Sangre fría (13 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

BOOK: Sangre fría
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—Tengo curiosidad por saber hasta qué punto sus recuerdos son detallados.

—¿Por qué? ¿Para convencerse de que no son más que una forma de autoengaño?

—En absoluto. —Su corazón latía a toda prisa y tuvo que hacer un esfuerzo para disimular su nerviosismo e inquietud.

Constance lo miró a los ojos y pareció leerle el pensamiento.

—Si no le importa, doctor, estoy cansada.

Felder cogió la carpeta y se levantó.

—Gracias, Constance, le agradezco su franqueza.

—De nada.

—Y si le sirve de algo —añadió Felder de repente—, la creo. No entiendo lo que me ha contado, pero la creo.

La expresión de Constance se suavizó. Hizo una leve inclinación de cabeza.

Felder fue hasta la puerta y llamó. ¿Qué lo había empujado a hacer tan impulsiva declaración? Oyó una llave girar en la cerradura y apareció un ordenanza.

Una vez en el pasillo, mientras el hombre cerraba de nuevo la puerta, Felder abrió la carpeta. Dentro había un artículo que el
New York Times
había publicado aquella misma mañana. En él se hablaba de un descubrimiento histórico reciente: el hallazgo del diario de un joven llamado Whitfield Speed, que había vivido en Catherine Street desde 1869 hasta su prematura muerte en 1883, atropellado por un carruaje. Al parecer, a Speed, un entusiasta de Nueva York, le había encantado el libro
Survey of London,
de Stow, y pretendía escribir un relato igualmente pormenorizado de las calles y los comercios de Manhattan. Hasta el momento de su muerte solo había logrado llenar un diario completo con sus observaciones, documento que había permanecido olvidado en una buhardilla con el resto de sus posesiones hasta su reciente descubrimiento. Los especialistas lo consideraban una valiosa fuente para conocer la historia de la ciudad, ya que ofrecía datos muy detallados acerca de su vecindario, un tipo de información que no podía obtenerse de otras fuentes.

La casa de Speed, en Catherine Street, se encontraba a la vuelta de la esquina con Water Street. En sus páginas interiores, el
New York Times
había publicado uno de los detallados bocetos realizados por Speed, que incluía un mapa completo de dos calles: Catherine y la vecina Water. Hasta aquella mañana nadie había sabido exactamente qué comercios había en dichas calles, casa por casa, en la década de 1870.

Nada más leer la noticia, mientras desayunaba aquella mañana, a Felder se le ocurrió una idea. Desde luego parecía una locura, pues no hacía más que alimentar las fantasías esquizoides de Constance, pero era la oportunidad perfecta para comprobar con ella la veracidad de la información. Si la enfrentaba a la verdad —a la verdadera configuración de Water Street en 1870—, quizá lograra persuadir a Constance para que abandonara su mundo de autoengaño.

De pie en el pasillo, Felder examinó la imagen publicada por el diario y se esforzó por descifrar la antigua caligrafía que acompañaba al diagrama. De pronto se puso tenso. Había un estanco. Y, dos edificios más allá, la botica Huddell's. Al otro lado de la calle estaba la sastrería London Town y, en la esquina, la Academia para Niños Mrs. Sarratt.

Cerró la carpeta lentamente. La explicación era evidente, desde luego. Sin duda Constance había leído el artículo esa mañana. Una mente tan penetrante como la suya seguro que deseaba estar al tanto de lo que ocurría en el mundo. Suspiró y se encaminó hacia la recepción.

Se acercaba al vestíbulo cuando vio al doctor Ostrom conversando con una enfermera.

—Doctor... —dijo Felder; su voz denotaba ansiedad.

Ostrom lo miró arqueando una ceja.

—Constance ha leído el periódico esta mañana, ¿verdad? Me refiero al
New York Times...

Ostrom negó con la cabeza.

—¿No? —inquirió Felder—. ¿Está seguro?

—Desde luego. Los periódicos, las radios y los televisores a los que tienen acceso los pacientes están en la biblioteca, y Constance ha pasado toda la mañana en su cuarto.

—¿Nadie ha ido a verla? ¿Ninguna de las enfermeras, ningún miembro del personal?

—Nadie. Su puerta ha permanecido cerrada desde ayer por la noche. El libro de registro es claro en ese aspecto. —Miró a Felder fijamente—. ¿Hay algún problema?

De repente Felder se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración y exhaló lentamente.

—No. Muchas gracias.

Cruzó el vestíbulo y salió a la brillante luz del sol.

Capítulo 20

Corrie Swanson había colgado en Google un aviso de rutina para «Aloysius Pendergast». A las dos de la mañana, cuando encendió su portátil y abrió el correo, vio que tenía un aviso. Se trataba de un documento extraño, la transcripción del acta de una comisión de investigación celebrada en un lugar de Escocia llamado Cairn Barrow.

Una sensación de absoluta incredulidad la invadió mientras leía aquel texto escrito con un lenguaje seco y legalista. Carente del menor comentario, análisis o conclusión, el documento consistía en una serie de declaraciones de distintos testigos relativas a un accidente de caza ocurrido en las Highlands de Escocia. Un terrible e increíble accidente.

Lo leyó una, dos y tres veces, y su sentimiento de irrealidad creció con cada una de ellas. Estaba claro que aquel documento no era más que la punta del iceberg y que la verdadera historia yacía oculta bajo la superficie. Nada de todo aquello tenía sentido. Corrie sintió que sus sentimientos cambiaban de la incredulidad a la irrealidad y a una angustia desesperada. ¿Pendergast muerto de un disparo en un accidente de caza? Imposible.

Rebuscó en su bolso con manos temblorosas y sacó su agenda. Localizó el número de teléfono, vaciló, maldijo para sus adentros y marcó rápidamente. Era el número de D'Agosta, y no creía que le gustara que lo molestaran a esas horas. Que se fastidiara. Después de todo, no había cumplido su promesa de enterarse de lo sucedido ni de llamarla.

Maldijo nuevamente pero esta vez en voz alta cuando sus dedos se equivocaron y tuvo que repetir la marcación.

El teléfono sonó cinco veces y por fin respondió una voz femenina.

—¿Diga?

—Quisiera hablar con Vincent D'Agosta —dijo, oyendo el temblor de su propia voz.

Silencio.

—¿Quién llama?

Corrie respiró hondo. Si no quería que le colgasen el teléfono, no tenía más remedio que serenarse.

—Soy Corrie Swanson. Me gustaría hablar con el teniente D'Agosta.

—El teniente no está —fue la gélida respuesta—. Si quiere dejarle algún mensaje...

—Dígale que me llame. Me llamo Corrie Swanson. Tiene mi número de teléfono.

—¿Y es con referencia a...?

Respiró hondo de nuevo. Enfadarse con la mujer de D'Agosta, con su novia o con quien fuera no iba a ayudarla.

—El agente Pendergast. Intento saber de él —dijo, y añadió—: Trabajé con él en un caso.

—El agente Pendergast ha muerto. Lo siento.

Al oír aquello se quedó de piedra. Tragó saliva e intentó recuperar el habla.

—¿Cómo ha sido?

—Un disparo accidental en Escocia.

Ahí estaba. La confirmación. Intentó pensar en algo más que decir, pero su mente se había quedado en blanco. ¿Por qué D'Agosta no la había llamado? En cualquier caso, no tenía sentido seguir hablando con aquella mujer.

—Mire, dígale al teniente que me llame lo antes posible.

—Le daré el recado —fue la fría respuesta.

La comunicación se cortó.

Corrie se desplomó en el asiento, con la mirada fija en la pantalla del ordenador. Qué locura. ¿Qué iba a hacer? De pronto se sentía abandonada, como si acabara de perder a un padre. Y no tenía nadie con quien hablar ni con quien compartir su dolor. Su propio padre se encontraba a cientos de kilómetros de distancia, en Allentown, Pensilvania. De repente se sentía desesperadamente sola.

Abrió la página web sobre Pendergast que cuidaba con tanto cariño:

www.agentpendergast.com

Rápidamente, de manera casi automática, creó un recuadro con un marco y empezó a rellenarlo.

Acabo de saber que el agente P. —Agente Especial A. X. L. Pendergast— ha fallecido en un extraño y trágico accidente. Es algo terrible y apenas puedo creer que sea cierto. Me parece imposible que el mundo pueda seguir girando sin él.

Ocurrió durante una cacería en Escocia...

Sin embargo, mientras escribía el panegírico y luchaba por contener las lágrimas, los aspectos surrealistas de la historia se reafirmaron en su mente. Cuando hubo acabado y lo colgó, seguía preguntándose si creía lo que acababa de escribir.

Capítulo 21

El Foulmire, Escocia

Judson Esterhazy se detuvo para recobrar el aliento. Era una mañana atípicamente soleada, y los cenagosos páramos que lo rodeaban por los cuatro costados lucían con su intensa gama de verdes y marrones. A lo lejos divisó la oscura línea que delimitaba las Insh Marshes. A unos cientos de metros, asomando entre las colinas, se alzaba la pequeña casa conocida como Glims Holm.

Había oído hablar de ella, pero la había descartado porque se encontraba demasiado lejos del lugar del tiroteo y era un lugar demasiado primitivo para que Pendergast hubiera podido recibir la atención médica que su herida requería. Pero entonces se enteró de que D'Agosta había pasado por Inverkirkton, preguntando aquí y allá por Pendergast, y que Glims Holm había sido el último lugar que había visitado antes de regresar, decepcionado, a Estados Unidos.

Pero ¿era sincera su decepción? Cuanto más lo pensaba, más le parecía que aquel podría ser el lugar que Pendergast, en toda su perversidad, habría escogido para recuperarse.

Además, durante su búsqueda de antecedentes en los archivos oficiales del Shire of Sutherland había descubierto un detalle que había acabado de convencerlo: la extraña mujer que vivía en la casa de piedra que tenía ante sí era la tía del doctor Roscommon, un hecho que el buen doctor había tenido buen cuidado de ocultar a la gente de Inverkirkton.

Parapetándose tras unos tojos, sacó los prismáticos y examinó la casa. Vio a la mujer a través de las ventanas de la planta baja, haciendo algo ante una estufa y luego yendo de un lado para otro. Al cabo de un rato, sacó algo de la estufa, se apartó de la ventana y salió de su campo de visión. Por un momento había desaparecido, pero entonces volvió a verla a través de la ventana del primer piso llevando un tazón. Apenas lograba divisar su figura dentro de la buhardilla, inclinándose sobre alguien que parecía enfermo en una cama, ayudándolo a incorporarse y acercándole el tazón.

El corazón se le aceleró. Hundiendo su bastón en el blando terreno, dio un rodeo hasta llegar a la parte de atrás de la casa. Había un murete de piedra con una pequeña puerta de tosca madera que daba a un jardín trasero, con su cobertizo y su corral para las ovejas. Esa parte de la casa carecía de ventanas.

Miró alrededor y no vio a nadie. Los interminables páramos parecían desprovistos de vida. Sacó una pistola del bolsillo, se aseguró de que estuviera cargada y se aproximó a la casa con prudencia. Saltó al jardín, corrió a apoyar la espalda contra la pared junto a la puerta y arañó la madera con un dedo. Esperó.

La vieja bruja debió de oírlo, porque Esterhazy escuchó sus pasos y sus imprecaciones mientras se acercaba. Un pestillo se descorrió y la puerta se abrió. La anciana se asomó al exterior y soltó una maldición.

Con un movimiento ágil, Esterhazy le tapó la boca con la mano, la arrastró al exterior y le dio un golpe en la cabeza con la pistola, dejándola inconsciente. Luego tendió el cuerpo en el jardín y entró sigilosamente en la casa. La planta baja estaba compuesta por una única estancia. Echó un vistazo rápido alrededor y tomó nota de la estufa de hierro, los gastados sillones, las cornamentas de las paredes y la empinada escalera que subía a la buhardilla. Arriba se oía una respiración jadeante y estertórea. Y no se interrumpió.

Recorrió la planta baja con infinito cuidado y comprobó que no hubiera nadie escondido en el gran armario ropero del rincón. Luego, sin soltar la pistola, se acercó a la escalera. Estaba construida con gruesos tablones de madera que quizá crujieran ruidosamente.

Esperó al pie de la escalera, y aguzó el oído. La respiración seguía igual de laboriosa. Al cabo de un momento oyó que la persona de arriba se daba la vuelta en la cama con un gruñido de dolor. Esterhazy esperó cinco minutos. Todo parecía normal.

Levantó un pie, lo apoyo ligeramente en el peldaño inferior y fue cargando el peso hasta posarse en él del todo. La madera no crujió. Repitió el movimiento en el siguiente escalón y tampoco crujió. Fue subiendo con insoportable lentitud, consumiendo minutos y minutos, hasta que llegó casi arriba. A unos dos metros se veía la pata de una cama rústica. Se asomó despacio hasta poder ver quién estaba en la cama. Una figura yacía entre las sábanas: de espaldas a él, tapado, durmiendo, con una respiración trabajosa pero regular. Era un anciano flaco y enjuto, vestido con un grueso camisón; tenía el cabello blanco y casi tan revuelto y abundante como la bruja de abajo. O eso parecía.

Pero Esterhazy sabía que no era así.

En el suelo había una almohada. Se guardó la pistola y la recogió sin apartar los ojos del hombre de la cama. La sujetó con ambas manos y se agachó igual que un tigre. Saltó de repente y cayó en la cama, cubrió el rostro del hombre con la almohada y presionó con todas sus fuerzas.

Un grito ahogado surgió de debajo y una mano huesuda azotó y golpeó a Esterhazy. Sin embargo, no había arma alguna en ella, por lo que supo que su ataque había sido una sorpresa total. Presionó la almohada con más fuerza. Los apagados sonidos cesaron, pero el hombre siguió forcejeando débilmente y tirándole de la camisa. Esterhazy notó que el cuerpo que tenía bajo él se agitaba todavía con una fuerza inesperada para alguien tan gravemente herido. Una mano descarnada y huesuda tiró de los cobertores, como si los hubiera confundido con las ropas de su agresor. Las sábanas salieron volando con un último pataleo que dejó al descubierto el pecho del moribundo. Pendergast se estaba apagando. El final estaba próximo.

Entonces, algo hizo que Esterhazy se detuviera: las nudosas manos de su víctima. Observó en la penumbra el ajado cuerpo, las raquíticas y varicosas piernas. No había error posible, aquel físico era el de un anciano. Nadie podía disfrazarse de un modo tan realista. Sin embargo, lo definitivamente concluyente era la total ausencia de heridas, vendajes, cicatrices o cualquier cosa que pudiera hacer pensar en una herida de bala en aquel torso que subía y bajaba con sus últimos estertores.

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