D'Agosta soltó un bufido.
—¿O sea que ese cabrón de verdad intentó matarte?
—Y no solo a mí. Creo que fue él quien te disparó cuando nos marchábamos de Penumbra. Y el que intentó matar a Laura Hayward cuando íbamos a visitarte al hospital de Bastrop. Es el eslabón que nos faltaba: el misterioso implicado en el Proyecto Aves.
—Increíble. Entonces, ¿es la persona que mató a tu mujer? ¿Su propio hermano?
Siguió un repentino silencio.
—No. No mató a Helen.
—Entonces, ¿quién lo hizo?
—Helen está viva.
D'Agosta apenas podía dar crédito a lo que oía. Lo cierto era que no lo creía. No supo qué decir.
La misma mano de dedos de acero lo volvió a sujetar.
—Después de dispararme, mientras me hundía en las arenas movedizas, Judson me confesó que Helen seguía con vida.
—Pero ¿tú no la viste morir? Recuperaste el anillo de su mano amputada. ¡Me lo enseñaste!
Durante un buen rato, en la buhardilla reinó el silencio. Luego D'Agosta volvió a hablar.
—Ese cabrón lo dijo para torturarte. —Contempló la figura que yacía en la cama y el destello de sus ojos grises. En él vio un deseo evidente: creer.
—Bueno, ¿cuál es tu plan?
—Lo encontraré, le pondré una pistola en la cabeza y le obligaré a llevarme hasta Helen.
D'Agosta se sintió consternado. El tono obsesivo de su voz y su desesperación no eran propios de su viejo amigo.
—¿Y si no hace lo que le dices?
—Lo hará, Vincent, confía en mí. Me aseguraré de que lo haga.
D'Agosta decidió no preguntarle cómo. Optó por cambiar el rumbo de la conversación.
—¿Cómo lograste salvarte con una herida de bala?
—Cuando el impacto del disparo me arrojó a las arenas movedizas, empecé a hundirme. Pero poco después, me di cuenta de que ya no me hundía más, de que mis pies se apoyaban en algo que estaba bajo la superficie, algo blando y que parecía flotar. Creo que era el cadáver de algún animal. Gracias a eso no me fui al fondo. Para dar la impresión de que me hundía, fui agachándome lentamente. Mi suerte fue que Judson se marchara sin esperar a ver cómo me ahogaba.
—Sí, menuda suerte —murmuró D'Agosta.
—Esperé cuatro, puede que cinco minutos —prosiguió Pendergast—. Sangraba demasiado para aguardar más tiempo. Entonces me levanté y, apoyándome en el animal, logré salir de las arenas movedizas e improvisé lo mejor que pude un vendaje compresivo. Estaba a kilómetros de distancia del pueblo más próximo y de la hostería.
Pendergast permaneció en silencio un par de minutos. Cuando volvió a hablar, su voz sonó un poco más firme.
—Judson y yo ya habíamos cazado en los páramos anteriormente, hará unos diez años. Durante aquel viaje tuve la oportunidad de conocer a un médico de la zona, un hombre llamado Roscommon. Compartíamos algunos intereses y nos hicimos amigos. Tiene su consulta en la aldea de Inverkirkton. El pueblo está a unos cuatro kilómetros de aquí y, por una feliz casualidad, se trata del lugar habitado más próximo en línea recta del lugar donde me dispararon.
—¿Cómo lo conseguiste? —preguntó D'Agosta al cabo de un momento—. ¿Cómo llegaste hasta allí sin dejar huellas?
—El improvisado vendaje contuvo la hemorragia; además, caminaba con muchísimo cuidado. La lluvia hizo el resto.
—¿Me estás diciendo que caminaste cuatro kilómetros con una herida de bala en el pecho, hasta la consulta de ese médico?
Pendergast lo miró fijamente.
—Sí.
—¡Santo Dios! Pero ¿cómo?
—De repente tenía algo por lo que vivir.
D'Agosta meneó la cabeza.
—Roscommon es un tipo más inteligente y sutil de lo habitual —prosiguió el agente del FBI—, y enseguida comprendió mi situación. Yo tenía dos elementos a mi favor: la bala había errado por poco la arteria subclavia y había salido por la espalda, de manera que no era necesaria una operación para que me la extrajeran. Roscommon logró hincharme de nuevo el pulmón y cortar la pérdida de sangre. Luego, al abrigo de la oscuridad, me trajo hasta aquí. Su tía me ha cuidado desde entonces.
—¿Su tía?
Pendergast asintió.
—Sí, cuidar de ella es la razón de que Roscommon siga aquí en lugar de haber abierto una lucrativa consulta en Harley Street. Él sabía que yo estaría a salvo entre estas cuatro paredes.
—O sea, que llevas un mes encerrado aquí.
—Y me quedaré hasta que esté lo bastante recuperado para terminar el trabajo.
—Me necesitas —dijo D'Agosta.
—No —repuso Pendergast con vehemencia—. No. Cuanto antes vuelvas a casa, mejor. Por el amor de Dios, Vincent, con tu descubrimiento es posible que hayas puesto al lobo sobre mi pista.
D'Agosta no dijo nada.
—Tu mera presencia aquí me pone en peligro. No tengo la menor duda de que Judson anda por los alrededores. Seguro que está muerto de miedo. No sabe si estoy vivo o muerto. Pero si te ve, y más si te ve cerca de esta casa...
—Habrá otra manera de ayudarte.
—Ni hablar. Ya estuve a punto de conseguir que te mataran una vez. El capitán Hayward no me lo perdonaría nunca si eso volviera a suceder. Lo mejor que puedes hacer por mí, lo único que puedes hacer, es regresar a Nueva York y a tu trabajo y no decir una sola palabra de todo esto a nadie. Lo que tengo que hacer, debo hacerlo solo. No digas nada a nadie, ni a Proctor ni a Constance ni a Hayward. ¿Entendido? Necesito ponerme en forma antes de vérmelas con Judson. Y lo atraparé si antes no me atrapa él a mí.
D'Agosta sintió la punzada de aquel último comentario. Miró a Pendergast, tumbado en la cama, tan débil físicamente, pero tan fuerte mentalmente, y una vez más le sorprendió la fanática obsesión que brillaba en sus ojos. Sin duda amaba mucho a esa mujer.
—De acuerdo —dijo a regañadientes—. Haré lo que me pides, pero tendré que contárselo a Laura. Juré que no volvería a engañarla.
—Muy bien. ¿Quién más está al corriente de tus intentos de encontrarme?
—El inspector Balfour y algunos otros. No he tenido más remedio que hacer preguntas.
—Eso quiere decir que Esterhazy también se ha enterado. Bien, podríamos aprovechar eso a nuestro favor. Quiero que digas a todo el mundo que tu búsqueda ha sido infructuosa y que ahora estás convencido de que he muerto. Luego vuelve a casa y guarda luto de la forma más llamativa posible.
—Si eso es de verdad lo que quieres...
Pendergast lo miró con sus acerados ojos.
—Insisto.
Nueva York
El doctor John Felder caminaba por el resonante pasillo del hospital Mount Mercy con una delgada carpeta bajo el brazo y acompañado por el médico encargado, el doctor Ostrom.
—Gracias por permitir esta visita, doctor Ostrom —dijo.
—En absoluto. ¿Puedo suponer que su interés por ella no será pasajero?
—En efecto, su condición es... única.
—Muchos de los aspectos relacionados con la familia Pendergast lo son. —Ostrom estuvo a punto de añadir algo más, pero calló, como si ya hubiera hablado más de la cuenta.
—¿Dónde está Pendergast, su tutor? —preguntó Felder—. He intentado ponerme en contacto con él.
—Me temo que para mí ese hombre es un misterio. Va y viene de modo intempestivo, hace todo tipo de exigencias y después se esfuma. No me parece una persona de trato fácil.
—Entiendo. Entonces, ¿no tiene usted objeciones a que continúe visitando a la paciente?
—Ninguna. Estaré encantado de compartir mis observaciones con usted, si lo desea.
—Gracias, doctor.
Llegaron a la puerta, y Ostrom llamó con suavidad.
—Pase, por favor —fue la respuesta que se oyó al otro lado.
Ostrom abrió y dejó pasar a Felder. La habitación tenía el mismo aspecto que cuando este la había visto por primera vez, con la diferencia de que había muchos más libros. La estantería en la que antes había media docena de ejemplares albergaba varias veces ese número. Felder echó un vistazo a los títulos y vio entre ellos
Poesía Completa,
de John Keats;
Símbolos de transformación,
de Jung;
Los 120 días de Sodoma,
del marqués de Sade;
Cuatro cuarteros
, de Eliot; y
Sartor Resartus,
de Thomas Carlyle. Sin duda provenían de la biblioteca de Mount Mercy.
Había también otra diferencia: la única mesa de la habitación estaba cubierta de hojas tamaño folio llenas de densas líneas escritas acompañadas por elaborados bocetos, perfiles, naturalezas muertas, ecuaciones y diagramas al estilo de los de Leonardo da Vinci. Y allí, en el extremo de la mesa, se hallaba sentada Constance. Estaba escribiendo con una pluma de ganso y tenía un tintero de tinta azul-negra junto a ella. Alzó la vista cuando los dos hombres entraron.
—Buenos días, doctor Ostrom. Buenos días, doctor Felder —los saludó mientras apilaba las hojas y colocaba la última boca abajo, sobre el montón.
—Buenos días, Constance —dijo Ostrom—. ¿Ha dormido bien?
—Muy bien, gracias.
Ostrom se volvió hacia su colega.
—Ahora los dejaré solos. Habrá un ordenanza en el pasillo, doctor Felder. No tiene más que llamar a la puerta para que le abran.
Dio media vuelta y salió. Felder oyó el perno de la cerradura al correrse. Al volverse vio que Constance lo miraba con expresión de curiosidad.
—Por favor, siéntese, doctor Felder —le dijo.
—Gracias.
El médico tomó asiento en la otra única silla del cuarto, igualmente atornillada al suelo. Sentía interés por las cosas que Constance había escrito, pero decidió que sería mejor abordar el tema en otra ocasión. Apoyó la carpeta en sus rodillas y señaló la pluma de ganso con un gesto de la cabeza.
—Curiosa elección como elemento de escritura.
—Era esto o lápices. —Hizo una pausa—. No esperaba volver a verlo tan pronto.
—Confío en que nuestras conversaciones no le parecieran desagradables.
—Al contrario.
Felder se agitó en su asiento.
—Constance, si no le importa, me gustaría hablar un poco con usted acerca de su infancia.
Constance se irguió ligeramente.
—Primero, quiero estar seguro de que la he entendido. Usted afirma que nació en Water Street en la década de 1870, pero no sabe el año exacto. Sus padres murieron de tuberculosis, y tanto su hermano como su hermana mayores murieron también pocos años después. Eso significaría que usted tiene... —hizo una pausa mientras calculaba—, más de ciento treinta años.
Constance no contestó, se limitó a observar tranquilamente a Felder. Este se sintió de nuevo impresionado por su belleza: su expresión inteligente y su abundante cabello castaño. Además, tenía mucho más dominio de sí misma de lo que era normal en una mujer que no aparentaba más de veintipocos años.
—Doctor —dijo ella por fin—, tengo muchas cosas que agradecerle. Me ha tratado con amabilidad y respeto, pero si ha venido para burlarse de mí, me temo que la buena opinión que tengo de usted se resentirá.
—No he venido a burlarme de usted —repuso Felder con sinceridad—. Estoy aquí para ayudarla, pero antes debo comprenderla lo mejor posible.
—Le he dicho la verdad. Puede creerme o no.
—Deseo creerla, Constance. Pero póngase en mi lugar. Es biológicamente imposible que tenga ciento treinta años de edad. Por eso busco otras explicaciones.
La joven permaneció callada durante un momento.
—¿Biológicamente imposible? —dijo al fin—. Doctor, usted es un hombre de ciencia. ¿Cree que el corazón de una persona se puede trasplantar a otra?
—Por supuesto.
—¿Y cree que mediante radiografías con rayos-X y máquinas de resonancia magnética se pueden obtener imágenes de la estructura interna del cuerpo sin tener que recurrir a técnicas invasivas?
—Desde luego que sí.
—En la época en que yo nací, tales cosas habrían sido consideradas biológicamente imposibles. Pero ¿puede la medicina retrasar el envejecimiento y alargar la vida más allá de sus plazos naturales?
—Bueno..., quizá alargar la vida, sí. Pero hacer que una mujer conserve su aspecto de veinte años durante casi siglo y medio..., no, lo siento, eso es imposible. —Felder se daba cuenta de que su propia convicción flaqueaba—. ¿Me está diciendo que eso fue lo que le pasó, que fue usted objeto de algún tipo de tratamiento médico que le alargó la vida?
Constance no contestó. De repente Felder sintió que estaba llegando a alguna parte.
—¿Qué ocurrió? ¿Cómo fue? ¿Quién llevó a cabo el tratamiento?
—Decir más por mi parte sería traicionar un secreto. —Constance se alisó el vestido—. En realidad ya he hablado más de lo que debía. La única razón por la que se lo he dicho es porque tengo la sensación de que desea ayudarme de buena fe. Pero no puedo contarle más. Creerme o no depende únicamente de usted, doctor.
—Está bien. Le agradezco que haya confiado en mí. —Felder titubeó—. Me preguntaba si me haría usted un favor.
—Desde luego.
—Me gustaría que retrocediera a su infancia en Water Street, a sus primeros recuerdos de la niñez.
Ella lo miró fijamente, como si buscara en su expresión cualquier atisbo de trampa o engaño. Transcurrido un momento, asintió.
—¿Recuerda con cierta claridad Water Street, donde vivió? —inquirió Felder.
—Sí.
—Usted tenía aproximadamente cinco años cuando sus padres murieron.
—Sí.
—Hábleme de su entorno inmediato, me refiero a los alrededores de la casa donde vivían.
Durante un momento los vivaces ojos de Constance parecieron perderse en la lejanía.
—Al lado de nuestra casa había un estanco. Recuerdo el olor a Cavendish y a Latakia que entraba por la ventana de nuestro piso. En la casa del otro lado había una pescadería. Los gatos del vecindario solían reunirse en el muro de ladrillo del jardín trasero.
—¿Qué más recuerda?
—Al otro lado de la calle había una tienda de ropa para caballeros. Se llamaba London Town. Me acuerdo del maniquí del escaparate. Un poco más allá estaba la botica Huddell's; la recuerdo bien porque una vez mi padre nos llevó allí y nos compró un penique de caramelos. —Sus ojos brillaron con aquel recuerdo.
A Felder aquellas respuestas le parecieron más que inquietantes.
—¿Y qué me dice del colegio? ¿Fue al colegio de Water Street?
—Había un colegio en la esquina, pero yo no fui. Mis padres no podían costearlo. En aquella época no existía la educación universal y gratuita. Ya se lo dije: soy autodidacta. —Hizo una pausa—. ¿Por qué me hace estas preguntas, doctor Felder?