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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Histórico

Roma de los Césares (19 page)

BOOK: Roma de los Césares
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Curiosamente tampoco comían codornices, pues existía la creencia de que se alimentaban de hierbas venenosas.

El consumo de huevos (de pavo, de gallina, de faisán y, ocasionalmente, de avestruz) estaba limitado a los más pudientes.

Muchos entendidos despreciaban tan espléndida oferta de volátiles y se concentraban, golosamente, en la gallina y el pollo. El recetario de Apicio propone hasta quince maneras de prepararlos. El lector debe imaginar no esos pobres e insípidos animales plastificados y hormonados que adquirimos en nuestros impersonales supermercados, sino el suculento, pinturero e inquieto pollo de antes cuyo sabor aún recuerdan con nostalgia las personas de edad respetable. Existían entonces muchas castas de pollos, pero el español Columela alaba los de plumaje pardo-leonado tirando al rojizo.

En Roma se hacía un buen consumo de capones, los mantecosos eunucos cuyas indispensables cirugías habían aprendido los romanos a practicar en los criaderos de la isla de Kos. Plinio el Viejo escribe: «De Delos procede esta pasión por comer volátiles gordos y bañados en su propia grasa». Nadie recordaba ya las estrecheces de los tiempos heroicos, cuando, en vísperas de la primera guerra púnica, el cónsul Fannius prohibió consumir más de una gallina cebada por persona en la misma comida. En el imperio nadie pone coto a la gula ni al derroche: pollos, gallinas y ocas se engordan con harina hervida y aguamiel o con pan empapado en vino dulce, en cebaderos mantenidos en la propicia penumbra para que los melancólicos cebones no se distraigan.

Pero la pasión por las aves no desbanca al cerdo de su privilegiada posición, si bien es verdad que lo obliga a diversificar su oferta, lo que origina muchas clases de embutidos.

El «gourmet» sabe en qué establecimientos encontrará la mejor longaniza («longano») y dónde la más esmeradamente aliñada morcilla de nueces, de pimienta, de incienso, de cebolla.

Pero, sobre todas estas carnes, se aprecian los curados jamones, sean de cerdo o de jabalí. Al jamón («perna») atribuye Horacio decorosa prosapia: «Los antiguos alaban el jabalí rancio». Catón nos trasmite la receta precisa para su preparación: «Se corta la pata, se mete en sal durante cinco días, luego se saca y se cuelga por espacio de dos días donde se oree y otros dos en el humero de la chimenea. Finalmente, se coloca en la despensa de la carne». Los impacientes que no pueden aguardar a que el cerdo se haga pueden consumirlo en forma de tostones («porci lactantes») que figuran, junto al gazapillo en adobo y los guisos de liebre o conejo, entre las recetas más transmitidas de la antigüedad.

El pescado más apreciado en las mesas de Roma fue quizá el salmonete. Detrás de él, la lista de especies pescadas en la mar o procedentes de los bulliciosos viveros (desde el 250 a. de C.) es interminable: esturión, murena, lamprea, congrio, merluza, anguila, atún, dorada, caballa, escaro (llamado por algunos glotones «cerebrum Iovis»), ostras, langosta, pulpo, sepia, calamar, venera, almejas, etc. Éstos son bocados de ricos. Los pobres que no podían aspirar a ellos se consolaban con distinta morrallas en salmuera («maenae»). Por un buen pescado eran capaces los romanos casi de cualquier cosa: en una ocasión, Octavio y Apicio rivalizaron por conseguir un hermoso ejemplar de salmonete que Tiberio había sacado a subasta. Lo consiguió Octavio después de pagar por él, escandalosamente, «más de lo que valía el pescador que lo había atrapado». Igual pasión podía despertar un buen rodaballo, ese faisán del mar, como lo llama el admirable Cunqueiro. Catón se escandalizaba porque sus conciudadanos eran capaces de pagar por un buen rodaballo más que por una buena vaca. Horacio lo censura igualmente: «Te has arruinado para pagar el rodaballo y no te queda más dinero que el indispensable para comprar la soga con la que te vas a ahorcar».

Los que no podían aspirar a carne ni a pescado tenían que consolarse con hortalizas, de las que los mercados romanos ofrecían decorosa variedad a precios muy razonables. La más popular era la col, que se preparaba cruda o cocida, y detrás de ella se alineaban la coliflor, la acelga, la lechuga, el cardo, el puerro, la zanahoria, los rábanos (de los que se consumían incluso las hojas), el nabo, la escarola, las alcachofas, los pepinos y las calabazas. De Egipto llegaban hermosas cebollas. Los espárragos podían ser trigueros o cultivados: todos eran caros.

Las legumbres que reinaban sobre los variados, potentes y especiados potajes romanos eran: habas, salutíferas lentejas, garbanzos, guisantes, altramuces, judías. Plato de pobres y de vacas eran las algarrobas y los altramuces. Ignorantes aquellos paganos del divino y misterioso canon de nuestro ibérico cocido, preparaban los garbanzos, al parecer, con agua, leche y queso rallado.

Todas las clases sociales coincidían en el gusto por las muchas variedades de fruta que llegaban a Roma: manzanas, peras, melocotones (oriundos de Persia), cerezas, ciruelos sirios, membrillos, uvas, albaricoques (venidos de Armenia), moras, fresas, melones (postre favorito de Tiberio), nueces, almendras, pistachos, castañas y dátiles. De algunas plantas consiguieron, mediante injertos, curiosas variedades. Por ejemplo, un cruce de pepino y melón que llamaban «melopepunes». De los autóctonos higos se conocían muchas variedades que se adaptaban a distintas formas de conserva, unas al sol, otras en harina, que nunca faltaron en la despensa romana donde, en épocas de escasez de trigo, sustituyeron al pan.

Otro producto de gran consumo eran las aceitunas, adobadas o pasas. Hubo muchos aficionados a las setas y champiñones que incluso llegaron a cultivarlos. Los más peritos eran capaces de distinguir, por el sabor, si la pieza procedía de un pinar, de un hayedo o de un bosque de fresnos. Los preparaban crudos, asados o cocidos, según una variedad de recetas que a veces incluían entre sus componentes vinagre y miel. También apreciaron ese recóndito prodigio que es la trufa, particularmente la libia. Y no desdeñaron los caracoles, que algunos incluso se atrevieron a criar en viveros.

De la pastelería imperial tenemos noticias insuficientes. Sabemos que empleaba mantequilla, miel, huevos y leche, además de excelente harina: sabiendo que ésos eran sus ingredientes, bien se le puede otorgar un voto de confianza. Otras delicias de la culinaria romana fueron los sorbetes de zumos de frutas frescas y las bebidas frías, de distintos sabores, incluida la refrescante aunque insípida agua de nieve («potare nivem»).

Un proceso higiénico consistía en hervir el agua y refrescarla a continuación, aunque el severo Séneca opine que tales refinamientos son excesivos.

Los ricos comían mucho en casas de amigos, en los banquetes de los que hablaremos en el siguiente capítulo.

Los pobres, por el contrario, a menudo comían en la calle puesto que no siempre disponían de fogones ni pucheros en los que cocinar en sus modestos alojamientos. Por todas partes había vendedores ambulantes de dudosas salchichas y de empanada de garbanzos.

Pero, si uno deseaba comer más reposadamente, podía entrar en una «popinae» o restaurante donde se servían comidas calientes, o en las «salarii», tiendas de ultramarinos, donde se vendían salazones.

¿De dónde procedía tanta variedad y cantidad de productos alimenticios? Muchos de ellos, autóctonos o aclimatados, de la fértil Italia. Otros, de los más distantes confines del imperio; transportados penosamente por tierra o desembarcados en el activo puerto de Ostia, desde donde remontaban el Tíber en embarcaciones menores que iban a surtir los almacenes de abastecimientos situados a lo largo de los muelles fluviales. Aquellos depósitos constituían el verdadero vientre de la ciudad, sus salinas («salinae»), su mercado central («velabrum»), donde montaban tenderetes y oficinas los traficantes y los banqueros, a la sombra de los enormes depósitos de aceite, vino y queso, los pósitos de trigo («horrea»), los de ultramarinos («emporium»). Testigo mudo pero impresionante de aquel trajín comercial que se prolongó durante los siglos del poderío romano es el Mons Testaceus: una colina artificial formada solamente con los tiestos de las ánforas y vasijas que se rompían en los cercanos depósitos. El cervantino licenciado Vidriera se queja en un memorable pasaje: «¿Soy yo por ventura el monte Testacho de Roma para que me tiréis tantos tiestos y tejas?». El incrédulo turista aún acude allí para cerciorarse de que, en efecto, el monte está formado solamente de tiestos de vasijas, muchas de ellas de procedencia hispánica, a juzgar por sus marcas. Al margen de los almacenes portuarios, existía en Roma una serie de mercados especializados: el «forum boarium», para carnes; el «holitorium», para hortalizas, y el «cuppedinis», par golosinas.

La cocina

Del examen de los textos de Apicio (sus «Diez libros de cocina»), y de otros recetarios y noticias que nos han llegado, se deduce que la cocina romana era robusta, viril, de potentes sabores, poco apta, presumimos, para estómagos delicados. Por la abundancia de grasas y las explosivas combinaciones de especias, hoy seguramente nos recordaría a la de ciertos países del exótico Oriente más que a la europea actual. Muchos platos abusaban de ciertas salsas preparadas por lo general a base de pescado: «garum, oxygarum, muria» y «liquamen». Quizá convenga añadir algunas palabras sobre el «garum», el comodín de las salsas, que los romanos acaudalados añadían liberalmente a sus platos de carne, de pescado o de verdura, e incluso al vino o al agua. Se elaboraba a base de hocicos, paladares, intestinos y gargantas de una serie de peces grandes: atún, murena, escombro y esturión, curados en salmuera y madurados al sol. Había muchas calidades de «garum». La mejor, comparable al caviar iraní, era la llamada «sociorum», que llegó a costar 180 piezas de plata el litro.

El «garum», como el amargo «silfión» griego, acabó cediendo terreno ante el empuje de la pimienta, que todavía sigue siendo la reina de nuestra cocina. No obstante, sobrevivió a la caída del imperio romano aunque no a la invasión islámica de Occidente, lo que no deja de ser una contrariedad. No obstante, podemos imaginar que para el flaco gusto moderno aquella salsa resultaría nauseabunda. El aliento de los que lo comían apestaba, lo que ya es un indicio. Escribe Marcial: «Si recibes una tufarada de su aliento pestilente "ecce, garum est"!».

Además de las fermentadas salsas de pescado, los romanos usaron otras más semejantes a las nuestras, elaboradas a base de vinagre, mostaza, aceite, dátiles, miel, menta y pasas. A veces las guarniciones propuestas no dejan de parecernos curiosas pero no por ello menos estimulantes: por ejemplo, pescado servido con puré de membrillos o setas hervidas en miel. La gran cocina romana corresponde sin duda a la época de los Césares.

Es una cocina esnob y pedante, de nuevos ricos: artificiosa y refinada hasta lo extravagante; descabellada en ocasiones, pero sin duda suculenta y generosa. Los cocineros eran, muy a menudo, esclavos. Por un buen cocinero jefe («archimagirus») se llegan a pagar enormes fortunas. Con el tiempo la profesión se convierte en una de las más importantes de la Roma imperial. Adriano los agrupa en un «collegium cocorum». Es curioso que, sin embargo, tuvieran mala fama, como suele acontecer con tantos artistas que son admirados y odiados a un tiempo. Estos hombres se lanzaron a experimentar en toda clase de caprichos gastronómicos con las exóticas viandas que llegaban a sus fogones: pavos de Samos, dátiles egipcios, ciruelas damascenas, almendras de Cilicia, tordos de Frigia, murena tartesia, torcaces de Chíos, nueces de Tasia, esturión de Rodas, ostras de Tarento, jengibre, canela, pimienta de la India… Se sobrevaloraron partes mínimas de grandes piezas, cuyo mayor mérito reside en su pequeñez o rareza: ubres de cerda, sesada de faisán, lenguas de flamenco, hígados de caballa, testículos de cabrito. Cuando no se pueden consumir solas, se hacen intervenir en sofisticadas recetas como el denominado escudo de Minerva: escaro servido en una salsa de sesos de pavo y faisán, lenguas de flamenco y la llamada leche de murena.

Los romanos comían cuatro veces al día. Al levantarse desayunaban fuerte («ientaculum»), a veces un combinado rural hoy todavía en uso en algunos países que tuvieron la suerte de pertenecer al imperio romano: corruscante tostada de buen pan untada de ajo y rociada de aceite y sal. Otros preferían el bizcocho con vino («passum»).

Incluso los había amantes de la vida sana que seguían el consejo de los médicos: un vaso de agua en ayunas.

A media mañana era corriente tomar un tentempié ligero, algo de fruta, embutidos o, simplemente, las sobras de la cena del día anterior. Éste era para muchos el almuerzo o «prandium».

A media tarde se repetía el refrigerio («merenda»).

La comida principal era la «cena», que se tomaba bastante temprano, a las dos o las tres de la tarde, en cuanto se regresaba del trabajo. La cena constaba de varios platos en su debido orden: un aperitivo («gustus»), el segundo plato o cena propiamente dicha y el postre. Imaginemos una cena en un día normal, en una casa de clase media alta. En el aperitivo se bebe vino con miel («mulso») y se comen huevos, verdura fría con salsa picante y quizá ensalada de mariscos o sesos en leche; o tal vez hongos con salsa.

El segundo plato es de carne o de pescado, o mixto; pongamos por caso corzo asado con salsa de cebolla, o tórtola hervida en sus plumas, o jamón hervido con higos y laurel, o cerdo con piñones, o guisado de flamenco. A la grasienta carne de cerdo le suele ir bien la miel, que es uno de los ingredientes más socorridos de las especiadas salsas romanas.

El postre no es menos nutritivo: jalea de rosas, dátiles rellenos de nuez y fritos con miel, pastelitos y fruta del tiempo.

Cuando la familia está en la intimidad, es normal que se consuman las sobras del día anterior, pero si hay invitados lo correcto es echar la casa por la ventana y dejarse de censurables economías, no nos vaya a acontecer lo que a aquel anfitrión que hizo servir un gran pescado del que ya se había consumido una parte la víspera.

Le hizo dar la vuelta para que apareciera por su costado intacto sobre la adornada bandeja, pero un sagaz y socarrón invitado observó: «Más vale que nos demos prisa porque debajo de la bandeja hay gente comiendo con nosotros».

La casa de familia acomodada suele disponer de un comedor. Es una habitación espaciosa cuyos únicos muebles son los divanes del «triclinium», que en la época de los Césares van siendo sustituidos por un diván semicircular, y una mesa central. Otras mesas auxiliares pueden hacer de reposteros.

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