Rubí (12 page)

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Authors: Kerstin Gier

BOOK: Rubí
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La mirada de mamá estaba cargada de ira y desprecio, una faceta suya totalmente nueva para mí.

Mister George rió en voz baja.

—No puede decirse que tenga muy buena opinión de nosotros, mistress Shepherd.

Mamá se encogió de hombros.

—¡No, no y no! —La tía Glenda se dejó caer en una silla de oficina—. No estoy dispuesta a seguir oyendo tonterías. Ni siquiera nació el día señalado. ¡Y, además, fue un nacimiento prematuro!

Lo del nacimiento prematuro parecía ser muy importante para ella.

Mistress Jenkins susurró:

—¿Quiere que le traiga una taza de té, mistress Montrose?

—Déjeme en paz con sus tazas de té, por Dios—resopló la tía Glenda.

—¿No hay nadie que quiera un té?

—No, gracias—respondí.

Mientras tanto, mister George había vuelto a fijar la mirada en mí y me observaba con atención.

—De modo, Gwendolyn, que ya has experimentado el salto en el tiempo, ¿no es así?

Asentí.

—¿Y adónde, si puedo preguntarlo?

—Al sitio donde estaba en ese momento—repuse.

Mister George sonrió.

—Quiero decir que a qué época saltaste.

—No tengo ni la más remota idea—solté con descaro—. No había ningún calendario colgado en la pared. Y tampoco quiso decírmelo nadie. ¡Oiga, yo no quiero que pase! Quiero que pare de una vez. ¿No puede usted hacer que pare?

Mister George no me contestó.

—Gwendolyn vino al mundo dos meses antes de la fecha prevista—anunció sin dirigirse a nadie en particular—. El 8 de octubre. Verifiqué personalmente la partida de nacimiento y la entrada en el registro. Y también revisé al bebé.

Pensé qué podría revisarse en un bebé. ¿Si era auténtico?

—En realidad, nació la noche del 7 de octubre—rectificó mamá, y ahora su voz temblaba un poco—. Sobornamos a la comadrona para que pospusiera unas horas el momento del parto en el certificado de nacimiento.

—Pero ¿por qué?

Mister George parecía comprenderlo tan poco como yo.

—Porque… después de lo que pasó con Lucy, quería ahorrarle todo esto a mi hija. Quería protegerla—repuso mamá—. Y confiaba en que tal vez no hubiera heredado el gen y solo hubiera nacido por casualidad el mismo día que la auténtica portadora. Al fin y al cabo, Glenda había tenido a Charlotte, y desde el primer momento todas las esperanzas se habían centrado en ella…

—¡Vamos, no mientas! —gritó la tía Glenda—. ¡Todo fue intencionado! Tu bebé no tendría que haber nacido hasta diciembre, pero manipulaste el embarazo y te arriesgaste a un parto prematuro solo para poder dar a luz el mismo día que yo. ¡Pero no funcionó! Tu hija nació un día más tarde. No sabes cómo me reí al saberlo.

—Supongo que debe de ser relativamente fácil comprobarlo—repuso mister George.

—He olvidado el apellido de la comadrona—dijo mamá rápidamente—. Solo sé que se llamaba Dawn, pero eso no tiene la menor importancia ahora.

—Claro—espetó tía Glenda—. En tu lugar, yo hubiera dicho lo mismo.

—Seguro que tenemos el nombre y la dirección de la comadrona en nuestros archivos. —Mister George se volvió hacia mistress Jenkins—. Es importante que los localicemos.

—No es necesario—replicó mamá—. Puede dejar en paz a esa pobre mujer. Se limitó a aceptar un poco de dinero de nuestra parte.

—Solo queremos hacerle un par de preguntas—aclaró mister George—. Por favor, mistress Jenkins, trate de averiguar dónde vive en la actualidad.

—Enseguida me ocupo—dijo mistress Jenkins, y volvió a desaparecer por la puerta lateral.

—¿Quién más está informado de esto? —preguntó mister George.

—Solo mi marido lo sabía—replicó mamá en un tono desafiante y triunfal al mismo tiempo—. Y a él ya no pueden someterle a ningún interrogatorio, porque, por desgracia, hace tiempo que falleció.

—Lo sé. Fue leucemia, ¿verdad? Una tragedia—observó mister George, y empezó a pasear de un lado a otro de la habitación—. ¿Cuándo empezó, me ha dicho?

—Ayer—respondí yo.

—Tres veces en las últimas veinte horas—repuso mamá—. Temo por ella.

—¡Tres veces ya! —mister George se detuvo en seco—. ¿Y cuándo fue la última vez?

—Creo que hace más o menos una hora—dije.

Desde que los acontecimientos habían empezado a precipitarse, había perdido la noción del tiempo.

—Entonces supongo que tenemos un poco de margen para prepararnos.

—¡No comprendo cómo puede creer algo así! —espetó la tía Glenda—. ¡Mister George! Usted conoce a mi hija. Y ahora mire a esta niña y compárela con mi Charlotte. ¿En serio cree que ante usted se encuentra el número doce? “Rojo Rubí con la magia del cuervo dotado, sol mayor cierra el círculo que los doce han formado.” ¿Lo cree de verdad?

—Es una posibilidad que no hay por qué descartar de entrada—repuso mister George—. Por más que sus motivos me parezcan más que cuestionables, mistress Shepherd.

—Ese es su problema—contestó mamá fríamente.

—Si hubiera querido proteger realmente a su hija, no la habría dejado en la ignorancia durante todos estos años. Saltar en el tiempo sin ninguna preparación es muy peligroso.

Mamá se mordió los labios.

—Confiaba en que fuera Charlotte la que…

—¡Pero si es ella! —gritó la tía Glenda—. Desde hace dos días tiene síntomas clarísimos. Puede pasar en cualquier momento, tal vez esté pasando ahora, mientras perdemos el tiempo aquí escuchando las historias sin pies ni cabeza de mi celosa hermana menor.

—Para variar, podrías usar el cerebro, Glenda, aunque solo sea por una vez—replicó mamá, que de pronto parecía cansada—. ¿Para qué íbamos a inventarnos todo esto? ¿Quién iba a hacer algo así a su hija voluntariamente, aparte de ti?

—Insisto en que… —La tía Glenda dejó la frase en el aire, dejándonos sin saber sobre qué insistía—. Todo esto acabará por revelarse como un vil engaño—continuó sin inmutarse—. Ya se produjo un sabotaje en el pasado, y usted, mister George, sabe muy bien adónde nos condujo. Y ahora que falta tan poco para alcanzar el objetivo, no podemos permitirnos ningún fiasco.

—Creo que no somos nosotros quienes debemos decidir sobre eso—repuso mister George—. Sígame, por favor, mistress Shepherd. Y tú también, Gwendolyn. —Y añadió con una sonrisita socarrona—: No tengan miedo, los pseudocientíficos obsesionados con el esoterismo y los fanáticos manipuladores de secretos no muerden.

Tiempo voraz, embótale al león la garra

Y haz que la propia tierra sus crías embeba,

al fiero tigre descolmilla y desquijarra

y sepulta en su sangre a la fénix longeva.

William Shakespeare, Soneto XIX

7

Mister George nos condujo a través de una escalera y un largo corredor que formaba varios recodos de cuarenta y cinco grados, interrumpido de vez en cuando por unos pocos escalones que subían o bajaban. La vista desde las pocas ventanas que encontrábamos a nuestro paso era siempre distinta: variaba de un gran jardín a un edificio o a un patio interior. Así recorrimos un trayecto interminablemente largo, en el que se alternaban el parquet y los suelos de mosaico, que pasaba junto a un montón de puertas cerradas, sillas colocadas en filas inacabables junto a las paredes, óleos enmarcados, armarios llenos de libros encuadernados en cuero y figuras de porcelana, estatuas y armaduras. Era como si camináramos por un museo.

La tía Glenda lanzaba todo el rato miradas venenosas a su hermana, que, por su parte la ignoraba lo mejor que podía. Mamá estaba pálida y parecía terriblemente tensa. Estuve tentada de darle la mano, pero la tía Glenda se habría dado cuenta del miedo que tenía, y eso era lo último que deseaba.

Era imposible que nos encontráramos todavía en la misma casa: tenía la sensación de que habíamos cruzado por lo menos otras tres cuando finalmente mister George se detuvo y llamó a una puerta.

La sala en la que entramos estaba forrada de arriba a abajo de madera oscura, igual que nuestro comedor. También los techos eran de madera oscura, y todo estaba cubierto casi por completo de tallas artísticas, realzadas, en parte, con colores. Los muebles eran igualmente oscuros y macizos. El conjunto debería haber tenido un aspecto sombrío y lúgrube, pero no era así gracias a la luz que entraba a través de las altas ventanas de enfrente y el jardín florido que había fuera. Detrás de un muro, al fondo del jardín, incluso se veía brillar el Támesis bajo la luz resplandeciente del sol.

Pero no solo la vista y la luz animaban el lugar; también las tallas —a pesar de algunas calaveras y figuras aisladas que esbozaban muecas horripilantes— irradiaban una sensación de alegría. Era como si las paredes fueran a cobrar vida en cualquier momento. Leslie hubiera disfrutado como una loca palpando los miles de capullos de rosa que parecían reales, los diseños arcaicos y las divertidas cabezas de animales y buscando mecanismos secretos. Allí había leones alados, halcones, estrellas, soles y planetas, dragones, unicornios, elfos, hadas, árboles y barcos, representados todos con una impresionante viveza.

Y la figura más imponente de todas era el dragón que parecía flotar sobre nosotros en el techo. Desde la punta de su cola en forma de cuña hasta la gran cabeza cubierta de escamas, debía de medir al menos siete metros. No podía apartar la mirada de él. ¡Qué hermoso era! Estaba tan admirada que casi me olvidé de por qué habíamos venido.

Y de que no estábamos solos en la sala.

Todos los presentes se habían quedado petrificados cuando nos vieron entrar.

—Parece que han surgido complicaciones... —anunció mister George.

Lady Arista, que estaba plantada tiesa como un palo junto a una de las ventanas, exclamó:

—¡Grace!, ¿no deberías estar en el trabajo? ¿Y Gwendolyng en la escuela?

—Nada nos gustaría más, madre —respondió mamá.

Charlotte estaba sentada en un sofá justo debajo de una magnífica sirena con las escamas de la cola finamente talladas y pintadas en todos los tonos de azul y turquesa. Apoyado en la ancha repisa de la chimenea, junto al sofá, se encontraba un hombre vestido con un impecable traje negro que llevaba unas gafas de montura. Incluso su corbata era negra. El hombre nos dirigió una mirada particularmente hosca. Un chiquillo de unos sietes años se agarraba a su americana.

—¡Grace!

Un hombre alto se levantó detrás de un escritorio. Sus cabellos, grises y ondulados, le caían sobre las anchas espaldas como una cabellera de león. Sus ojos eran de un llamativo color marrón claro, parecidos al ámbar. Su rostro tenía un aire mucho más juvenil de lo que podría deducirse por el color de su cabello, y era uno de esos rostros que se ven una vez y no se olvidan nunca por el grado de fascinación que despiertan. El hombre sonrió dejando al descubierto dos hileras perfectas de dientes regulares.

—Grace, hacía mucho tiempo que no nos veíamos. —Rodeó el escritorio y le tendió la mano a mamá—. No has cambiado nada.

Me quedé estupefacta al ver que mamá se sonrojaba.

—Gracias. Lo mismo puedo decir de ti, Falk.

El hombre rechazó el cumplido con un gesto.

—Mis cabellos han encanecido —replicó.

—Te sientan bien —dijo mamá.

¿De que iba todo esto? ¿Acaso mamá estaba filtreando con ese tipo?

La sonrisa del hombre se acentuó un poco, y luego su mirada ambarina pasó de mamá a mí, y de nuevo me sentí desagradablemente observada.

Sus ojos eran realmente extraños, tanto que bien podrían haber sido de un lobo a un felino. El hombre me tendió la mano.

—Soy Falk de Villiers.Y tu debes de ser la hija de Grace, Gwendolyn —su apretón de manos era firme y cordial—. La primera mujer Montrose que conozco que no tiene el pelo rojo.

—He heredado el color de pelo de mi padre —observé tímidamente.

—¿Podríamos ir al grano? —espetó el hombre de negro con gafas que estaba al lado de la chimenea.

Falk de Villiers me soltó la mano y me guiñó un ojo.

—Mi hermana nos ha soltado una historia absolutamente increíble —señaló la tía Glenda, haciendo un claro esfuerzo por no gritar—. ¡Y mister George no ha querido escucharme! Ella afirma que Gwendolyng, nada menos que Gwendolyng, ya ha saltado tres veces en el tiempo. Y como sabe muy bien que no puede demostrarlo, también se ha sacado de la manga un cuento para explicar por que no coincide la fecha de nacimiento de su hija. Me gustaría recordar lo que pasó hace diecisiete años y el papel nada glorioso que Grace desempeñó entonces. No me extraña que ahora, cuando falta tan poco para alcanzar el objetivo, aparezca aquí para sabotear nuestros planes.

Lady Arista abandonó su puesto junto a la ventana y se acercó.

—¿Es eso cierto, Grace?

Mi abuela tenía la misma expresión severa e inflexible de siempre. A veces me preguntaba si sus cabellos rígidamente peinados hacia atrás no serian el motivo de que los rasgos de su cara siempre estuvieran tan inmóviles. Tal vez el peinado hacia que los músculos se mantuvieran, sencillamente, en una posición fija. Como mucho, sus ojos se dilataban de tanto en tanto, cuando estaba excitada, como en ese momento.

Mister George afirmó:

—Mistress Sheperd afirma que ella y su marido sobornaron a la comadrona para que cambiara la fecha de nacimiento, de modo que nadie pudiera saber que también Gwendolyng podía ser portadora del gen.

—Pero ¿por qué razón iba a hacer algo así? —preguntó lady Arista.

Dice que quería proteger a la niña, y que esperaba que fuera Charlotte la portadora.

—¡Que lo esperaba! ¡Vamos, por favor! —gritó la tía Glenda.

—Pues a mí me parece todo bastante lógico —repuso mister George.

Dirigí la mirada a Charlotte, que estaba sentada, muy pálida, en el sofá, mirando alternativamente a mister George y a la tía Glenda. Cuando nuestras miradas se encontraron, rápidamente giró la cabeza.

—Por más que lo intento, no logro descubrir ninguna lógica en esto —dijo lady Arista.

—Enseguida comprobaremos la historia —señaló mister George—. Mistress Jenkins se encargará de localizar a la comadrona.

—Solo por curiosidad, ¿Cuánto pagaste a la comadrona, Grace?—preguntó Falk de Villiers.

En los últimos minutos sus ojos se habían afinado cada vez más, y cuando apuntó con ellos a mamá, tenía el aspecto de un lobo.

—Yo...ya no me acuerdo —dijo mamá.

Mister de Villiers levantó las cejas.

—Bueno, en realidad, no puede haber sido mucho. Por lo que sé, los ingresos de tu marido eran más bien modestos.

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