráneo. En invierno la vivienda se ventila y solea a través de este patio; en verano se tiende un toldo («velaria») que impide que el sol caliente el interior de la casa. En torno a este patio discurre una galería a la que se abren las puertas y ventanas de las distintas habitaciones. Enfrente de la entrada hay una hornacina muy decorada («lararium») en la que se veneran los lares de la casa y, cerca de ella, la caja fuerte («arca»), alacena asegurada con potentes candados que guarda los objetos de valor y el dinero.

Del «atrium», por la parte posterior, sale un corto pasillo que conduce a un espacioso patio trasero, el «peristylium», más ancho y luminoso, donde habitaciones suplementarias se abren a un espacio rodeado de columnas y ajardinado. Admiramos bellos parterres de plantas de olor y flores, así como algunas estatuas y frisos decorativos de gran mérito. En el espacio central hay una fuente a cuyo fresco arrullo se cena, en verano, sobe el triclinio de mampostería. Hay también un hermoso emparrado.

En la casa existen dependencias asignadas a distintos usos. La más noble de ellas es la sala de estar («tablinium»), el lugar del padre.

Luego están el comedor («triclinium») y el dormitorio («cubiculum»). Lo que echamos en falta es la cocina. Marco Cornelio nos explica que los romanos no suelen dar importancia a esta dependencia de la casa. En muchos hogares ni siquiera existe y la comida se prepara, como antiguamente, en el patio trasero o en el mismo «atrium», sobre un fogón portátil que se quita de en medio cuando no se está usando.

La cocina de esta casa es un cubículo más reducido aún que las de nuestros pisos modernos. Las paredes, oscurecidas y pringosas, delatan que se llena de humo con facilidad. En un breve poyo de mampostería hay una especie de fregadero que desagua en el albañal («confluvium») de la pieza contigua.

El horno de cocer el pan está en un rincón del patio posterior, al lado de la leñera, pero hoy en día, me explican, son muchas las familias que, aunque siguen amasando el pan en casa, prefieren cocerlo en la panadería del barrio.

Como es casa de familia pudiente, el suelo está decorado con pavimentos de artísticos mosaicos y las paredes cubiertas de pinturas al fresco, cuyos bellos y llamativos colores imitan lujosas arquitecturas. Los cuadros reproducen motivos mitológicos, campestres, rosetones, cabezas monstruosas y escenas de sacrificios. En el techo, algo oscurecido por el graso humo de las lámparas, hay bellos estucos y artesonados.

El mobiliario es más bien sucinto.

Apenas los imprescindibles y enormes divanes del comedor, las camas de los dormitorios, dos o tres mesas y una docena de sillas. La cama («lectus») es alta y provista de escabel, cabecera y espaldar. Sus complementos son, básicamente, los actuales: colchón, almohada, mantas y colcha. Nos referimos a las de los ricos, claro. Las de los pobres son mucho más simples: un bastidor de cuerdas con modesto colchón de granzas y raída manta.

Las mesas suelen ser verdaderas obras de arte salidas de expertas manos artesanas, aunque también las hay sencillas, de tijera, para los viajes.

Los asientos son también, básicamente, los modernos: sillón («cathedra»), silla («sella», dotada de brazos pero sin respaldo) y el humilde taburete. Hay pocos armarios, pero abundan las alacenas empotradas en las que se guarda de todo: ropa, libros, comida, etc. Hay pocos objetos decorativos, si exceptuamos los artísticos candeleros que se ven por todas partes sosteniendo candiles de aceite fabricados en barro o bronce. Resultan más baratos que las velas de sebo pero dejan el aire graso y maloliente. Las antorchas tienen su uso restringido a bodas, funerales y celebraciones oficiales.

En el noble «tablinium» de la casa las ventanas están dotadas de toscos vidrios, gruesos y casi opacos. El resto de las ventanas se cierran con las tradicionales placas de alabastro («lapis specularis») que dejan pasar la luz y crean un ambiente recoleto y agradable. En las casas pobres sólo hay postigos de madera —cuando los hay—, de modo que, si hace frío, sus moradores se ven obligados a cerrarlos y pasan el día a oscuras, sin más luz que la que se desprende del brasero o del hornillo… cuando los hay.

Esto justifica la gran afición por las termas públicas donde, por una perra gorda como quien dice, puede pasarse la tarde calentito.

Nuestra anfitriona, la noble Caesia, no tiene problemas con el servicio doméstico. Doce esclavos se encargan de que la casa funcione debidamente. Sus respectivas tareas están bien delimitadas. Hay un portero («ostiarius») que vigila la entrada y recibe recados; un camarero («cubicularius» o «servus a cubículo») que limpia y cuida de las habitaciones y duerme junto a la puerta del dormitorio del amo; otros se ocupan del baño, de la leña, de las lámparas, de la ropa, del telar, de la comida… Raramente están ociosos. En las mansiones de los nuevos ricos hay incluso varios esclavos jardineros. La posesión de extensos y elaborados jardines se ha convertido últimamente en símbolo de estatus social. «Ya notarás —nos dicen— cómo algunos viven en casa estrecha con tal de poder lucir en su jardín infinidad de verdores». Es curioso que, en esta congestionada ciudad, donde los problemas de espacio son cada día más acuciantes, existan, sin embargo, tantos jardines y huertos. En parte es posible que se deba al instintivo respeto que el supersticioso romano siente por las arboledas, en las que se manifiesta lo luminoso.

También, quizá tenga algo que ver con la moda impuesta por los filósofos de retirarse a lucubrar a la paz de los jardines. El nuevo rico que posee un jardín puede llegar a convencerse de que es una persona culta y de pensamiento cuando se pasea, abstraído en sus negocios, entre mirtos, violetas, narcisos, adelfas y yedras. O cuando se sienta en marmóreo banco e intenta leer a Epicteto a la sombra de los copudos plátanos, de los verdes laureles o de los afilados y hospitalarios cipreses.

Muchos amigos de Marco Cornelio que habitan en barrios más céntricos de la ciudad, han alquilado las habitaciones exteriores de sus casas, generalmente incomunicadas con la vivienda a comerciantes y artesanos de la vecindad. Esas estancias («tabernae») suelen contener un pequeño entresuelo superior, especie de baja buhardilla («pergula») que también puede servir de vivienda a algún antiguo liberto de la casa o a gente humilde cuya vecindad no moleste demasiado.

Los pobres viven en edificios de hasta cuatro pisos y de unos dieciocho metros de altura («insulae»), con muchas ventanas y balcones al exterior, lo que refuerza nuestra impresión de que se trata de auténticas colmenas humanas. En estos edificios, que exteriormente nos recuerdan el aspecto de las «viviendas protegidas» de nuestros barrios obreros de la posguerra, suele hacinarse el personal a razón de una familia por habitación.

El alquiler es muy bajo, pero carecen de los más elementales servicios y el mantenimiento se reduce al mínimo. La construcción es tan deplorable que son frecuentes los incendios y desplomes.

Veamos lo que nos dice al respecto Juvenal:

«Habitamos una ciudad apuntalada con soportes no más sólidos que una caña, pero el casero tapa con yeso cualquier grieta antigua y te dice: "Ea, ya puedes dormir tranquilo"».

Y, mientras tanto, la casa amenaza ruina y se te puede caer encima. No exagera. Un ilustre casero, Cicerón, confiesa a su amigo Ático en una carta: «Se me han hundido dos inmuebles y los otros tienen las paredes agrietadas. No sólo se marchan los inquilinos, ¡hasta las ratas se van!». A partir del siglo
II
, la ciudad se torna más fea porque el terreno escasea y empiezan a demolerse casas unifamilares para construir «insulae» cada vez más altas. Una de ellas, la ínsula Felices, se hizo tan famosa como el Empire State Building en nuestros pecadores días. Trajano había establecido el límite de altura de un edificio en veinte metro, pero seguramente no siempre se respetó. Se produce incluso un cambio en el vocabulario. «Domus» pasa a designar la planta baja del edificio de apartamentos, que es la más cómoda puesto que sus inquilinos no tienen que subir escaleras y disponen, además, de cloacas, un adelanto del que están privados los pisos superiores. Hay que tener en cuenta que disfrutar de retrete en casa era lujo propio de ricos. Los habitantes de las «insulae» han de acudir a las letrinas públicas. Éstas suelen estar dotadas de suntuosos bancos de mármol, corridos y sin separación intermedia entre los agujeros sanitarios, para que el usuario pueda departir amablemente con sus vecinos de asiento mientras aligera el vientre. No tenían nuestro concepto de la intimidad asociado a ciertos actos. Algunas letrinas incluso están dotadas de artísticos reposabrazos en forma de ágil delfín. No existe todavía la cisterna, pero hay un caño de agua corriente que discurre a lo largo del banco y va llevándose la suciedad a las cloacas. Las letrinas públicas fueron gratuitas hasta que a Vespasiano, cavilando arbitrios con los que apuntalar sus flacas arcas, se le ocurrió la feliz idea de gravarlas con un impuesto. A los ministros que consideraban excesiva tal medida les dio a oler las primeras monedas recaudadas: «No huelen, ¿verdad?», les preguntó mientras esbozaba una imperial y helada sonrisa. Los ricos suelen poseer una segunda residencia en el campo, un chalecito en las cercanías de Roma («villa urbana») o un señorial cortijo rodeado de campos de cultivo («villa rustica») donde un esclavo administrador («vilicus») dirige las labores que son efectuadas por otros esclavos. En la villa rústica, de la que descienden directamente los modernos cortijos andaluces, distinguimos dos corrales («cortes») dotados de sendos abrevadores centrales («piscina») y una serie de establos para bueyes o caballos, así como graneros («granaria») y otras dependencias. La parte más noble de la casa suele contar con una gran sala provista de chimenea donde se cocina y se vive. Poyos de mampostería rodean los muros y sirven de asiento durante el día y de cama de los criados durante la noche. En los mayores latifundios, que tienden a ser autosuficientes, no es extraño que encontremos incluso un calabozo («ergastulum») y un hospitalillo («valetudinarium»).

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