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Authors: MBA System

Rosado Felix (3 page)

BOOK: Rosado Felix
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—¡Agárralo, agárralo!

Mas el marinero salió despedido como un muñeco, por encima de cubierta.

—¡Dios mío, Dios mío!, ¿dónde va? ¡Marinero al mar, marinero al mar, marinero al mar! —aulló como un poseso Curro. Aterrorizado, no podía soltarse de su trinquete.

—¿Dónde, dónde? —exclamó a viva voz el sargento.

—¡A estribor, a estribor!

Allá fue el sargento, acudió intrépido como una exhalación, escudriñó la revuelta agua con las pestañas salpicadas de gotas saladas y se lanzó atado al cabo que lo sujetaba. En segundos que parecieron horas, el sargento González, con su manaza, logró asir de un brazo a Almería, tan fuerte que le pellizcó de moratones; el joven marino a duras penas se mantuvo a flote, luchando contra las olas; los tragos de agua que ingirió no le impidieron bracear con violencia, con tal de no perder la vida, como si viera de cerca a San Pedro, que diría luego, «juraría que me llamaba San Pedro», reía, pasados los malos momentos; José María, recuperado de su lapso, mas todavía fuera de sí, volvía a medias a la tormentosa realidad y sujetaba con premura la cuerda que encintaba al sargento González y al salvado Almería.

—¡Curro! ¡Ayúdame, ayúdame!

Curro se acercó a tientas sobre las tablas, como un malabarista para no caerse, y aferró el hilo espartano de los náufragos. Luego, los dos hombres apretaron las mandíbulas y se dejaron la piel en la soga; desolladas las manos, tiraron y tiraron hasta sacar a sus compañeros del mar.

—Hágase tu voluntad, amén —terminó de rezar José María justo cuando los dos marinos tocaron otra vez las aguadas maderas de cubierta.

Exhaustos todos, tosiendo Almería, ensangrentadas las manos Curro y José María por los roces del esparto y de las tablas.

—¡Átalo, átalo! —dijo aún con respiración agitada el sargento, charreteras desgarradas, ojos guiñados y dientes al aire por el esfuerzo. Y abrazaba bizarro al mareante para evitar perderlo de nuevo. El viento seguía levantando las aguas, con olas que saltaban alocadas por encima del barco en acrobacias circenses; en su vida vieron nada igual los recién bautizados marineros, así permanecieron atentos intentando no ser tragados por la tempestad, venciendo al miedo si bien ateridos de frío y dolor. Durante horas, curtieron su mente y sus brazos con el primer obstáculo de un viaje que presentaba ya los síntomas de una larga odisea. Conocieron de cerca, ¡vaya que sí!, los límites de la vida y se santiguaron cuando, pasados los vientos y dejada atrás la tormenta, el barco alcanzó el reposo y entró de nuevo en aguas calmosas.

—¡Eh, seminarista! —dijo Curro—, gracias.

—¿Por qué?

—Por tu oración.

El capitán Castaños no habría imaginado más agresivo ensayo cuando, horas antes, advertía a su tripulación de la celebración del simulado zafarrancho de combate. Contra las tempestades, la iracunda vivencia superó con creces a la más dura batalla. Aun así, los soldados temían lo peor, que tras la pugna contra el mar hubieran de hacerse cargo y disputar otra batida en la ficción.

—¿Habrá zafarrancho? —preguntó, ingenuo, Alge.

—No, muchacho, no, ni en broma —acertó a contestar el sargento con una sonrisa nunca vista antes.

El anochecer llegó sereno como un regalo del cielo.

 

Día quinto. El zafarrancho. Ninguno creyó que el capitán diera dos días de descanso, pero así fue. Los doscientos cuarenta y siete hombres se aprestaron al fin a moverse en una sesión de guerra, ficticia pero cada vez más cercana a lo real. Las jornadas pasaron y la tripulación tomó conciencia verdadera del viaje, con un destino cruel y próximo.

La punzante proa del barco abría las aguas como si cortara, a semejanza del racle llegando a la savia de los pinos, eso decía Genaro el resinero, al recordar los bosques verdes de su tierra en medio del azul océano.

—Salimos al despuntar la mañana, vamos en nuestras partidas camino de las lindes —y señalaba al mar como si viera los pinares—, poco a poco nos separamos y cada uno marcha a su cuartel de pinos, entre el aroma de las jaras y los saltos de las ardillas

—¿A un cuartel, dices? ¿Cómo los de la Marina?, ja, ja, ja... —reía Marcelo.

—Sí, sí, lo llamamos cuarteles, cada resinero tiene marcada su parcela de trabajo, cotos de cantos, estos son señales, colocamos las piedras en pilas y así sabemos donde termina nuestro lote. Yo tengo cuatro mil pinos.

—¿Cuatro mil pinos? ¿Y cómo se trabajan?

—Hacia el mes de marzo, hacemos la desroña, esto es quitar la corteza del pino, se cortan dos o tres palmos de roñas y queda al aire la cara del árbol abierta, después se hace la clava.

—¿Cómo?

—La clava, sí, clavamos una hoja de lata en el pino, como si fuera el caño de una fuente, y se abre una bienza; con un tajo se deja al aire una cara blanquecina en los troncos, así con pequeños sesgos del racle vamos sangrando al pino, de modo que escurra la resina y caiga al tiesto.

—¿Tarda mucho en caer?

—No, no, aunque con la calor el pino suda más que si hace frío. Y si llueve... eso es lo malo, porque el agua lava la cara cortada y te quedas sin una gota de resina, como dice mi abuelo; entonces lo tienes que picar otra vez porque suda el peleón, pero menos.

—¿Y cuánto tarda en llenarse un tiesto?

—¡Uuufff!, depende de cada pino, los hay que no se llenan nunca, ¡ja, ja, ja...! —soltó una carcajada limpia—. Otros los tienes que cambiar a menudo, unos se llenan, otros no; se vuelcan en un cubo y luego en un barril; recogemos de cuatro a cinco arrobas por barril, que los hay de todos los tamaños, esos son como las puñalás y los amigos, más chicos y más grandes, eso es... —calló de repente, como si fuera un compromiso con el recuerdo, antes de seguir con su humilde historia—. Cuando tienes una buena cantidad de barriles vienen los carreteros, con sus bueyes, enormes bestias, y se los llevan, ¡qué lástima no estar allí!, hay años con buenos precios, otras veces lo pagan peor, pero vamos tirando. En mi pueblo hay treinta resineros y tenemos pinos de sobra, para todos. Me parece sentir el aroma del pinar, delicioso, ¡vaya que sí! Eso sí que no tiene precio.

Emocionado por el recuerdo, Genaro terminó una charla que atendieron con vivo interés sus compañeros. Pinos en medio de la mar. Fue como pintar un cuadro invisible. A una velocidad de navegación alta, en un océano enigmático y con un sol cubierto y oscuro, Alge rompió la armonía.

—Hoy está el día tristón —dijo tapándose los ojos ante un fugaz deslumbramiento. Un rayo de sol huyó rápidamente y se escondió tras las nubes.

Era como una premonición del fin de los días felices, si es que los hubieran tenido realmente alguna vez. Los aburridos marineros cambiaban a menudo de conversación sin más preámbulo.

—Nicolás, ¿crees en la felicidad? — preguntó Curro.

—No —contestó rotundo—. Tendremos buenos momentos, aunque no muchos felices, pues ese sentimiento es pasajero y hay que gozarlo con espíritu, como un estoico, atrapándolo en la memoria para el recuerdo, pues es imposible poseer la felicidad de otra manera.

Un tambor interrumpió la conversación.

—¡Zafarrancho, muchachos, zafarrancho!

—Lo que te decía Nicolás, se acabó la cháchara... y la felicidad de no hacer nada —dijo Marcelo, riendo.

Los soldados corrieron con rapidez a sus puestos de combate.

 

Las manos se agarrotan por el frío. Mas no es momento para tan pronto desaliento y no se puede llegar a una guerra sin conocer sufrimientos previos, enjundias que acostumbren a la frágil mente y a los recios cuerpos de los infantes. Van a Cuba, bien lo saben, a defender una tierra, una colonia de un proyecto político verdaderamente cada vez más indefinido. Hay una obstinación en la Gobernación por mantenerse en el poder a toda costa, aun cuando los criollos dan más quebraderos de cabeza de lo que nadie pueda imaginar. Los marineros corren ya por la cubierta al son de un zafarrancho dirigido contra fuerzas invisibles que en pocos días serán tenebrosos fantasmas, tigres hambrientos en junglas esmeraldas mas lóbregas cual tinieblas, sin enemigos ciertos que disparan y machetean inesperadamente, a la caída de la tarde o en la aparición de la noche. Eso y fiereza encontrarán en la isla.

El sargento da órdenes, bajan y suben, ensayan junto a los cañones y espingardas.

—¡Vamos, vamos, vamos! ¡Ahora, fuego!, ¡ahora, fuego! ¡Muerte al enemigo!

Las arengas no se detienen, a sabiendas de que la lucha en Cuba será cruel y trágica. El capitán sabe que no van a combatir contra ningún barco, pues la batalla será en tierra y no escatima que a los marineros se les está engañando de alguna manera. Alguien recordó más de una vez que van a un matadero para olvidar lo que dejan atrás. España se quiebra por dentro, amenazan los carlistas, se desintegra la monarquía y los visos del nacimiento de una nueva república aún incipientes se deshacen en el futuro inmediato, las masas obreras y campesinas presionan a los levantamientos, enardecidas por la crisis, surgen los anarquistas y en el seno del Ejército reina el descontento. Un caos. Y allá, en América, el Estado se muestra incapaz de hacer frente a la revolución cubana y manda fuertes contingentes de tropas por la intensa agitación cantonalista. El capitán, fiel a su impronta militar y obediente al general Prim, lee los argumentos en el pliego entregado por el Almirantazgo:
«España puede invocar la isla en su propiedad colonial, como así siempre ha sido, pues los intercambios de los productos cubanos con nuestra nación enriquecen en consideración al país, y no podemos olvidar que no hay otra posibilidad que la guerra, pues nunca se cederá ante los insurrectos, rebeldes que atentan contra los intereses del pueblo; afirmamos de este modo que cualquier reclamación de los criollos es ilícita, ya sea política, económica o militar. Cuba es España y España es Cuba, no hay razón alguna para desprenderse de unas islas que son la prolongación de nuestra nación como el brazo lo es del cuerpo y no se puede amputar porque nos quedaríamos mancos; no encontramos fundamentos para la negociación siquiera, los puertos de Cuba son españoles y Cuba pertenece a España, ustedes defenderán a sangre y fuego si es preciso nuestro territorio, que lo es bajo la soberanía de la Corona»
. El capitán se emboza, relee de nuevo el último pasaje,
«defenderán a sangre y fuego si es preciso»
, y cierra el papel, lo dobla y lo guarda en el cajón. Sale fuera lentamente, escalerillas arriba, se asoma y observa con rostro serio a la marinería corriendo de un lado a otro. Doscientos cuarenta y siete hombres forman la tripulación de un navío que navega hacia un destino conciso. «Muchos no regresarán», pensó. Solo su autodefensa mental evitó que él mismo se incluyera en tan trágica y real premonición.

 

El episodio del simulacro de guerra se cerró tras una dura jornada a la que siguieron días tranquilos, mas dejaron pronto de serlo cuando descubrieron que no había más comida de la imaginada. Galletas, galletas y más galletas.

—Nos engañaron.

—¿Y qué esperabas? ¿Que te dijeran la verdad desde el principio?

—Pero, sin comida, ¿qué fuerza podemos tener para luchar?

Hubo un silencio claro y fúnebre. Nadie se atrevió a romperlo con frases que pudieran conducir a escenificar en su mente lo peor, lo que casi todos creían realmente, que emprendieron un ineludible camino hacia la muerte. Si desde el inicio les daban de alimento agua y galletas, ¿qué podrían hallar en esa isla?, ¿manjares de qué tipo?, sería una pesadilla o un sueño de los que secan y atosigan gargantas, bocas y lenguas.

—Te digo que nadie se librará de ayermar el gaznate, ni en este portentoso y ruin barco ni en esa vestal isla cubana —dijo Nicolás—. Pues ¿qué quieren que comamos? ¿Pólvora y balines?

—Pues si por comida he de matar, mataré —sentenció Curro—. A mí no me traen de ayuno a la muerte.

—Ni aunque escuches de cerca su repique de difuntos, no te rindas —añadió Nicolás.

 

Día noveno.

—Hartos de galletas, hartos estamos de este infundio en el que nos han puesto, que vamos a morir antes de llegar a Cuba de hartura —gritó algún marinero y le costó su osadía tres días de calabozo.

Ni hablar es posible. La dureza es la hoja de cada día, el calendario visceral al que ha de obedecerse aún llevando la razón. Pues así lo pagan, porque así lo establece la reglamentación, sometimiento y obediencia ciega a la autoridad que es como si hablara el Señor, nadie lo entiende pero lo aprenden con presteza, pues no es menester seguir el ejemplo del atribulado Paco, el arriero, que osó protestar y alzar la voz. Nadie está exento de ser encarcelado por contrariar las ordenanzas, nadie, ni siquiera el mobiliario, ni el armamento al servicio de la Marina, que un cañón también fue arrestado por aplastar a un marinero; este tuvo peor fortuna que su camarada, si Paco protestó se libró de morir el primero, hasta ahí llegó su suerte, era él quien debiera disparar esa mañana la oxidada y pesada bola y acabó encerrado, se ordenó a otro infante que ocupara su puesto y cuando se acercó nunca hubiera pensado que un cañonazo a nadie sería su mortal enemigo, no lo logró, no, ningún blanco había ni diana, era al mar abierto y la pólvora estalló en el mismo sitio de siempre, pero la metralla no salió, el armatoste se encasquetó y se alzó como un caballo salvaje encabritado, el acero y la fuerza que impelió hacia atrás se estrellaron contra el pobre resinero. Genaro quedó allí desfigurado, muerto como un monigote en un escorzo grotesco y desangelado, mientras sus compañeros corrían a su vera en un intento de salvar ya a ningún artillero, pues al ver su imagen no pudieron hacer otra cosa que santiguarse con tan inesperada presencia; la muerte había entrado a sotavento, por una escotilla que parecía inocente, en un día claro, de cielo azul y escasas nubes, con las velas henchidas de un viento gozoso y con un astro rey que templaba sus rayos para acariciar la piel. Allí quedó estampado sobre las trituradas maderas el cuerpo inerte del resinero. La guadaña que se había asomado amenazante con el presagio de la tormenta días atrás consiguió su objetivo cuando nadie esperaba su tétrica presencia.

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