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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Sangre de tinta (66 page)

BOOK: Sangre de tinta
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Cabeza de Víbora parecía aún más fatigado por la falta de sueño que en su último encuentro. Su rostro sombrío ostentaba manchas, sus labios estaban exangües, sólo el rubí de su tabique nasal despedía un brillo rojizo. Nadie podría precisar cuántas noches llevaba sin dormir.

—Así pues has terminado —dijo él—. Como es natural, tienes prisa por reunir te con tu mujer, ¿no es así? Me han informado que pregunta por ti día tras día. Eso seguramente es amor, ¿verdad?

Un juego, sólo un juego… Pero no lo parecía. Nada había causado nunca una impresión más real que el odio que Mo sintió cuando alzó la vista hacia aquel rostro tosco y altivo. Y de nuevo sintió latir en su pecho su nuevo corazón, tan frío.

Cabeza de Víbora hizo una señal a Pífano y el de la nariz de plata se le aproximó con aire desafiante. Le costó entregar el libro a esas manos enguantadas. Al fin y al cabo, era lo único que podía salvarlos. Pífano percibió su repugnancia, le dirigió una sonrisa burlona… y llevó el libro a su señor. Después, con una breve mirada a Zorro Incendiario, se situó justo al lado del trono, con una expresión altanera, como si fuera el hombre más importante de la estancia.

—¡Maravilloso, en efecto! —Cabeza de Víbora acarició las tapas de piel—. Sea o no un bandolero, entiende de la encuadernación de libros. ¿No opinas lo mismo, Zorro Incendiario?

—Los bandidos practican numerosos oficios —contestó—. ¿Por qué no iba a haber entre ellos un maldito encuadernador?

—Cierto, muy cierto. ¿Lo habéis oído? —Cabeza de Víbora se giró obsequioso hacia su séquito vistosamente ataviado—. Tengo la impresión de que mi heraldo sigue creyendo que me dejé engañar por una niña pequeña. Sí, piensa que soy un majadero crédulo comparado con Capricornio, su antiguo señor.

Zorro Incendiario intentó protestar, pero Cabeza de Víbora le ordenó silencio con un ademán.

—¡Calla! —agregó en voz tan alta que todos pudieron oírlo—. Imagínate que, pese a mi evidente estolidez, he hallado un camino para demostrar cuál de los dos se equivoca —con una inclinación de cabeza ordenó a Tadeo que se acercara. El bibliotecario se le acercó, solícito, y sacó pluma y tinta de su amplio manto.

—Es muy sencillo, Zorro Incendiario —a Cabeza de Víbora se le notaba que disfrutaba escuchándose—. ¡No seré yo, sino tú, quien escribirá primero su nombre en este libro! Tadeo me ha asegurado que después, con ayuda de un raspador creado en su día ex profeso por Balbulus, será posible eliminar las letras sin dejar rastro, de manera que luego nadie descubrirá en las páginas ni siquiera la sombra de tu nombre. Así que escribe tu nombre, sé que sabes hacerlo, y después pondremos una espada en la mano de Arrendajo y la hundirá en tu cuerpo. ¿No es una idea magnífica? ¿No quedará así demostrado, sin ningún género de dudas, que este libro realmente hace inmortal al que escribe su nombre en él?

Un juego. Mo vio que el miedo se extendía por el semblante de Zorro Incendiario como una erupción.

—¡Apresúrate! —se burló Cabeza de Víbora mientras pasaba el índice por los cierres del libro, sumido en sus pensamientos—. ¿Cómo es que has palidecido tan de repente? ¿Acaso este juego no responde a tus gustos? Ven y escribe tu nombre. Pero no el que te has dado a ti mismo, sino aquel que te dieron al nacer.

Zorro Incendiario miró a su alrededor en busca de alguien que le prometiese ayuda, pero nadie se presentó, ni siquiera Mortola. Esta permanecía quieta, con los labios blancos de tanto apretarlos, y si su mirada hubiera podido matar como solían hacerlo sus pócimas, seguramente el libro no le hubiera servido de nada a Cabeza de Víbora. Pero él se limitó a sonreírle… y entregó a su heraldo la pluma. Zorro Incendiario escudriñaba el cañón afilado como si no supiera qué hacer. Después lo hundió en la tinta con parsimonia… y escribió.

«¿Y ahora, qué, Mortimer?», se dijo Mo mientras el soldado que lo custodiaba se llevaba la mano a la espada. «¿Qué vas a hacer?» Sentía la mirada horrorizada de Meggie. Su miedo se asemejaba a una corriente de aire gélido.

—Espléndido —Pífano arrebató a Zorro Incendiario el libro de las manos apenas hubo terminado de escribir. Cabeza de Víbora hizo una seña a uno de los criados que esperaban al pie de las columnas de plata con fuentes repletas de fruta y pasteles. La miel goteó de sus dedos cuando se introdujo un pastel entre los labios.

—¿A qué estás esperando, Zorro Incendiario? —inquinó con la boca llena—. ¡Prueba tu suerte! Vamos, apresúrate.

Zorro Incendiario estaba inmóvil con los ojos clavados en Pífano que rodeaba el libro con sus largos brazos como si sostuviera a un niño. El de la nariz de plata respondió a su mirada con una sonrisa malévola. Zorro Incendiario le dio bruscamente la espalda… y bajó por las escaleras a cuyo pie esperaba Mo.

Rápidamente, Mo separó de su brazo la mano de Meggie y la apartó a un lado, a pesar de su resistencia. Los integrantes de la Hueste que los rodeaban, retrocedieron despejando el escenario, salvo uno que, a una señal de Cabeza de Víbora, se interpuso en el camino de Zorro Incendiario, desenvainó su espada y tendió a Mo la empuñadura de plata.

¿Seguía siendo ése el juego de Fenoglio?

Se le parecía. Al entrar en el salón, habría dado un brazo a cambio de una espada, pero ésta no la quería. Como tampoco el papel que alguien pretendía asignarle, fuera Fenoglio o Cabeza de Víbora.

—¡Cógela, Arrendajo! —el soldado que le ofrecía la espada se impacientaba, y Mo recordó la noche en la que había empuñado la espada de Basta para expulsar a él y a Capricornio de su casa. Recordaba el tremendo peso del arma en su mano, y el reflejo de la luz en la pulida hoja…

—No, gracias —dijo dando un paso atrás—. Las espadas no forman parte de las herramientas de mi oficio. Lo he demostrado con mi libro, ¿no?

Cabeza de Víbora se limpió la miel de los dedos y lo observó de la cabeza a los pies.

—¡Pero Arrendajo! —repuso, asombrado—. Lo acabas de oír. No exigimos una especial habilidad. Sólo tienes que hundirla en su cuerpo. No creo que sea muy difícil.

Zorro Incendiario miraba fijamente a Mo, los ojos turbios de odio. «¡Pero fíjate en él, cretino!», pensó Mo. «Él te la clavaría sin vacilar, de manera que ¿por qué no lo haces tú?» Meggie comprendía sus razones. Lo notaba en sus ojos. Quizá Arrendajo empuñase la espada, pero su padre seguro que no.

—Olvídalo, Víbora —replicó en voz alta—. Si tienes una cuenta pendiente con tu perro sanguinario, sáldala tú mismo. Nuestro acuerdo es otro.

Cabeza de Víbora lo contempló con sumo interés, como si un animal exótico hubiera irrumpido por equivocación en su sala. Luego rió.

—Me gusta la respuesta —exclamó—. Sí, de veras. ¿Y sabes una cosa? Constituye la prueba definitiva de que capturé a la persona correcta. Tú eres Arrendajo, no hay duda, menudo zorro astuto debes de ser. A pesar de todo, cumpliré el trato.

Y tras esas palabras, hizo una señal al soldado que todavía ofrecía la espada a Mo. El soldado se volvió sin vacilar y clavó la larga hoja en el cuerpo del heraldo de su señor, de manera que Zorro Incendiario ni siquiera tuvo tiempo de retroceder.

Meggie soltó un grito. Mo la estrechó contra él y ocultó el rostro de la niña junto a su pecho. Zorro Incendiario contemplaba atónito la espada que sobresalía de su cuerpo como si formara parte de él.

Cabeza de Víbora acechó a su alrededor con una sonrisa de satisfacción, solazándose con el mudo horror que le rodeaba. Pero Zorro Incendiario agarró la espada que le asomaba del pecho, y con el rostro descompuesto extrajo la hoja muy despacio, pero sin vacilar.

En el gran salón se hizo un silencio sepulcral, como si todos los presentes hubieran contenido la respiración.

Cabeza de Víbora, sin embargo, aplaudió.

—¡Miradlo! —exclamó—. ¿Alguno de vosotros cree que habría podido sobrevivir a esa estocada? Sólo está un poco pálido, nada más. ¿No es cierto, Zorro Incendiario?

Su heraldo no contestó. Seguía quieto con la mirada fija en la espada ensangrentada que sostenía entre las manos.

Pero Cabeza de Víbora prosiguió en un tono que zanjaba cualquier discusión:

—Bien, creo que ha quedado demostrado. La chica no mentía y Cabeza de Víbora no es un necio crédulo que se trague cuentos infantiles, ¿conforme? —colocaba las palabras con el mismo cuidado que un animal de rapiña las patas. Le contestó el silencio. También Zorro Incendiario continuó callado, el rostro pálido de dolor mientras con una punta de su capa limpiaba su propia sangre de la hoja de la espada.

—¡Muy bien! —afirmó Cabeza de Víbora—. Asunto concluido… Ahora tengo un heraldo inmortal. Ya va siendo hora de decir lo mismo de mí. ¡Pífano! —exclamó volviéndose al hombre de nariz de plata—. Despeja la sala. Que salgan todos. Criados, mujeres, barberos, administradores, todos. Sólo se quedarán diez integrantes de la Hueste. ¡Tú también te irás! —increpó a Mortola cuando ésta intentó protestar—. Quédate con mi mujer y encárgate de una vez de que el niño cese en su llanto.

—Mo, ¿qué se propone? —susurró Meggie mientras los demás soldados desalojaban la sala.

Su padre sólo acertó a negar con la cabeza. Ignoraba la respuesta. Sólo percibía que el juego no había terminado ni mucho menos.

—Y nosotros, ¿qué? —preguntó a Cabeza de Víbora—. Mi hija y yo hemos cumplido nuestra parte del trato, así que libera a los prisioneros de las mazmorras y déjanos marchar.

Cabeza de Víbora alzó las manos en ademán tranquilizador.

—Sí, seguro, seguro, Arrendajo —contestó altanero—. Tú has mantenido tu promesa, y yo mantendré la mía. Palabra de honor de víbora. Ya he enviado a dos hombres abajo, a las mazmorras, pero desde allí hasta la puerta hay un largo trecho, así que haznos compañía un rato. Créeme, nos encargaremos de que te iertas.

Un juego. Mo miró a su alrededor y observó cómo las enormes puertas se cerraban tras los últimos criados. Ahora el salón parecía todavía más grande.

—¿Cómo te sientes, Zorro Incendiario? —Cabeza de Víbora observó a su heraldo con mirada gélida—. ¿Qué sensación produce la inmortalidad? ¿Fabulosa? ¿Tranquilizadora?

Zorro Incendiario callaba. Aún empuñaba la espada que lo había atravesado.

—Me gustaría recuperar mi propia espada —dijo con voz ronca sin quitar ojo de encima a su señor—. Ésta no sirve para nada.

—¡Bah, tonterías! Haré forjar otra para ti, mucho mejor, en agradecimiento al servicio que me has prestado hoy —repuso Cabeza de Víbora—. Pero antes queda por completar una fruslería, para que podamos volver a eliminar tu nombre de mi libro sin daño.

—¿Eliminar? —la mirada de Zorro Incendiario cayó sobre Pífano, que aún sostenía el libro entre sus brazos.

—Eliminar, sí. Recordarás que originalmente este libro debía hacerme inmortal a mí, no a ti. Mas para que tal suceda, el escribano tiene que escribir dentro tres palabras más.

—¿Para qué? —Zorro Incendiario se limpió con la manga el sudor de la frente.

Tres palabras. Pobre diablo. ¿Oía cerrarse la trampa? Meggie agarró la mano de Mo.

—Para hacer sitio, cabría decir. Para mí —precisó Cabeza de Víbora—. Y ¿sabes una cosa? —prosiguió mientras Zorro Incendiario le miraba sin comprender—. En premio por haberme demostrado con semejante altruismo la protección segura que este libro ofrece contra la muerte, podrás matar a Arrendajo en cuanto el escribano haya escrito esas tres palabras. Suponiendo que sea posible darle muerte. ¿Qué te parece la oferta?

—¿Cómo? Pero ¿qué estás diciendo? —Meggie alzó la voz aterrorizada, pero Mo le tapó rápidamente la boca con la mano.

—¡Meggie, por favor! —musitó—. ¿Has olvidado lo que dijiste de las palabras de Fenoglio? No me sucederá nada.

Pero ella se negaba a escucharle. Se agarraba a él entre sollozos, hasta que dos soldados la apartaron tirando de ella sin miramientos.

—¡Tres palabras! —Zorro Incendiario se acercó a Mo.

¿No acababa de darle pena momentos antes? «Mortimer, eres un majadero», se dijo Mo.

—Tres palabras, cuéntalas bien conmigo, Arrendajo —Zorro Incendiario levantó la espada—, a la cuarta te la clavaré, y eso te dolerá, te lo prometo, aunque quizá no te mate. Sé de lo que hablo.

A la luz de las velas, la hoja de la espada parecía de hielo y lo bastante larga como para ensartar a tres hombres. En algunos lugares aún llevaba adherida la sangre de Zorro Incendiario como un óxido sobre el metal brillante.

—¡Adelante, Tadeo! —exclamó Cabeza de Víbora—. ¿Recuerdas las palabras que te mencioné? Escríbelas, una tras otra, pero no las pronuncies. Cuéntalas simplemente.

Pífano abrió el libro y lo sostuvo ante el anciano. Con dedos temblorosos, Tadeo sumergió la pluma en el tintero.

—Una —dijo, y la pluma arañó el papel.

—Dos.

Con una sonrisa, Zorro Incendiario apoyó la punta de la espada en el pecho de Mo.

Tadeo levantó la cabeza, volvió a mojar la pluma en la tinta… y miró, inseguro, a Cabeza de Víbora.

—¿Te has olvidado de contar, anciano? —inquirió.

Tadeo se limitó a negar con un movimiento de cabeza y volvió a inclinar la pluma sobre el papel.

—Y… tres —repuso con un hilo de voz.

Mo oyó a Meggie gritar su nombre y clavó la vista en la punta de la espada. Las palabras, únicamente las palabras lo protegían de aquella hoja afilada y brillante…

Pero en el mundo de Fenoglio con eso bastaba.

Los ojos de Zorro Incendiario se dilataron, asombrados y etados al mismo tiempo. Mo vio cómo intentaba traspasarlo con su último aliento, arrastrarlo con él al lugar donde lo enviaban la pluma y la tinta, pero la espada se le cayó de entre las manos y se desplomó a los pies de Mo.

Pífano bajó la vista en silencio hacia el muerto, mientras Tadeo dejaba caer la pluma y se apartaba del libro en el que acababa de escribir temiendo que al instante siguiente también pudiera matarlo a él, en voz baja, con una única palabra.

—¡Sacadlo de aquí! —ordenó Cabeza de Víbora—. Antes de que las Mujeres Blancas vengan a llevárselo de mi castillo. ¡Apresuraos!

Tres miembros de la Hueste de Hierro transportaron a Zorro Incendiario. Las colas de zorro de su capa arrastraban por las losas del suelo mientras lo retiraban, y Mo quedó inmóvil con los ojos clavados en la espada caída a sus pies. Notó que Meggie lo rodeaba con sus brazos. Su corazón latía como el de un pájaro asustado.

—¿Quién desea un heraldo inmortal? —gritó Cabeza de Víbora al fallecido Zorro Incendiario—. Si hubieras sido un poco más listo, lo habrías comprendido —el rubí que adornaba su nariz parecía más que nunca una gota de sangre.

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