Aunque no está demasiado lejos, Magda no vuelve a casa con frecuencia. Está ocupada con sus estudios y, en los mensajes de vídeo que le envía, se la ve con grandes gafas, el cabello recogido en una coleta y el cuerpo oculto tras amplios jerséis. Como si temiera —piensa Elena— que su sexualidad fuera en detrimento de su intelecto. Tal vez por eso mismo no visita la casa con demasiada frecuencia, de modo que, salvo en vacaciones, Elena está sola en la casa, con sus guardaespaldas, los culebrones y su poder para hacerle compañía.
No le basta.
No es lo que quería, pero es lo que tiene y la vida la ha convertido en una persona realista. De todos modos, le gustaría tener a alguien en la cama, alguien con quien compartir el desayuno por la mañana, alguien que la abrazara, la besara y le hiciera el amor. Algunas veces le gustaría abrir una ventana y gritar:
«¡No soy un monstruo!»
«¡No soy una cabrona!»
Sabe que hacen bromas acerca de su polla y sus pelotas y también ha oído el chiste contrario: «Cuando Elena tiene el mes, sí que corre sangre».
«No soy lady Macbeth, Lucrecia Borgia ni Catalina la Grande. Soy una mujer que hace lo que tiene que hacer. Soy la mujer en la que me habéis convertido.»
Elena está en guerra.
Ahora impera el caos.
Donde antes había tres carteles —el de Baja, el de Sinaloa y el del Golfo—, ahora hay por lo menos siete y todos se pelean por el territorio.
Además, el gobierno mexicano ha emprendido la guerra contra todos ellos.
Y, lo que es peor, tiene que hacer frente a una rebelión en su propio cartel, el de Baja. Una facción le sigue siendo fiel, a ella y al apellido de la familia, pero otra responde al Azul, un sicario que antes trabajaba para sus hermanos, pero que ahora prefiere mandar él.
En muy poco tiempo ha llegado a convertirse en una guerra declarada. En Baja se producen cinco muertes de media al día. Aparecen cadáveres tendidos en las calles o —según el estilo favorito del Azul— meten a la gente viva en barriles de ácido. Sólo en el último mes, Elena ha perdido a una docena de soldados.
Desde luego, ha tomado represalias de la misma manera.
Como es lista, se ha aliado con Los Zetas, una ex unidad de élite de la policía antinarcóticos que empezó a trabajar por su cuenta como asesinos a sueldo. Fueron Los Zetas los que comenzaron con las decapitaciones.
No cabe duda de que matar produce temor, pero la decapitación parece inspirar un tipo determinado de terror primario. La idea de que te rebanen la cabeza resulta realmente molesta. Hace poco se les ocurrió la idea de ponerse en contacto con la gente de informática y colgarlo en internet —la técnica de dirección de la vieja escuela combinada con el marketing moderno— y se ha convertido en una herramienta eficaz.
Sin embargo, Los Zetas son caros —efectivo en el acto y su propio territorio de la droga como forma de pago—, de modo que Elena tiene que conseguir más territorio para seguir igual.
Además, el Azul también cuenta con aliados.
El cartel de Sinaloa, tal vez el más poderoso del país en aquel momento, incorpora dinero, soldados e influencia política a la rebelión del Azul y, por consiguiente, presiona más a Elena para que adquiera más territorio, gane más dinero para contratar más hombres, comprar más armas y conseguir más protección política. Hay que untar a funcionarios del gobierno y hay que sobornar a policías y miembros del ejército: dinero, dinero y más dinero, con que se tiene que expandir.
Sin embargo, el único lugar que le queda para ir es el Norte.
El Norte.
Gracias a Dios, ha sido previsora y ha enviado allí a Lado —¿hará cuánto?, ¿ocho años ya?— para preparar discretamente el terreno, reclutar hombres e infiltrarse en el territorio. Por consiguiente, cuando decidió que era hora de que el cartel de Baja se hiciera cargo del narcotráfico en California, Lado ya se había instalado y estaba listo.
Desde luego, el Azul había hecho lo mismo —era la jugada evidente—, pero, por el momento, Lado tenía más hombres y más armas que él y estaba mejor preparado.
Fue Lado quien decapitó a los siete hombres.
Será él quien supervise el nuevo mercado de la marihuana.
¿Y ahora estos dos
yanquis
quieren darles por el saco?
No se puede permitir sus tonterías. Está en guerra y necesita aquellos ingresos. Para ella es cuestión de vida o muerte.
No pienses que no serán capaces de matar a una mujer. Lo han hecho: ha visto fotos de mujeres con la boca cerrada con cinta adhesiva, las manos atadas a la espalda, siempre desnudas, a menudo violadas antes.
Los hombres te enseñan cómo has de tratarlos.
—¿Que me joda? —pregunta ella—. ¿Eso dijo? ¿Usó esas palabras?
Está hablando por teléfono con Álex y Jaime.
—Me temo que sí —reconoce Álex a regañadientes.
—Porque, si ha enviado a alguien a la mierda, en última instancia ha sido a mí.
Álex no quiere entrar por ahí. Lleva una vida bastante
dulce
en California y no tiene intención de echarla a perder por culpa de una guerra relacionada con el narcotráfico. Por lo que a él respecta, se pueden quedar en México con toda aquella porquería, de modo que trata de mantener la paz.
—Sí que aceptaron abandonar el mercado de inmediato y del todo —dice.
Sin embargo, Elena
la Reina
no se lo cree.
—No les hemos hecho una oferta para que ellos nos hagan una contraoferta. Les exigimos algo y esperamos que obedezcan. Si les damos la oportunidad de pensar que pueden negociar con nosotros, más tarde o más temprano esto nos causará problemas.
—De todos modos, si están dispuestos a abandonar el terreno...
—Sienta un mal precedente —continúa Elena—. Si dejamos que estos dos negocien con nosotros, que nos hablen así, otras entidades pensarán que pueden hacer lo mismo.
Le preocupan aquellos dos estadounidenses: uno —le dicen— es un hombre de negocios listo, con experiencia y moderado, al que no le agrada derramar sangre; el otro es un bárbaro zafio y malhablado, que parece disfrutar con la violencia.
En resumidas cuentas, un salvaje.
Desde luego, la mayoría de los estadounidenses son así: salvajes.
Y eso es lo que la mayoría de los estadounidenses no comprenden: que la mayoría de los mexicanos de clase alta y media los considera paletos primitivos, burdos, incultos y bravucones que simplemente tuvieron buena suerte allá por la década de 1840 y la aprovecharon para quedarse con la mitad de México.
México es, básicamente, Europa dispuesta sobre la cultura azteca dispuesta sobre la cultura indígena, pero los mexicanos aristocráticos se consideran a sí mismos europeos y a los estadounidenses... pues, estadounidenses.
Ya pueden bromear los
yanquis
todo lo que quieran acerca de los jardineros, los trabajadores del campo y los inmigrantes ilegales mexicanos, pero no se dan cuenta de que, para los propios mexicanos, aquéllos también son indios y los desprecian.
Aquél es el secreto vergonzoso de México: que, cuanto más oscura sea tu piel, menos estatus tienes. Esto, en cierto modo, nos hace pensar en... en...
Ajá.
Sea como fuere, los mexicanos de piel más clara miran por encima del hombro a sus compatriotas de piel más oscura, pero no tanto como menosprecian a los estadounidenses.
(¿Y a los estadounidenses negros? ¡Ni hablar!) De acuerdo, pues: Elena piensa que el tal Chon es un
animal
, pero un animal peligroso. El tal Ben puede servir para algo, pero se niega a hacerlo. En cualquier caso, ella no puede tolerar su desobediencia.
—Entonces, ¿quiere verlos muertos? —pregunta Álex.
Elena se lo piensa bien y la respuesta es:
—Aún no.
Aún no.
Es que, después de muerto, Ben no podría seguir cultivando aquella hierba extraordinaria que produce tanto beneficio potencial; además, aun vivo, Ben no lo haría si mataran a su amigo Chon y, si el pasado puede servir de precedente, al tal Chon se le pueden dar otros usos.
Por consiguiente, matarlos sería un desperdicio.
Además, es mejor que vean a estos dos, para que el resto del mundo obedezca.
Por eso...
Interior del despacho de ELENA, de día.
ELENA Lo que tenemos que hacer es obligarlo a venir a trabajar para nosotros según nuestros propios términos.
ÁLEX ¿Cómo vamos a conseguir eso?
ELENA (
con una sonrisa críptica
) Le haré una oferta que no podrá rechazar.
Es una pena que Elena sea alérgica a las escamas de la piel de los gatos, porque un gato quedaría estupendo en su regazo en aquel momento, aunque en realidad ella tampoco querría arruinar un vestido caro con pelo de gato.
Sin embargo, básicamente, eso fue lo que dijo.
De lo cual se desprende una pregunta.
¿No es cierto?
Elena sabe que el amor nos vuelve fuertes.
Pero también nos vuelve débiles.
El amor nos hace vulnerables.
Por eso, si tienes enemigos, quítales lo que aman.
O. está preciosa con aquel vestidito básico negro, que, sin embargo, debe de costar un ojo de la cara. Medias negras transparentes y zapatos negros de tacón de aguja. El cabello cortado y teñido para recuperar su color rubio «natural», lacio y brillante.
—¡Guau! —dice Ben.
Chon manifiesta su conformidad con una inclinación de cabeza.
Ella sonríe ante su aprobación, se deleita con ella y se complace en el resplandor de su admiración.
—Te has gastado un congo —dice Ben.
—¡Cómo no! —responde O.—. Para una noche que salgo de juerga con mis dos hombres...
Van en limusina al Salt Creek Grille.
Es casi imposible conseguir una mesa allí con tan poca antelación, a menos que uno sea Ben, el Rey de la Grifa, que es capaz de conseguir una mesa en la mismísima Última Cena, si se le pasa por la cabeza. Habrían echado a Jesús en mitad del postre para dejarle sitio a Ben —«Aquel caballero de allá ya se ha hecho cargo de la cuenta, señor. En efectivo. Esperamos volver a verlo pronto por aquí.»—, de modo que una mesa para tres realmente no plantea
ningún problema
.
Un lugar precioso, bajo la serie de luces de la autopista de la costa del Pacífico.
Todo perfecto.
Es una hermosa noche templada de primavera, impregna el aire el aroma de las flores y O. está preciosa, sonriente y feliz. La comida es excelente, aunque Ben sólo prueba la sopa de miso, que adereza con comprimidos de Lomotil, el tapón químico, como bien saben todos los que han viajado por el Tercer Mundo.
En cambio O... Después de fumar, como aperitivo, un poco de la maría de Ben, se ha puesto a comer como una cerda preñada. Empieza por los calamares, después ataca la sopa francesa de cebolla, el atún a la brasa con pimienta y alioli, el puré de patatas con ajo, las judías verdes al estilo gujaratí y después la crema catalana.
Corre el vino.
Ni facturas, ni cuentas, ni recibo, conque dejan una especie de propina generosa y vuelven a subir a la limusina, se emporran y recorren los bares de los hoteles exclusivos: el Saint Moritz, el Montage, el Ritz-Carlton y el Surf & Sand. Martinis de manzana y O. llama la atención en todas partes: está tan
sexy
con sus dos hombres.
—Parece aquella película —dice, de pie en el patio del Ritz, mirando las olas a la luz de la luna.
—¿Qué película? —pregunta Ben.
—Aquella peli vieja —dice O.—, con Paul Newman, cuando estaba vivo, y Robert Redford, cuando era joven. Un día que falté al cole porque estaba enferma la pusieron en la televisión por cable.
—Dos hombres y un destino
—interviene Chon—. Si entiendo lo que quiere decir O., tú eres Butch y yo soy Sundance.
—¿Cuál era Butch? —pregunta Ben.
—Newman —responde Chon—. Encaja, porque a ti se te da mejor lo filantrópico, mientras que yo soy el pistolero
sexy
.
—Y yo soy la chica —dice O. alegremente.
—¿No acababan matándolos a todos? —pregunta Ben.
—A la chica no —dice O.
Lado se cansa de seguir a aquellos
güeros
ricos y malcriados que van en limusina de un lado a otro de la Costa Dorada.
De todos modos, va bien echarles el ojo. Uno de ellos se mueve como un asesino y tendrán que tener cuidado con él. Es el que mandó a Elena a la mierda y ya sabemos cómo le sientan a Lado este tipo de comentarios.
El otro parece tierno y fácil. Ningún problema.
¿Y la
puta, la güerita
?
Lo que Lado no acaba de adivinar es de cuál de los dos es. ¿Qué polla mamará? Los dos la tratan como si fuera suya: le pasan un brazo por los hombros, la besan en los labios, pero los tíos no parecen estar a punto de liarse a topetazos.
¿Será posible que funcione con los dos?
¿Y ellos lo sabrán?
¿Y no les importa?
¡Qué salvajes!
Después de ir de bar en bar, deambulan por la tarima del paseo marítimo en la Playa Principal de Laguna: un arco suave, comprendido entre el Laguna Inn, al norte, y el viejo Hotel Laguna, al sur.
Palmeras altas y elegantes, flores tropicales y la luna que brilla sobre las olitas. Los campos de baloncesto, las pistas de voleibol, la zona de juegos.
La vieja torre del socorrista.
Es uno de los lugares preferidos de Ben en este mundo y, probablemente, el motivo por el cual siempre acaba por volver.
De modo que andan, tambaleándose un poco, y hablan de retirarse del negocio de la droga. Lo que él y Chon van a hacer, en quiénes se van a convertir. O. se entusiasma con la idea de la energía, pregunta si tal vez podría participar y la respuesta es afirmativa, desde luego. Aquel negocio es diferente del anterior: no hay riesgos, ni legales ni de ningún otro tipo, todo es limpio, todo transparente y a plena luz del día.
Después de blanquearlo, el dinero de la droga queda limpio y brillante, como la energía.
¡Qué contentos se ponen!
Hasta Chon está contento, después de haber pensado un poco y bebido mucho. Tal vez le convendría bajar un poco el nivel de adrenalina. Habrá que acostumbrarse, pero podría estar bien. Cambiar el hierro de las armas por el hierro de las turbinas, las palas y los paneles. Disparar electricidad, en lugar de balas.