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Authors: Kerstin Gier

Rubí (16 page)

BOOK: Rubí
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De hecho, sí que tenía hambre, tanta que incluso me habría comido un plato asado de ternera con espárragos entero, un plato que por lo general no me entusiasmaba.

—¿Sabes?, en realidad el doctor es un hombre de buen corazón —me dijo mistress Jenkins mientras subíamos—. Solo que le resulta un poco difícil ser amable.

—Sí, ya se ve.

—Antes era completamente distinto, siempre estaba alegre y de buen humor. Entonces ya llevaba esos horribles trajes negros, pero al menos se ponía corbatas de colores. Eso fue antes de que su hijo muriera… una terrible tragedia. Desde entonces está como cambiado.

—Robert.

—Exacto, el niño se llamaba Robert —confirmó mistress Jenkins—. ¿Mister George ya te ha hablado de él?

—No.

—Un chiquillo encantador. Se ahogó en la piscina de unos conocidos el día de su cumpleaños, imagínate. —Mientras andaba, mistress Jenkins contó los años con los dedos—. Ya hace dieciocho años de eso. Pobre doctor.

Pobre Robert. Pero al menos no tenía el aspecto de un ahogado. Algunos fantasmas parecían divertirse yendo por ahí como habían muerto. Afortunadamente, aún no me había topado con ninguno con un hacha clavada en la cabeza, o sin cabeza.

Mistress Jenkins llamó a una puerta.

—Haremos una paradita para ver a madame Rossini. Tiene que medirte.

—¿Medirme? ¿Para qué? —pregunté, pero la habitación en que me introdujo mistress Jenkins ya me había dado la respuesta: era un cuarto de costura. En medio de las telas, los vestidos, las máquinas de coser, los maniquíes, las tijeras y los carretes de hilo me sonreía una mujer rolliza con una exuberante cabellera de un color rubio rojizo.

—Bienvenida —me saludó con acento francés—. Tú debes de ser Gwendolyn. Yo soy madame Rossini y me ocuparé de tu vestuario. —La mujer sostuvo en alto una cintra métrica—. Al fin y al cabo, no podemos dejar que te pasees por ahí en el de Maricastaña con este espantoso uniforme escolar,
n’ est-ce pas
?

Asentí. Los
unifogmes
escolares, como decía madame, eran realmente
espantosós
, fuera en el siglo que fuera.

—Seguramente se producirían tumultos si anduvieras así por la calle —dijo retorciéndose las manos con la cinta.

—Lo siento, pero tenemos que darnos prisa, nos esperan arriba —se excusó mistress Jenkins.

—Acabaré enseguida. ¿Quieres quitarte la chaqueta, por favor? —Madame Rossini me rodeó la cintura con la cinta—. Magnífico. Y ahora las caderas. Oh, como una joven potrilla. Creo que podremos aprovechas muchas cosas de las que preparé para la otra, con algún pequeño cambio aquí y allá.

Sin duda, con «la otra» se refería a Charlotte. Me qué mirando un vestido de un delicado color amarillo con orlas de puntilla blancas y translúcidas que colgaba de una percha y parecía sacado del fondo de vestuario de
Orgullo y prejuicio
. Seguro que Charlotte hubiera estado encantadora vestida con él.

—Charlotte es más alta y delgada que yo —dije.

—Sí, un poco —dijo madame Rossini—. Un palo de gallinero —(Se me escapó una risita porque había dicho
callinegó
)—. Pero no es ningún problema. —Me pasó la cinta métrica en torno al cuello y la cabeza—. Para los sombreros y las pelucas —explicó sonriéndome—. Qué agradable coser para una morenita, para variar. Con las pelirrojas hay que ir siempre con tanto cuidado… Conservo esta magnífica pieza de tafetán desde hace años, un color como de sol poniente. Podrías ser la primera a la que le sienta bien este color…

—¡Madame Rossini, por favor!

Mistress Jenkins señaló su reloj de pulsera.

—Sí, sí, enseguida estoy —dijo madame Rossini mientras daba vueltas a mi alrededor y me medía incluso el empeine—. ¡Estos hombres, siempre corriendo! Pero la moda y la belleza están reñidas con las prisas. —Finalmente me dio una palmadita amistosa y dijo—: Hasta luego, cuello de cisne.

Me fijé en que ella apenas tenía cuello. Su cabeza parecía apoyarse directamente sobre los hombros. Pero era realmente simpática.

—Hasta luego, madame Rossini.

En cuanto dejamos a la modista, mistress Jenkins salió a paso raudo y tuve que esforzarme para no quedarme atrás, a pesar de que ella llevaba tacones altos y yo, en cambio, mis cómodos y un poco toscos zapatos azul oscuro de la escuela.

—Enseguida llegamos.

De nuevo nos encontramos ante un interminable corredor. No podía entender cómo eran capaces de orientarse en aquel laberinto.

—¿Vive usted aquí?

—No, vivo en Islington —repuso mistress Jenkins—. A las cinco salgo del trabajo y me voy a casa con mi marido.

—¿Qué dice su marido de que trabaje para una logia secreta que tiene un máquina del tiempo en el sótano?

Mistress Jenkins rió.

—Oh, él no lo sabe. Firmé una cláusula de confidencialidad en mi contrato. No puedo revelar nada de lo que suceda aquí ni a mi marido ni a nadie.

—¿Y si no?

Probablemente entre esos muros se pudrían los restos de un montón de secretarias parlanchinas.

—Si no, perdería mi trabajo —repuso mistress Jenkins, y parecía como si la idea de dejar su puesto le resultara realmente penosa—. De todos modos, nadie me creería —añadió alegremente—. Y el que menos mi marido. El pobre carece por completo de imaginación. Piensa que estoy todo el día revolviendo aburridos expedientes en un bufete de abogados perfectamente normal… ¡Oh, no! ¡Los expedientes! —Se detuvo en seco—. ¡Me he olvidado de ellos! El doctor White me matará. —Me miró indecisa—. ¿Podrás seguir los últimos metros sin mí? En la esquina a la izquierda, y luego la segunda puerta a la derecha.

—Girar a la izquierda en la esquina y la segunda puerta a la derecha, no hay problema.

—¡Eres un encanto!

Mistress Jenkins ya había salido corriendo, lo que constituía para mí todo un enigma con esos tacones tan altos. Mientras tanto podía tomarme mi tiempo para recorrer los «últimos metros» yo sola y mirar con calma las pinturas murales (descoloridas), golpear una de las armaduras (oxidada) y pasar el dedo por el marco de uno de los cuadros (polvoriento). Al doblar la esquina, oí voces.

—Espera, Charlotte.

Retrocedí apresuradamente y me aplasté contra la pared. Charlotte había salido de la Sala del Dragón, seguida por Gideon, que la llevaba sujeta del brazo. Confiaba en que no me hubieras descubierto.

—Todo lo que está pasando es tan terriblemente penoso y humillante… —dijo Charlotte.

—No, de ninguna manera; todo esto no es culpa tuya.

Qué suave y cariñosa podía sonar su voz.

«Está enamorado como un loco de ella», pensé, y por alguna estúpida razón sentí una punzada en el corazón. Me pegué aún más contra la pared, aunque me hubiera encantado ver qué pasaba. ¿Estarían haciendo manitas?

Charlotte parecía inconsolable.

—¡Falsos síntomas! Quería que se me tragara la tierra. Realmente estaba convencida de que podía pasar en cualquier momento…

—Yo hubiera pensado exactamente lo mismo en tu caso —la tranquilizó Gideon—. Tu tía debe de estar loca para haber mantenido esto en secreto durante tantos años. La verdad es que tu prima me da lástima.

—¿Tú crees?

—¡Piénsalo un poco! ¿Cómo va a poder arreglárselas? No tiene ni la menor idea… ¿Cómo va a ponerse al día de todo lo que hemos aprendido en los últimos diez años?

—Es verdad, pobre Gwendolyn —dijo Charlotte, aunque de algún modo no sonaba realmente compasiva—. Pero también tiene sus puntos fuertes.

Eso sí que era un detalle.

—Soltar risitas con su amiga, escribir SMS y recitar de memoria el reparto de un montón de películas. Eso sí puede hacerlo muy bien.

Pues no, no era un detalle.

Asomé con cuidado la cabeza.

—Sí —convino Gideon—. Es justo lo que he pensado hace un rato de verla por primera vez. Oye, realmente te echaré de menos; sin ir más lejos, en las clases de esgrima.

Charlotte suspiró.

—Nos lo pasábamos bien, ¿verdad?

—Sí. ¡Pero piensa en las posibilidades que se te abren a partir de ahora, Charlotte! ¡Te envidio por eso! Ahora eres libre y puedes hacer lo que quieras.

—¡Nuca he querido nada aparte de esto!

—Sí, porque no tenías opción —le aseguró Gideon—. Pero ahora el mundo entero se abre ante ti. Mientras yo no puedo mantenerme alejado más de un día de este conde… cronógrafo y me paso las noches en el año 1953, tú podrás estudiar en el extranjero y hacer largos viajes. ¡Créeme, me encantaría cambiarme por ti!

La puerta de la Sala del Dragón volvió a abrirse y lady Arista y la tía Glenda salieron al pasillo. Rápidamente escondí la cabeza.

—Ya verás como al final se arrepentirán —dijo la tía Glenda.

—¡Glenda, por favor! Somos una familia —espetó lady Arista—. Tenemos que mantenernos unidos.

—Díselo a Grace —dijo la tía Glenda—. Ha sido ella la que nos ha colocado a todos en esta situación imposible. ¡Protegerla! ¡Ja! ¡Nadie en su sano juicio creería ni una palabra de lo que dice! No después de todo lo que pasó. Pero este ya no es nuestro problema. Ven, Charlotte.

—Las acompaño al coche —se ofreció Gideon.

¡Pelota!

Esperé hasta que sus pasos dejaron de oírse, y luego me arriesgué a salir de mi puesto de escucha. Lady Arista seguía allí, frotándose cansadamente la frente con un dedo. De pronto tenía un aspecto totalmente diferente al habitual: se veía viejísima. Toda su disciplina de profesora de ballet parecía haberla abandonado e incluso los rasgos de su rostro estaban un poco desencajados. Me daba pena verla así.

—Hola —susurré en voz baja—. ¿Te encuentras bien?

Inmediatamente mi abuela recuperó la compostura. Todos los bastones que se había tragado parecieron recolocarse y encajar en sus posiciones.

—Vaya, ya estás aquí —dijo, y su mirada inquisitiva se detuvo en mi blusa—. ¿No es una mancha eso? Niña, realmente deberías aprender a prestar un poco más de atención a tu aspecto.

Los intervalos entre los saltos en el tiempo varían

—siempre que no sean controlados por el cronógrafo—

de un portador del gen a otro. Si bien el conde de

Saint Germain, en sus observaciones, llegó a la

conclusión de que los portadores del gen femeninos

saltan con una frecuencia y una duración significativamente

inferiores a los masculinos, en la actualidad no

podemos dar por válida esta afirmación.

La duración de los saltos en el tiempo incontrolados

varía, desde el inicio de los registros, entre ocho minutos,

doce segundos (salto de iniciación de Timothy de Villiers,

5 de mayo de 1892) y dos horas y cuatro minutos (Margret

Tilney, 2º salto, 22 de marzo de 1894).

La ventana temporal que el cronógrafo facilita

para los saltos en el tiempo es de, como mínimo, treinta minutos,

y como máximo, cuatro horas.

Se desconoce si en alguna ocasión se han producido saltos

en el propio tiempo vital. En sus escritos, el conde de Saint Germain

parte de la base de que, a causa del continuum

(v. Leyes del continuum, volumen 3),

esto no es posible.

Los ajustes del cronógrafo hacen igualmente

imposible un envió de vuelta

al propio tiempo vital.

De las
Crónicas de los Vigilantes
,

Volumen 2, «Leyes generales»

9

Mamá me abrazó como si hubiera estado ausente al menos tres años. Tuve que repetirle un millón de veces que me encontraba bien antes de que dejara de preguntar.

—¿Tú también estás bien, mamá?

—Sí, cariño, estoy bien.

—Bueno, veo que todo el mundo está bien—comentó mister De Villiers burlonamente—. Me alegra que lo hayamos aclarado. —Y se acercó tanto a nosotras que incluso pude oler su agua de colonia (una mezcla especiada y afrutada con un toque de canela que me hizo venir aún más hambre)—. ¿Y qué vamos a hacer contigo ahora, Grace? —añadió, apuntando fijamente a mamá con sus ojos de lobo.

—He dicho la verdad.

—Sí, al menos por lo que hace a las cualidades de Gwendolyn —convino De Villieers—. Pero aún queda por aclarar por qué la comadrona, que en esa época se mostró tan cooperadora como para falsificar el certificado de nacimiento, ha tenido que salir repentinamente de viaje precisamente hoy.

Mamá se encogió de hombros.

—Yo no le daría tanta importancia a algo que debe de ser solo una cualidad, Falk.

—Encuentro igualmente extraño que en un caso de posible parto prematuro, la madre se decida a dar a luz en casa. Cualquier mujer mínimamente sensata se haría llevar a un hospital al sentir los primeros dolores.

Había que reconocer que en eso tenía razón.

—Sencillamente, todo ocurrió muy rápido —replicó mamá sin parpadear—. Aún tuve suerte de que la comadrona estuviera presente.

—Bien, pero incluso así, en un parto prematuro, después del nacimiento, cualquiera hubiera ido enseguida al hospital para que examinara al bebé.

—Y lo hicimos.

—Pero al día siguiente —dijo de Villiers—. En el informe del hospital se hizo constar que, aunque el niño fue examinado a fondo, la madre rechazó someterse a una revisión. ¿Por qué, Grace?

Mamá se echó a reír.

—Creo que me entenderías mejor si tú mismo hubieras dado a luz y hubieras pasado ya por una decena de exámenes ginecológicos. Yo me encontraba perfectamente y solo quería asegurarme de que el bebé no tenía ningún problema. Lo que no entiendo es cómo has podido acceder tan rápido a un informe del hospital. Pensaba que las informaciones de ese tipo eran confidenciales.

—Por mí, puedes denunciar al hospital por violación de la ley de protección de datos —dijo mister De Villiers—. Mientras tanto, nosotros seguiremos buscando a la comadrona. Estoy intrigadísimo por saber lo que esa mujer tiene que contarnos.

La puerta se abrió y mister George y mister White entraron acompañados por mistress Jekins, que cargaba con un montón de expedientes.

Detrás de ellos llegó Gideon arrastrando los pies. Esta vez me tomé mi tiempo para observar detenidamente el resto de su cuerpo y no solo su atractivo rostro. Busqué algo que no me gustara para no tener que sentirme tan imperfecta a su lado; pero, por desgracia, no pude encontrar nada. No era patizambo (¡de jugar al polo!) ni tenía los brazos demasiado largos ni los lóbulos de las orejas demasiado grandes (lo que, según afirmaba Leslie, podía considerarse un signo de tacañería). Y la forma en que se apoyaba con el trasero en el escritorio con los brazos cruzados sobre el pecho no podía ser más guay.

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