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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Rumbo al Peligro (34 page)

BOOK: Rumbo al Peligro
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—¡Lo sé perfectamente, maldita sea! —respondió Dumaresq encarándosele enfurecido—. Y también nos hubiéramos arriesgado a perder la quilla, ¿es eso lo que quiere? ¡Esto es una fragata, no un maldito barco de pesca!

Durante todo aquel día y la mitad del siguiente, el barco se estuvo balanceando sin control a merced del oleaje. Un tiburón pasó cautelosamente bajo la bovedilla, y no fueron pocos los marineros que probaron suerte con arpones y cabos.

Dumaresq parecía no abandonar en ningún momento la cubierta; cuando pasó junto a Bolitho durante la guardia, éste observó que su camisa estaba oscurecida por el sudor, y que se le había formado una lívida ampolla en la frente que él no parecía notar.

Hacia la mitad de la guardia de mediodía, el viento fue acercándose lentamente, rizando la reluciente agua, pero con el viento llegó también una sorpresa.

—¡Barco a la vista, señor! ¡Por la aleta de babor!

Dumaresq y Palliser observaron la pirámide de color tostado crecer en el horizonte, la gran cruz escarlata claramente grabada en la vela trinquete, que disipaba cualquier posible duda.

Palliser exclamó con amargura:

—¡Maldición, los españoles!

Dumaresq bajó el catalejo, los ojos como piedras.

—Fitzpatrick. El debe de haberlos avisado. Ahora estarán ávidos de sangre. —Miró hacia un lugar indeterminado, más allá de sus oficiales—. ¡Si don Carlos Quintana se entromete ahora, se tratará de su propia sangre!

—¡Dotaciones a las brazas!

La
Destiny
tembló y se ladeó lentamente bajo la fuerza del viento fresco; su renovado impulso hacía saltar espuma que salpicaba el blanco mascarón de proa.

Dumaresq ordenó:

—Ponga a los hombres en los cañones, señor Palliser. —Miró desde popa al otro barco. Parecía estar ya mucho más cerca—. Y haga izar la bandera, por favor. ¡No voy a permitir que ningún maldito español se cruce por mi proa!

Rhodes bajó el tono de su voz para decir:

—Y habla en serio, Richard. Este es su momento de gloria. ¡Moriría antes que compartirlo!

Algunos de los hombres que estaban en el alcázar cruzaron miradas y susurros llenos de aprensión. Su instintivo desprecio por cualquier armada que no fuera la suya se había visto de alguna manera decepcionado durante la breve estancia en Basseterre. El
San Agustín
contaba por lo menos con cuarenta y cuatro cañones, y ellos sólo con veintiocho.

Dumaresq gritó:

—¡Y ponga a esos imbéciles a trabajar, señor Palliser! ¡Este barco se parece cada vez más a una pocilga!

Uno de los capitanes de artillería de Bolitho murmuró:

—Yo creía que sólo íbamos tras un pirata.

Stockdale le enseñó los dientes.

—Un enemigo siempre es un enemigo, Tom. ¿Desde cuándo una bandera cambia eso?

Bolitho se mordió el labio. Ahí estaba la auténtica responsabilidad del mando. Si Dumaresq no hacía nada, podía ser juzgado por un consejo de guerra bajo los cargos de incompetencia o cobardía. Si, por el contrario, se enfrentaba al barco español, podía ser acusado de provocar el estallido de una guerra. Dijo:

—Estén preparados, muchachos. ¡Suelten las trincas de los cañones!

Quizá Stockdale tenía razón. Lo único que debía preocuparnos era vencer.

Al día siguiente los marineros desayunaron y baldearon las cubiertas antes de que el sol hubiera asomado del todo en el horizonte.

La brisa, aunque ligera, era lo bastante regular, y durante las guardias nocturnas había cambiado hacia el sudoeste.

Dumaresq estaba ya en cubierta tan temprano como el primero, y Bolitho vio cómo la impaciencia invadía su corpulenta figura mientras recorría la cubierta a grandes zancadas observando de vez en cuando la aguja magnética o consultando la pizarra del piloto junto a la rueda del timón. Probablemente no llegaba a ver realmente ninguna de esas cosas; Bolitho se dio cuenta, por la forma en que Palliser y Gulliver le abrían paso, de que ambos conocían ya de antiguo el espacio que necesitaba según su estado de ánimo.

Junto a Rhodes, Bolitho observó cómo el contramaestre impartía instrucciones a sus grupos de trabajo como hacía habitualmente. El hecho de que un buque de guerra de mayores dimensiones siguiera su estela por popa y de que una pequeña isla llamada Fougeaux se encontrara en algún lugar más allá de la amura de sotavento no alteraba en absoluto la rutina de trabajo del señor Timbrell.

El brusco tono de voz de Palliser sobresaltó a Bolitho.

—Apareje las cadenas de las vergas antes que nada, señor Timbrell.

Algunos marineros levantaron la vista hacia las vergas. Palliser no dio más explicaciones, ni necesitaba hacerlo para los marinos más veteranos. Las cadenas se aparejaban para sujetar todas las vergas, pues las jarcias que las sostenían normalmente no resistirían el impacto de un disparo en el caso de que se produjera algún combate. Luego se extenderían las redes en el combés. Las cadenas y las redes eran la única protección con que contaban los hombres que estaban abajo si empezaban a caer perchas y jarcias.

Quizá se estaba procediendo de igual forma en el barco español, pensó Bolitho. Aunque en realidad no había visto nada que así se lo indicara. De hecho, ahora que les había alcanzado, el
San Agustín
parecía conformarse con poder seguirles y observar los acontecimientos.

Rhodes se giró bruscamente y se dirigió hacia la parte que le correspondía del barco mientras siseaba rápidamente:

—¡El amo y señor!

Bolitho giró en redondo y se encontró frente a frente con el comandante. No era habitual verle fuera del alcázar o de popa, y los marineros que trabajaban cerca de él parecieron esforzarse más en lo que hacían, como si también ellos sintieran un pavor y respeto especiales ante su presencia.

Bolitho saludó y se limitó a esperar.

Los ojos de Dumaresq le estudiaron lentamente, inexpresivos. Luego dijo:

—Venga conmigo. Y traiga un catalejo. —Mientras lanzaba el sombrero a su timonel añadió—: Subir un poco arriba me despejará la cabeza.

Bolitho se quedó mirando cómo Dumaresq empezaba a trepar por los obenques, su voluminosa figura colgada desgarbadamente mientras levantaba la vista hacia el calcés en espiral.

Bolitho odiaba las alturas. Probablemente aquélla era una de las cosas que más le había hecho desear el ascenso a teniente. Ya no tendría que trepar a la arboladura con los demás marineros, no tendría que volver a sentir aquel pavor que le helaba la sangre en las venas cuando el viento intentaba con su fuerza que dejaras de asir los congelados flechastes o que salieras despedido hasta caer al mar, allá abajo.

Quizá Dumaresq le estaba poniendo a prueba, provocándole, sólo para aliviar su propia tensión.

—¡Vamos, suba, señor Bolitho! ¡Hoy estará en los estays!

Bolitho le siguió subiendo por los vibrantes obenques, paso a paso, primero una mano, después la otra. Se obligó a sí mismo a no mirar abajo, aunque mentalmente veía la pálida cubierta de la
Destiny
oscilando muy por debajo de él mientras el barco hundía bruscamente la proa llevado por el oleaje.

Desdeñando el riesgo, Dumaresq siguió subiendo hacia la arraigada de los obenques de forma que su deforme cuerpo quedó colgando casi paralelo a la línea del mar. Luego continuó más arriba de la cofa de mayor, ignorando a los sobresaltados marineros que se ejercitaban con un cañón giratorio, hasta que llegó a la verga de juanete.

La seguridad en sí mismo que mostraba Dumaresq le dio fuerzas a Bolitho para trepar hasta allí más rápidamente de lo que recordaba haberlo hecho nunca. ¿Cuánto sabía Dumaresq del amor? ¿Era posible que él y Aurora hubieran sido capaces de superar juntos todos los obstáculos?

Apenas era consciente de la altura a la que estaba, y miraba ya hacia la verga de sobrejuanete mayor cuando Dumaresq se detuvo con un pie colgando en el vacío y observó:

—Desde aquí puede uno sentirlo de verdad.

Bolitho se agarró con ambas manos y levantó la vista hacia él, con los ojos llorosos bajo la deslumbrante luz del sol. Dumaresq hablaba con tanta convicción y a la vez con tanta calidez que era como si verdaderamente amara el barco.

—¿Lo siente? —Dumaresq agarró un estay y lo golpeó con el puño—. Tenso y firme, con la tensión bien distribuida en todas partes. Como debe ser. ¡Como todo buen barco bien conservado debe ser! —Miró el rostro vuelto hacia arriba de Bolitho—. ¿La cabeza va bien?

Bolitho asintió. En su mezcla de resentimiento e irritación había olvidado la herida.

—Muy bien. Venga hasta aquí entonces.

Alcanzaron las crucetas, donde un serviola se deslizó hacia abajo para dejar sitio a sus superiores.

—¡Ah! —Dumaresq sacó un catalejo, y tras limpiar las lentes con su pañuelo de cuello, lo enfocó hacia la amura de estribor.

Bolitho siguió su ejemplo, y de repente sintió cómo algo gélido le recorría la columna Vertebral, a pesar del sol y del viento que siseaba entre las jarcias como si fuese arena.

Nunca había visto nada parecido. La isla parecía estar formada por completo de coral o roca viva, obscenamente desnuda, como algo que hubiera dejado de tener vida. En el centro había una cumbre, aunque parecía más una colina a la que le hubieran cortado de un tajo la cima. Pero se veía brumosa en la distancia; podría haberse tratado de una fortaleza gigante, y la única razón de ser de la isla, proporcionarle un asentamiento.

Intentó comparar lo que veía con los dispersos detalles de la carta de navegación, y su sentido de la orientación le dijo que la abrigada laguna de atolón se encontraba justo detrás de la colina.

—¡Están bien preparados! —dijo roncamente Dumaresq.

Bolitho lo intentó de nuevo. El lugar parecía desierto, asolado por algún desastre natural de terribles dimensiones.

Entonces, durante un instante, antes de que la calima lo volviera a ocultar, vio algo más oscuro que el resto. Un mástil, o varios mástiles; los barcos quedaban escondidos por el coralino muro protector.

Lanzó una rápida mirada a Dumaresq preguntándose cómo había conseguido verlo tan clara y rápidamente.

—Pequeñas piezas de un rompecabezas. —Dumaresq no elevó su voz por encima del murmullo de las jarcias y velas—. Ahí están los barcos de Garrick, su pequeña armada. No hay línea de batalla, señor Bolitho, tampoco hay ningún buque insignia con la arrogante bandera del almirante, pero es igualmente mortífera.

Bolitho volvió a mirar a través de su catalejo. No era de extrañar que Garrick se sintiera tan seguro. Se había enterado de su llegada a Río, en incluso antes de eso, de su recalada en Madeira. Y ahora Garrick jugaba con ventaja. Podía enviar sus barcos durante la noche o dejarlos allí ocultos, como un cangrejo ermitaño en su concha.

Dumaresq parecía estar hablando solo de nuevo.

—Lo único que le importa al español es el oro perdido. Por lo que a él respecta, Garrick puede quedar libre. Quintana cree poder hacerse con todos esos barcos tan cuidadosamente seleccionados y con el botín restante sin necesidad de disparar ni un solo tiro.

Bolitho sugirió:

—Quizá Garrick sepa menos de lo que nosotros creemos, señor, e intente actuar con engaños.

Dumaresq le miró de un modo extraño.

—Me temo que no sea así. No más engaños ni faroles ahora. En Basseterre intenté explicarle al español lo que Garrick tiene en mente. Pero no quiso escucharme. Garrick ayudó a los franceses, y en cualquier posible guerra futura, España necesitará un aliado como Francia. No le quepa duda de que don Carlos Quintana es consciente de eso.

—¡Mi comandante, señor! —El vigía que gritaba desde más abajo parecía inquieto—. Los españoles están desplegando más vela.

Dumaresq dijo:

—Tenemos que irnos. —Observó los mástiles uno por uno y luego la cubierta, abajo.

Bolitho se dio cuenta de que podía hacer lo mismo sin sentir miedo. Vio las escorzadas figuras blancas y azules de los oficiales y los guardiamarinas en el alcázar, los dibujos cambiantes que formaban los hombres moviéndose alrededor de la doble línea de negros cañones.

Durante aquellos breves instantes, Bolitho se sintió en armonía con aquel tortuoso y resuelto hombre. Aquél era su barco, hasta la parte más pequeña de él, cada pedazo de madera y cada centímetro de jarcia. Entonces Dumaresq afirmó:

—El español intentará entrar en la laguna antes que yo. Es una locura extremadamente peligrosa, pues la entrada es estrecha y el paso navegable desconocido. Si no quiere sorpresas dependerá de que sus intenciones sean pacíficas, y se verá obligado a hacer una demostración de fuerza si se equivoca en eso. —Saltó con sorprendente agilidad hasta cubierta, y para cuando Bolitho llegó al alcázar Dumaresq estaba ya hablando con Palliser y el piloto.

Bolitho oyó a Palliser decir:

—El español está poniendo proa a la costa, señor.

Dumaresq estaba de nuevo ocupado con su catalejo.

—En ese caso, ha puesto rumbo al peligro. Hágale señales para que se separe de la costa.

Bolitho observó los otros rostros que tenía cerca, rostros que había llegado a conocer muy bien. En unos instantes se decidiría todo, y era Dumaresq quien tenía la decisión en sus manos.

—¡No hace caso a nuestras señales, señor! —gritó Palliser.

—Muy bien. Llame a los hombres a sus puestos y prepárense para entrar en acción. —Dumaresq entrelazó las manos a la espalda—. Veremos si le gusta eso.

Rhodes agarró a Bolitho del brazo.

—Debe de estar loco. No puede luchar contra Garrick y contra los españoles.

Los infantes de marina encargados de los tambores empezaron a tocar su
staccato
, y el momento de incertidumbre pasó al olvido.

14
LA ÚLTIMA OPORTUNIDAD

—El español está acortando vela, señor.

—Nosotros haremos lo mismo. —Dumaresq permanecía en pie en medio del alcázar, justo delante del palo de mesana, como una roca—. Aferren juanetes.

Bolitho se protegió los ojos de la luz al levantar la vista para observar a través de la maraña de jarcias y redes a sus propios hombres, que empezaban a vérselas con el indomable velamen. En menos de una hora, la tensión se había elevado tanto como el sol, y ahora, con el
San Agustín
firmemente situado junto a la amura de estribor, notaba cómo el nerviosismo afectaba a todos y cada uno de los hombres que tenía cerca. La
Destiny
seguía situada a barlovento, pero al alcanzarles, el barco español había conseguido situarse entre la fragata y las vías de aproximación a la laguna.

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