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Authors: MBA System

Rosado Felix (8 page)

BOOK: Rosado Felix
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Desde el suelo, Almería y el seminarista cuchichean.

—Y ahora, ¿por dónde vamos?

—Hay que llegar a la despensa de intendencia.

—Pero habrá alboroto —dice el seminarista.

—No, tranquilo, sé cómo hacerlo.

—¿Y ese vigilante?

—Hay que despacharlo.

El seminarista se santiguó. Almería se acercó lentamente, saltó como un leopardo y apuñaló al centinela.

—Vía libre —dijo. Y le hizo un gesto con la mano para que siguiera adelante.

A medida que se aproximaban al campamento aumentaba el murmullo. Doblaron un recodo de rocas y escudriñaron las tiendas.

—Allí, allí están las viandas, en esa casa. Al lado hay un corral —dijo el andaluz.

Los dos hombres continuaron reptando. Llegaron.

—¡Un gallinero! ¡Habrá huevos! —dijo el seminarista.

—Chssss... ¡Déjame! —chistó Almería.

—¿Qué vas a hacer?

—Retorcer el pescuezo a varias gallinas.

—Pero armarás revuelo, se despertará todo el gallinero.

—No, no, en mi pueblo me llamaban el Zorro —seguía cuchicheando en voz baja Almería. Hizo un silencio y luego añadió algo más— ...el Zorro, sí... por mi habilidad para entrar en los corrales.

El seminarista no pudo reprimir una carcajada y hubo de taparse la boca.

—¿De qué te ríes? —preguntó Almería, airado, en voz muy baja, temiendo un tremor que desbaratase el robo en tan delicada situación.

Pero el seminarista no pudo reprimirse.

—¿El Zorro?, ja, ja, ja... A mí me llamaban el Ardilla.

—¿El Ardilla?

—Sí, por mi habilidad para subir a los pinos. No hay pino en la pradera del Valladar al que yo no haya gateado, por alto que fuera.

Ahora sí que rieron los dos, tapándose la boca el uno al otro.

—¡Calla, calla!, ¡ja, ja, ja...!

—Vale, pues, allá van la ardilla y el zorro, ¡ja, ja, ja...!

Junto a la tapia se detuvieron y Almería entró en el corral como un verdadero zorro. Encontraron una cesta llena de huevos y varias jaulas. Hizo lo que dijo, fue retorciendo el cuello a cuantas gallinas había en las primeras celdillas y las ató en dos palos.

—¡Toma!, ¡lleva este mandao! —le dijo al seminarista. Luego cogió los huevos.

Salieron fuera de la casona y corrieron hacia los árboles. En la oscuridad, se detuvieron de nuevo, esta vez a respirar con tranquilidad unos instantes.

—¡Toma, come! —dijo. Y entregó un huevo al seminarista.

Almería sacó un cuchillo, puso otro huevo de pie y lo cortó. Luego bebió la yema y la clara con fruición.

—¡Delicioso!

El seminarista hizo lo mismo.

—¡Toma otro!

Cuando iban a levantarse, un miliciano cubano encontró a los dos españoles de frente. El aparecido venía de tirar el pantalón y aún se abrochaba los botones. Creyó que eran dos de los suyos y les habló.

—Buenas, compañeros, no aguantaba más —dijo, riéndose de la situación.

Almería giró su cabeza hacia la voz con la cesta de huevos aún en la mano y el rebelde cubano se sorprendió.

—¡Eh!... ¿quiénes son ustedes?

El seminarista, libre de su carga, se abalanzó sobre él y le clavó el cuchillo con el que había cascado los dos huevos. Luego se santiguó. Algunos centinelas oyeron los ruidos.

—¡Vámonos de aquí!

Los dos corrieron hasta la trinchera. El seminarista llevaba el palo de las gallinas atadas como un hatillo y Almería corría semiabrazado a la cesta de los huevos, intentando que no se cayera ninguno.

Un vigilante descubrió las dos figuras moviéndose cual leopardos de la noche y dio el alto, pero al ver que no se detenían disparó.

—¡Alto, alto! —gritó y apuntó con su fusil—. ¡Cubanos, nos roban!

—¡Corre, Almería, corre!

—¡Eso hago!

Brincando entre la maleza, sorteando agaves y matorrales, corriendo sin parar, el seminarista tropezó en el momento que disparaba el cubano. Eso le salvó. La bala silbó y le arrancó la gorra como si le hubieran dado un manotazo. Levantándose con rapidez, continuó la carrera. Almería procuraba evitar que se cayeran los huevos y lamentaba que cada vez quedaran menos dentro de los mimbres, pues volaban o se rompían. Detrás rugían los disparos. Humo y fogonazos. Varios guerrilleros corrían en persecución tras ellos, intentando atraparlos o matarlos. Cuando estaban cerca de las trincheras españolas, un soldado se detuvo, hincó la rodilla al suelo, apuntó con su carabina y siguió la figura blanca de Almería. Tiró. El andaluz sintió un pinchazo en la espalda y se dobló hacia atrás. La cesta cayó dentro de la zanja a la que había saltado el seminarista con los dos palos de las gallinas. Desde el fuerte, los españoles advirtieron el regreso de ambos y se apresuraron a la defensa. Pero ya era tarde, al menos para Almería.

—¡Dios mío, me dieron, me dieron!

El seminarista agarró a su compañero, que, dolorido, miraba al cielo.

—Almería, ¿cómo estás?

—Mal, mal, me dieron en la espalda.

El sudor resbalaba por su frente, tintada de tizne, por su cara, apretando los dientes, por el cuello, mezclándose con su sangre. El seminarista sujetaba sus manos.

—¡Vete, vete!

—¿Cómo te voy a dejar aquí?

—¡Vete, vete con las gallinas! ¡Y haz una buena sopa! ¿Queda algún huevo?

—¿Todavía tienes sentido del humor?

—Creo que ha llegado mi hora.

—Por todos los Santos… ¡No te mueras, Almería! ¡No te mueras!

Almería le miró a los ojos, sonriente, y vio las lágrimas de su amigo.

—Lo hemos conseguido... —dijo, aliviado.

Luego hizo un último gesto de dolor, tuvo una convulsión y exhaló un suspiro. La herida mortal le dejó sin vida en un instante. Los cubanos seguían disparando, aunque ya tenían respuesta en la fortaleza y pronto fueron rechazados. Cuando cesó el fuego, el seminarista cogió las gallinas, la cesta manchada de tierra y huevos estampados, se levantó y caminó lánguidamente los pocos metros que separaban la trinchera de los muros.

—¡Abrid, abrid al seminarista!

Entró y fue recibido con abrazos y alegría.

—¿Almería? —interrogó uno con voz fúnebre, sabiendo la respuesta.

—Muerto.

Era uno más. El cocinero cogió las piezas cobradas por el finado.

—Vamos a cenar en honor de Almería. Veamos qué se puede hacer con estas buenas y sabrosas gallinas.

—Un festín.

Caldo para días tuvieron con las gallináceas. Aprovecharon ternillas, huesos, cabezas y patas. Nada era un despojo y todo se comía. El racionamiento era ley en el inmundo cuartel y el número de hombres disminuía cada día, cada noche ante la desolación de muchos. Los alimentos a repartir eran escasos, se pudría el arroz y las legumbres y cocían todo para comer los últimos restos. Agotado el agua o también podrida. Volvía a faltarles la comida. Y comían y bebían lo que nadie pudiera imaginar entre juramentos. Cocían hierbas, cascos de caballos, decenas de veces huesos, lo que había y lo que no había. Solo un milagro podría salvarles.

 

 

XI. LA ESPERANZA

De hambre se muere. ¡Quien coma la carne, que roa el hueso! El soldado estaba ya sin vida allá abajo. El comer los demás le había llevado a la carrera de la muerte y el placer de la desnutrida tropa saboreando esa noche el caldo preparado por el cocinero tenía un tanto de elegíaco. Al término de la cena, salió el pelotón que daba sepultura a los cadáveres y lo enterraron sin demasiado primor ni miramientos. Santiguados y con dos palos en cruz. Enseguida, de vuelta al fuerte. Hay que sobrevivir. Los hombres mal alimentados perecerían de todos modos, y esa escasa comida robada al enemigo no hacía otra cosa que retrasar la llegada de la negra y encapuchada calavera, que así la dibujan en las estampas de los libros, con su esqueleto y huesos sonando como campanillas en su caminar y en sus apariciones. Creían ver en cada noche el paso de su afilada guadaña, merodeando como los buitres carroñeros, sobrevolando la fortaleza fantasmagórica, a veces penetrando por los resquicios, como una nube del más allá.

Jerez y su refranero abrieron la puerta a los soldados que acababan de echar la tierra sobre Almería. Sabiendo de la valentía que había impulsado a su amigo a llegar hasta las líneas cubanas para, a costa de su vida, conseguir algo de alimento, así habló:

—Quien no se aventura, no ha ventura —comentó al seminarista—. Tanto si es para él como si lo es para los suyos.

Con riesgo y coraje salieron él y Almería por un poco de comida que les dejará sobrevivir algunos días más, ¿cuántos?, dos, tres días… quizá cuatro si las raciones se exprimen como limones agrios sobre las gargantas secas de los soldados.

—Esperemos que Curro y Nicolás hayan llegado a su destino. Pues sin tropas de refuerzo, ¡apuesto unas pesetas!, o sin ninguna ayuda más, moriremos pronto —dijo Boni el Rey.

—Mientras haya vida, hay esperanza —apostilló el de Jerez.

Cuatro años malgastados llevan en estas tierras.

—¿Me quiere decir mi Dios qué noches más oscuras nos esperan? —se pregunta el seminarista como un apóstol dubitativo.

—Pues pocos quedamos ya y digo este otro refrán —se altera el jerezano—: ¡a buen hambre no hay pan duro!, y menos aún en estas desgracias que padecemos.

—¿Qué quieres decir?

—Que de este agujero no saldremos vivos si no tomamos pronto medidas. Todo vale.

—¿Que no? Cuando vuelva a España, ¡comeré, lo juro, alhajas! —concluyó el sargento.

 

 

XII. HÉROES

La metralla y las cuñas como cuchillas de madera bufan por el aire y a veces se clavan en un hombro, en una pierna, en una espalda.

—Ya sabemos lo que suponía venir aquí —dijo Boni el rey.

—Y, además, no teníamos dónde elegir, pues negarse era imposible —comentó el de Jerez.

—Puesto que no tenemos más opciones en este momento, propongo aguantar hasta el fin —sentenció el apodado el Rey.

—¿Cómo? —preguntó un desilusionado.

—Sobreviviendo para intentar volver, eso es lo único que me incita a mantenerme alerta.

—¿Sobrevivir?

—Sí, eso he dicho. Se trata de so-bre-vi-vir —insistió, silabeando, Boni el Rey.

—Me parece muy bueno eso, muchachos, pero que muy bueno, pero esto es una ratonera para españoles. Yo no tengo muchas esperanzas, por no decir ninguna. Y si esto es una ratonera, los que van por las gallinas... pues como el ratón que va por el queso. Ahí están los que han ido cayendo, el Tato, el cántabro, Alge, Almería, quizá el filósofo, Curro...

—Curro y el filósofo no han muerto. No seas pesimista —dijo otra vez Boni.

—No lo soy. Sencillamente, soy realista. Solo queda morir o morir, de una manera o de otra. ¿Qué le ocurrió a Almería? —preguntó el deprimido soldado.

—Si no fuera por Almería, tú ya serías otro cadáver.

—Cierto.

—Y tú, ¿cómo quieres morir?

—¿A qué te refieres?

—Te digo que tú, ¿cómo quieres morir?, ¿de un tiro o de hambre?

—Buena pregunta.

—Sí, sí, maravillosa —dijo otro, irónico.

—Hombre, de un tiro se sufre menos.

—Depende.

—Depende ¿de qué?

—No sé si sabréis que un tiro en el estómago provoca una muerte lenta, lenta y dolorosa. Preguntad al sanitario. Preguntadle.

—¿Por qué no hablan de otra cosa? ¿Por qué no hablan de lo que harán en su vuelta a España? —gritó el sargento.

El sanitario, Santiago Ramón y Cajal, atendía a los heridos, pero él se hallaba también enfermo y a duras penas se sostenía en pie, ayudado por un veterinario y un boticario. El aspecto de la tropa era dantesco.

Acosados por la artillería cubana, tenían ante sí dos líneas enemigas. La primera se situaba a quinientos metros, y la segunda a poco más de un kilómetro.

El sargento preguntó por los refuerzos que esperaban. El general Linares acudiría en su ayuda con dos mil hombres, si es que los correos enviados habían alcanzado su destino.

—¿Cuánto tiempo hace que salieron Curro y Nicolás?

—Va para meses, sargento...

—¿Meses?

—No hay esperanza. Sí, hace cuatro meses que salieron, cinco quizá.

—Se pierde la noción del tiempo en esta madriguera.

—¿Qué habrá sido de ellos?

 

El fortín Ventura, armado de piedras y troncos de árboles, cobija a los poco más de trescientos infantes de la Península, entre los que están los supervivientes de la brigada Magallanes; de estos, más de ciento han caído en la contienda y muchos de los vivos sufren graves heridas. En las líneas de combate de los independentistas se agrupan casi cuatro mil hombres, entre los dos mil cuatrocientos de los mandos del general Máximo Gómez y los mil quinientos del caudillo Calixto García.

Tres oficiales españoles conversan.

—Tienen cañones de tiro rápido —dice el capitán.

—¿Y no agotan nunca la munición? ¿De dónde la sacan? —pregunta un alférez.

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