Craig va vestido formalmente para la ocasión: vaqueros, zapatillas deportivas y una camisa con mangas. Pone la mano sobre el micrófono, sonríe y les dice:
—El fulano está nervioso.
—¿Podéis atravesar el cortafuegos de la DEA? —pregunta Ben.
Craig pone los ojos en blanco. Jeff sonríe y dice:
—Conocemos a los tíos que crearon el
software
. Majos, pero...
—Ya lo tengo —dice Craig.
Gira su silla para que Ben pueda ver la pantalla.
—Ahora está chupado —dice Craig al micrófono—: estoy viendo lo mismo que tú.
Se pone a parlotear en chino: conjuntos de números y letras, mucho «alt» por aquí e «intro» por allá. De vez en cuando, empieza a hablar con acento indio, porque le parece gracioso. («Sólo intento que nos relajemos un poco.») Pero no tiene gracia. Al cabo de unos veinte minutos, Craig dice al teléfono:
—Muy bien, dale al botón y dame el mando.
Dennis lo hace.
—Perfecto. Ahora es como Amazon —dice Jeff a Ben—. Que disfrutes con la compra.
O. se crea un nuevo personaje.
La heroína trágica.
Que no es lo mismo que la novia trágica del heroinómano marchoso, una fantasía anterior que tenía que ver con la adicción inexistente de Chon.
Está conforme con pasar a ocupar el centro del escenario o el centro del patíbulo —siempre y cuando no ocurra de verdad—, en lugar de representar el papel femenino secundario que uno ha visto en varios miles de películas y programas de televisión.
Entonces crea su personaje, tomando como modelo a mujeres famosas que han sido decapitadas o, para ser más precisos, a mujeres que se han hecho famosas por haber sido decapitadas, porque —o sea— nadie se acordaría jamás de ninguna de aquellas pollitas de no ser por lo espectacular de sus mutis.
O. recurre a la historia.
No ha sido tarea fácil, porque en realidad nunca ha leído nada. Todo el estudio de fondo para aquel papel procede del cine y de la televisión y de eso sí que ha visto mucho.
En todo caso, hace una lista (mentalmente):
María Antonieta, por supuesto.
Un vestuario de primera: la tía sabía comprar. Como sueltes a María Antonieta en South Coast Plaza o en Fashion Valley, verás lo que pasa.
O. conoce bien a Antonieta (gracias a su experiencia común, ya hasta se tutean) sobre todo por la película con Kirsten Dunst. La música de la peli era genial: New Order, The Cure, Siouxsie and the Banshees. A Antonieta la casaron a los catorce años, pero no consiguió que su marido le diera un revolcón hasta que por fin ella le explicó que era como meter una llave en una cerradura y parece que eso lo entusiasmó. Lo que pasa es que después se metió en la tira de follones por comer pastelillos y celebrar fiestas. O. se siente identificada, porque a Rupa tampoco le gustaba ninguna de las dos cosas. En realidad, en la peli no sale cuando a Antonieta le cortan la cabeza, aunque O. algo recuerda de las clases de historia del instituto y también que la chavala decía que «buenas son las tortas» y, en realidad, uno diría que estaba bien dicho, pero nunca se sabe lo que va a poner de mala uva a los franceses.
Además de Antonieta, está Ana Bolena, a quien O. conoce por la serie de televisión y por una película sobre su hermana. Parece que la pava era todo un putón que se había tirado a un montón de tíos, incluso, tal vez, a su propio hermano. A O. no le importa que fuera un putón: ella también se ha tirado a un montón de tíos y jamás ha tenido un hermano —porque Rupa tuvo suficiente con un embarazo, gracias, y, después de tener a O., se hizo una ligadura de trompas—, así que ¿quién sabe?
La cuestión es que la tía de la serie era supercachonda. Tenía un cuerpito menudo, como de gato, y era de lo más guarra. Ash y O. estaban fascinadas con ella y sobre todo con el tío que interpretaba a Enrique VIII, de modo que, cuando se engancharon, fue megaguay. Pero poco después el VIII se cansó de ella, que no pudo darle un hijo varón, y entonces la condenaron a muerte por haber follado con su hermano y con otro tío y ella salió de la Torre, toda recatada y bien chunga, y se arrodilló delante del tajo y extendió los brazos y tenía un cuello elegante y precioso, aunque, hablando de cuellos hermosos, el trofeo se lo lleva Natalie Portman, que hacía de Ana en la película, y la tal Ana era una calientapollas del copón. Eso es algo que O. nunca aprendió —en realidad, nunca lo intentó—, porque a ella le gustan mucho las pollas, conque ¿para qué aparentar lo contrario?
Así que tenemos a María Antonieta y a Ana Bolena.
También había una Catalina no sé qué, pero aquello correspondía a la cuarta temporada y todavía no lo habían puesto por la tele, así que O. no sabe nada sobre ella.
Además estaba lady Jane Grey, interpretada en aquella película vieja por la tía que trabajó en las películas de Harry Potter, que sólo fue reina durante nueve días —¡qué putada!—, pero O. no recuerda por qué le cortaron la cabeza; sólo sabe que así fue.
María Estuardo, reina de Escocia.
O. está casi segura de que fue decapitada, porque leyó que Scarlett Johansson iba a protagonizarla en la película, pero que algo pasó y al final la peli no se hizo, aunque a O. le parece que fue una equivocación, porque mogollón de tías menos tetudas que Scarlett —O. incluida— habrían soltado con gusto diez dólares para ver cómo le cortaban la cabeza.
O. se decanta por María Antonieta.
«Buenas son las tortas.»
Lo malo de la información no es obtenerla, sino seleccionarla. El problema no es que sea insuficiente, sino que hay demasiada. De alguna manera, es preciso averiguar qué es lo importante. Disponen de cinco memorias USB con información de todos los colores sobre el cartel de Baja. Ahora tienen que separar el grano de la paja hasta dar con lo que necesitan.
Las anfetas son útiles.
Antes, uno se pasaba toda la noche investigando a base de cafés y cigarrillos, los dos reporteros intrépidos buscando a Garganta Profunda, los polis amigos siguiendo una única pista hasta que el teniente cierra el caso por orden de alguien del despacho del alcalde.
A tomar por saco.
Ellos no fuman (cigarrillos) y Ben ya tiene la tripa suelta, así que ¿para qué empeorarla con un porrón de café italiano? —además, él sólo compra esa parida de comercio justo, que tiene gusto a tierra—, de modo que siguen la ruta farmacológica.
Palillos de dientes químicos para mantener los ojos abiertos.
Sentarse delante de un ordenador cargado de anfetas es como poner el coche en punto muerto y, al mismo tiempo, pisar con fuerza el acelerador.
Es acelerar a toda pastilla. (Nunca mejor dicho.)
«El barco no va a aguantar mucho más, capitán.»
«Pues, podría, Jim, si Ben lo enganchara con una mezcla de
indica
y
sativa
que te pone los nervios en punto muerto y el cerebro a toda máquina.»
El amanecer los encuentra...
¡Alto ahí!
El amanecer no «encuentra» nada, porque no busca nada. (Lo único que tiene el universo a su favor, según Chon, es su indiferencia.) Cuando sale el sol, siguen allí, estudiando minuciosamente la tira de material.
Ben, claro está, quiere contexto.
—No se puede analizar el contenido sin conocer el contexto —dice.
Eso lo aprendió en Berkeley.
Chon espera que a Ben no se le ocurra «deconstruir» el cartel de Baja. Chon preferiría «desconstruirlo», pero no a la manera de Derrida. Contexto, contenido... Su intención no había sido seguir aquel camino pero, ya puestos, sólo quiere entrar y cargarse a unos cuantos.
Está de mal humor por la falta de sueño, pero Chon sabe por experiencia que comete un grave error quien intenta dormir después de un colocón con anfetas.
Aquello es imparable: tienes que dejarlo correr hasta que se pasa solo. (Cuidado: tratar de dormir cargado de anfetas puede desencadenar un episodio psicótico. Conviene consultar al médico de inmediato. Asimismo, si la erección se prolonga más de cuatro horas, conviene consultar al médico enseguida y más vale encontrar un médico cachondo.) Ben no pretende deconstruir el cartel, sino que deconstruye la información. Parece que Dennis la ha obtenido en su mayor parte de una sola fuente, CI 1459, que no aparece identificada en el archivo.
Eso significa que Dennis no se lo ha revelado a nadie, ni siquiera a su propia gente. No es extraño: un informante no es más que eso, alguien que informa, y los burócratas no desperdician sus monedas.
«Lo averiguaremos cuando lo necesitemos», piensa Ben.
—De acuerdo; entonces, ¿cuál es el contexto?, ¡joder! —pregunta Chon.
La familia Lauter estaba compuesta por cuatro hermanos y tres hermanas.
Toma nota, Chéjov.
Elena estaba justo en el medio.
Encuentra una foto suya.
No cabe duda de que es una mujer madura muy atractiva.
Cabello negro como el ébano, pómulos altos, ojos marrones oscuros y el cuerpo menudo y firme.
La reina Elena.
Ha visto caer a sus hermanos uno a uno. El único hombre que queda en su familia es su hijo, Hernán, pero no es él, no es ese tío, no es capaz. Es ingeniero, es listo, podría aprender la parte comercial, pero no se toma en serio la ingeniería ni ninguna otra cosa, salvo —quizás— un buen coño.
Mamá lo sabía: sabía que él no era capaz de dirigir los negocios de la familia y, hasta cierto punto, ella habría querido simplemente hacerse a un lado y dejar que el Azul y Sinaloa se quedaran con todo, pero sabía también que sus rivales no permitirían que su hijo —la última polla que quedaba en pie— siguiera vivo.
Tuvo que hacerse cargo ella, aunque sólo fuera para salvarle la vida a él.
No quería encontrárselo en un barril de ácido.
Ella es la más capaz: tiene el cerebro, la experiencia, el apellido, el ADN, el brío, los hombres, la sangre fría, los cojones y los ovarios.
Además, descubre que le gusta dirigir, le gusta el poder.
Elena es atractiva —
sexy
, guapa, inteligente, eficiente— y utiliza todas sus virtudes para mantener a su alrededor a sus seguidores leales. Sin embargo, también es inexorable: o me quieres o te corto la cabeza. Es la Reina Roja.
El Azul, ex lugarteniente suyo, no lo soporta. Simplemente, no puede permitir que una mujer lo mangonee, aparte de que no la cree capaz. Es probable que también piense que no sabrá manejar las cuentas ni cuadrarlas, de modo que se abre y monta su propio negocio. Va a ver a los palurdos de Sinaloa y les dice:
—¿Querréis creer que quien dirige a los Lauter es una mujer? ¿Qué va a pasar cuando tenga la regla, eh?
—Ya te digo yo lo que pasa —dice Ben, que se calienta con el tema—: que a unos tíos les cortan la puta cabeza y que va a correr sangre, ¿vale?
Pero Elena es lista —siempre ha vivido en el mundo del narcotráfico y ya ha visto de todo—, de modo que analiza la situación con frialdad y se da cuenta de que, en una guerra contra el Azul y Sinaloa, lleva las de perder.
Según un análisis reciente, elaborado por Dennis, parece que la sección de Elena y Hernán del cartel de Baja se ha aliado con un grupo llamado Los Zetas.
—Los chicos del videoclip —dice Chon.
Hace poco, Los Zetas han establecido una rama al otro lado de la frontera, en California: un subgrupo llamado Los Treinta. Parece que la DEA no sabe demasiado acerca de ellos pero, aparentemente, los dirige un ex miembro de Los Zetas llamado Miguel Arroyo Salazar,
el Helado
.
Ben muestra a Chon la foto vieja del fichero en la que aparece un oficial de policía del estado de Baja California. Vuelven a mirar la grabación del vídeo de la rehén y se fijan en el hombre de la sierra mecánica que está de pie junto a O.
—¿Es el mismo? —pregunta Ben.
—Eso parece.
—El mismo tío con el que estuve hoy —dice Ben—. Nuestro nuevo jefe: Miguel Arroyo Salazar.
—Es un cabrón —dice Chon.
Más pronto o más tarde, se irá a la mierda.
—Así que —prosigue Ben— Elena recluta a Los Zetas, les paga bien, les asigna su propio territorio y les dice: «Id y prosperad». Id hacia el norte, jovencitos, y recuperad California.
A continuación, Ben formula una pregunta retórica:
—¿Por qué?
Chon da una respuesta retórica:
—Porque allí es donde está el dinero.
«¿O será por otra cosa?», reflexiona Ben.
Pero lo deja correr.
Lo primero es lo primero y en este momento lo primero es que O. regrese viva.
Comprar su regreso.
—Ya tenemos lo suficiente para empezar a movernos —dice Chon.
A la mierda el contexto. Vayamos al contenido.
«Hemos de tener cuidado —piensa Ben—. Tenemos que ser supercuidadosos porque, si el cartel de Baja llega a enterarse de que usamos su propio dinero para pagarles, matarán a O.»
Encuentran la dirección de la casa en uno de los archivos de Dennis.
Queda bastante retirada, en las nuevas urbanizaciones que hay al este, pegadas a las montañas.
Es zona de leones; bueno, no de leones africanos, sino de los felinos americanos, o sea, de pumas.
Hace meses que Dennis la tiene bajo vigilancia. Ha sido alquilada por un tal Ron Cabral, abogado conocido, etcétera.
Ahora la vigilan Ben y Chon.
Observan los vehículos que llegan y se van, tarde por la noche o de madrugada, por lo general antes del amanecer. Se hacen una idea de cuándo se realizan los viajes, cuando llegan las entregas, cuándo salen, la cantidad de hombres...
Un depósito clandestino.
Allí guardan el dinero hasta que lo empaquetan y lo mandan al sur.
O no, según lo que haya que hacer.
Chon aparca el Mustang a tres kilómetros de allí y atraviesa a pie el chaparral denso que cubre la ladera.
Casi le agrada tener que volver a andar a gachas.
Se deja caer de culo, saca los prismáticos y escudriña el terreno hasta que encuentra lo que está buscando: una curva pronunciada en el camino, lejos de las casas. Le toma una instantánea mental y la archiva.
I-Rock-and-Roll, Istanlandia, el sur de California.
Una emboscada siempre es una emboscada.
Es una emboscada.
Lo repasan todo millones de veces, según Ben.
Aunque no las suficientes, según Chon.