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Authors: MBA System

Rosado Felix (10 page)

BOOK: Rosado Felix
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—Quizá sea eso. Los tuyos, los suyos... Yo no tengo a nadie. Pero igual puedes encontrar a alguien aquí que allí, amigos, una familia. En España tampoco corren buenos tiempos, hay miserias y guerras.

—Sí, es duro —dijo el Tato.

—¿Y si no lo fuera? —preguntó Nicolás.

—Si no lo fuera, ¡fantástico! —dijo Curro.

—Creo que no cambiaría nada. La vida no es ni dura, ni un camino de rosas, ni dolor, ni alegría; es la vida, simple y llanamente. Nacemos y morimos. ¿Cuándo?, ¿dónde? Eso no importa.

Ese era Nicolás y sus discursos, ¡cuánto le gustaba hablar de sus mundos, cuánto! Y apenas terminaron su diálogo, entró un obús, tremendo dolor, otro más, se estrelló contra el Tato. Un cañonazo bestial acabó con su vida. Fue meses atrás. Y mientras recordaba la pérdida de Tato veía ahora a Nicolás muerto, ahí estaba, en los cañaverales, junto a esa mujer hermosa de la que se había prendido en pocas horas, ¿cuántas? El tiempo solo son números, horas, días, semanas. Como los años. Esa mujer le había cambiado a Nicolás en momentos, instantes, sonrisas, era como si los dos hubieran encontrado lo que buscaban, y yacían juntos, con la niña y la abuela, como una familia aniquilada; y más allá, los caballos acribillados en las cuadras, y la viejita, la dulce señora, y la niña, querubín de ojos limpios, como un ángel que hubiera pasado por allí solo como un espíritu divino, como si no fuera de este mundo, la pobre niña había sido la primera víctima de aquel asalto al caserío, oyó un ruido, salió al porche y hubo un disparo, y la pequeña cayó con un balazo atravesando su pecho de corazón inocente, y salió la abuela, asustada, y se topó con la mayor tragedia de su larga edad, su tesoro, aquel regalo de Dios que yacía ante ella, y sonó otro disparo y cayó la anciana, y entonces salió la mujer, temiendo lo peor, y los asesinos repitieron por tercera vez su crimen, y también cayó muerta. La guerra no respeta a nada ni a nadie. Ni a Nicolás, que enloqueció del dolor y murió sin saberlo. Nicolás, cierto, había muerto en los algodonales, y Curro continuaba su empresa en solitario, tratando de llegar a alguna de las plazas españolas de Camagüey, Fuerte Gracia o Fuerte de la Iglesia. El destino era seguir vivo.

 

Curro se arrastra. Echado en tierra, ve desde las hierbas el tejado de cañas del molino, donde unos cubanos gesticulan con antorchas en la mano. Luego lanzan los palos con el fuego al interior y empieza a arder. Las paredes blancas se ennegrecen como la noche. Aprovecha ese momento de confusión para correr, pero tres cubanos ebrios se topan en su camino. Con botellas de licor y machetes en la mano ríen ante él, tambaleándose.

—¡Eh, miren, un soldadito español!

—¡Uuuuh, qué miedo, ja, ja, ja...!

—Vaya, ¡pero si va armado el valiente, ja, ja, ja...!

Curro dispara a uno y con el revés del arma golpea a otro en la cabeza, pero no así al tercero, que se lanza borracho y acierta a cortarle con el machete, se revuelve y saca su puñal de mano para hacerle frente. El cubano vuelve a la carga pero esta vez se desequilibra, Curro se echa a un lado, esquiva el filoso cuchillo y le saja el estómago de un fuerte golpe con el suyo.

—¡Muerto estás, cabrón! —dice, dolido por su grave herida entre el pecho y el hombro.

Ahora sí salió a campo abierto, cabeceó y dio traspiés, caminó durante una hora y, cuando iba a caer rendido, oyó una corneta española. Las tropas del general Linares acaban de invadir el territorio ocupado por los cubanos. El refuerzo es su salvación y la de sus amigos, que esperan ansiosos en el fuerte Ventura.

—¡A Dios gracias! ¡Españoles!

Los primeros caballistas encontraron a Curro alzando los brazos ensangrentados y pidiendo auxilio.

—¡Sanitario! ¡Un hombre herido!

Luego siguieron su carrera a todo galope hacia el caserío en llamas. Los cubanos, alertados del ataque, iniciaron la retirada en desbandada y dejaron el pasillo libre hasta el asediado cuartel de lo que queda de la brigada Magallanes. Días después, José María el seminarista y Boni el Rey regresaban a retaguardia y, para su sorpresa y la de los suyos, encontraron a Curro aún vivo. Eran los tres supervivientes de aquel rancho de catorce hombres que iniciaron años atrás y juntos tan amargo viaje.

—¡Curro! ¡Bendita sea tu estampa! —dijo el seminarista.

 

 

XIV. ADIÓS A CUBA

Isla de Cuba. Plaza de La Habana. El sol alegra el día en vísperas de Navidad. El viento mece las velas de un navío atracado, recién llegado de España.

—¡Bajen, rápido y ligero!

La espera ha sido larga y los soldados aguardaban con ansia la orden dos días después de arribar a la isla.

Amarrados a puerto, los navíos descargan nuevas tropas, lúcidas y primorosas, elegantes y sobrias, mas de caras novatas. Sobre el pedregoso paseo marítimo se encuentran con los restos de un grupo de combatientes raídos como sus trajes por el tiempo y la batalla. El contraste es desolador para los primeros hombres en pisar tierra frente a los curtidos soldados que fuman con parsimonia, tirados con sus mochilas bajo la cabeza; están sentados en el suelo contra los postes de madera o apoyados con los brazos abiertos sobre las bancas. Acaba de desembarcar un escuadrón de dragones, con paso marcial y altivez, exhibiendo un uniforme de casaca amarilla, forro, chupa, calzón, cuello y vuelta azul. Brilla la ropa más que el sol.

Dos batallones de veteranos están, a su vez, prestos para embarcar, con la esperanza del retorno a la patria. La tropa, lo que queda de ella, ha recorrido la isla de punta a punta batiéndose contra los cantonalistas. Su vestimenta vieja y apagada deja entrever gambetos y chupas azules, sucias y rasgadas, con forros encarnados, y sudados, solapa, chaleco en algunos, y calzones anteados, vuelta y collarín encarnado, pero de color perdido, casi negro, con la marca de los galones estrechos al canto, vivos opuestos, sombreros también con galón, botón que presumiblemente era blanco, redecilla y botines negros. Algunos de los hombres, de lo que queda de la brigada Magallanes, como Curro, duermen inconscientes del desembarco de los, más que atrevidos, famosos dragones.

El mariscal de campo, señor Marqués de Somozuelos, se atusa el bigote mientras empieza a pasar revista a sus hombres. Va rodeado de oficiales del Cuerpo de Fusileros de Montaña, que dan la impresión de surgir de algún baile de palacio con sus casacas azules turquí, chupa, calzón y solapa anteada, forro vuelta y collarín encarnado, con un galón de plata estrecho al canto, vivos opuestos, sombreros con galón y botón blanco.

El puerto parece una parada militar con el encuentro de tantas tropas. Diríase que pudieran conquistar lo que se le antojara al mariscal, por ventura o gracias a esa fuerza que emana de sus legiones, si no fuera porque los cubanos resisten más de lo que el gobernador general quisiera.

Otro regimiento de Infantería desfila en un acuartelamiento próximo, vestidos de casaca, chupa y calzón blanco, vuelta cuello y vivo encarnado, de solapa amarilla y botón dorado.

España quiere poner fin a las insurrecciones y en su empeño ha reorganizado todo el Ejército con el envío de otros cinco millares de hombres de refuerzo a Cuba, se espera así terminar el trabajo hecho por los cientos de soldados a los que bautiza como héroes, estos han corrido ya la isla pagando un alto precio, en vidas y en hambre, con el desencanto de la guerra y el recuerdo de su tierra... los que quedan vivos, que no son muchos.

Tantos barcos van llegando a puerto que alguno cree aún en el Imperio, acaso fuera la segunda Armada Invencible, pero no hay más que ver a los soldados tirados por el puerto.

El marqués, sable en alto, es seguido por un brigadier y siete oficiales en la misma postura, con los mismos gestos, adustos, y presentando armas. Revisa las últimas fuerzas recién atracadas y encontradas en los paseos de la playa: dos compañías veteranas del Cuerpo de Artillería, un destacamento de minadores, una compañía de morenos sirvientes y dos de indios o pardos y una de morenos milicianos agregados.

Cumplido el protocolo, reúne a su Alto Mando y ordena una recapitulación.

—¡Brigadier!

—A la orden.

—Vamos a poner fin a los levantamientos. Mano dura y firmeza. Ni un paso atrás. ¿Qué milicias tenemos dispuestas para entrar en combate a nuestro servicio?

El brigadier desenrolló un papel y leyó.

—Nuestras fuerzas en la ciudad fortaleza se componen, a fecha de veintitrés de diciembre de mil ochocientos setenta y cuatro, de las milicias del Regimiento de Infantería de La Habana, del Batallón de Voluntarios Blancos de Cuba y Bayamo, del Batallón de Puerto Príncipe y del Batallón de las Cuatro Villas; en cuanto a las milicias de caballería, tenemos a nuestras órdenes un Regimiento de Voluntarios de La Habana, un Regimiento de Dragones de Matanzas, con dos escuadrones, uno montado y un segundo desmontado, un Batallón de Pardos Libres de La Habana, un Batallón de Cuba y Bayamo y un Batallón de Morenos Libres de La Habana.

El capitán general y gobernador de la Plaza de la Habana tiene ante sí el reto de elevar la moral de su Ejército. El marqués de Somozuelos abandona el lugar de honor de los militares que aún no saben lo que es combatir y se apresura a saludar a los que yacen cansados y hartos, dispersados como errantes por la bahía.

Junto a unos barriles vacíos, se amontonan una decena de soldados en estado penoso. El marqués detiene su paseo y pregunta al primero.

—¿Cómo te llamas?

—José María Aguado, señor.

—No, no, no... —dijo Boni el Rey —. Es el seminarista.

—¿El seminarista?

—Sí, señor.

—¿A qué se debe el apodo?

— Aquí casi todos tenemos un apodo, señor. Yo estudié con los jesuitas y Boni —dijo, señalando a su compañero—, Boni “el Rey”, empezó a llamarme “el seminarista”. Y con ese mote me quedé.

—O sea que tú eres Boni... el Rey.

—Sí, señor, Bonifacio Gallego, el Rey, a sus órdenes.

El marqués se mostraba afectuoso con los hombres allí hacinados, de los que pocos podían mantenerse en pie.

—Mañana es Navidad —comentó—. Espero que vuestro regreso a casa sea satisfactorio después de vuestra entrega en el frente. Mis respetos a vuestro valor y vuestro coraje—añadió. Y alzaba el tono en su agradecimiento cuando repetía lo de “vuestro valor y vuestro coraje”.

Luego vio a Curro Córdoba, apostado y con un correoso vendaje que le daba la vuelta al pecho y a un hombro.

—¿Cómo te llamas, hijo?

El soldado hizo ademán de levantarse pero no pudo.

—Señor... —balbuceó.

—Es Curro —dijo Boni el Rey—. Es Curro el Cordobés.

—Curro, ¿cómo te encuentras?

—No muy bien, señor.

—¿Qué te pasó? Parece una gran herida.

—Un mambí. Me clavó el machete. Pero yo le tumbé de un navajazo después. Eso me salvó.

—Dad gracias a Dios de estar vivos —dijo el general—. Pronto regresaréis todos a casa. ¡Ánimo! ¡La Corona de España valora vuestra entrega y el enorme servicio que habéis prestado a la patria!

El señor marqués giró sobre sus talones y dio media vuelta, después de mantener tan corta conversación, como si él pareciera un príncipe acaudalado y rico, y sus soldados, los mendigos, hambrientos y pobres. Curro cerró los ojos y recordó lo que a menudo repetía su amigo Nicolás, caído y muerto, aquello sacado de no sabe cuál filósofo:
«Las ideologías y las ambiciones son las guías de la guerra de unos pocos que mandan al frente a toda una nación con engaños, seducciones y promesas»
. Miles de víctimas, soldados y civiles, habían perdido la vida en selvas, entre trochas, caseríos y serranías. Y miles más esperaban la misma suerte, con las armas limpias aún, mientras ellos se disponían a celebrar la llegada de la Navidad, ¡por estar vivos!, dando gracias al Cielo.

Cuando el capitán general hubo marchado, Boni, el Rey, se desnudó medio cuerpo y se lanzó al agua. Era uno de los pocos soldados que mantenían el vigor tras cinco años de duras penas y pesares. Se zambulló junto al muelle y llamó a otros.

—Eh, seminarista, vamos.

—¿Dónde?

—A ese barco.

—¿A qué?

—Mañana es Navidad, ¿qué tenemos para celebrarlo? —dijo con un guiño de complicidad.

—Cierto.

El seminarista se quitó la camisa y se lanzó también al agua. Nadaron, subieron a cubierta y pasearon como dos marineros más, sin importarles quién pudiera verles. Entraron en una bodega y cogieron una caja, con vino y galletas. Luego salieron con la misma tranquilidad. Colocaron una tabla de descarga y actuaron como si trabajaran en un mercante. Con una soga ataron la caja, Boni subió al puente y tiró, mientras el seminarista empujaba el embalaje. El agua azul movía las embarcaciones y las nubes discurrían despacio por el cielo. Los dos hombres faenaron, descamisados, con el calzón corto, mostrando unos cuerpos flacos y humillados, armados solo de valor para robar una vez más y saciar, como siempre hicieron en esta isla, su hambre, pues así se nutrieron y gracias a eso, y no a la intendencia de gobernadores ni mariscales, habían llegado vivos al puerto que tenía trazado en su destino un camino muy distinto, el de regreso a casa. Los veleros Reales arriados ostentan los mástiles con magnificencia y boato, cual esculturas lustrosas del mar naciendo de las aguas, ante unos soldados harapientos y sin más linaje que el de la supervivencia. Allá adentro, un barco más entra con las velas henchidas y flamantes, con la bandera de España en lo alto.

—Aquel es el que viene a recogernos —apuntó Boni el Rey como si fuera la estatua de Colón.

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