Read Santa María de las flores negras Online
Authors: Hernán Rivera Letelier
Tags: #Drama, #Histórico
El recorrido de los huelguistas por la pampa es fructuoso. En verdad los operarios no se hacen mucho de rogar y en medio de un alegre chivateo van parando las faenas y uniéndose al grupo. A mitad de la marcha, entre el obreraje acumuchado, Olegario Santana se encuentra con dos de los pocos amigos que tiene en San Lorenzo. El barretero Domingo Domínguez, que es casi el único que lo visita en su casa de vez en cuando, y José Pintor, un carretero conocido entre los sanlorencinos como un ácrata crónico, «de esos que leen el diario en la mesa» como dicen los viejos en la pampa. Apenas Domingo Domínguez lo ve entre la masa de operarios, se acerca sonriéndole con toda su dentadura recién estrenada. Echándole su perpetuo aliento licoroso, le secretea que la noche anterior se había visto en el Campamento de Arriba nada menos que a José Brigg, el más renombrado anarquista de la oficina Santa Ana y de todo el cantón de Tarapacá. «Esto va en serio, compadre Olegario», le dice por lo bajo.
Cerca de las nueve de la mañana, ya con el sol chorreando espeso en la frente de cada uno, el tumulto de obreros que emergimos por el lado de las calicheras era simplemente glorioso. Los barreteros, los carreteros, los chulleros, los falqueadores, los punteros, los cateadores, los sacaboneros, los particulares y todos los patizorros, o asoleados, como les decían a los que trabajaban en el cerro, enarbolando sus herramientas de trabajo y rugiendo enronquecidos que viva la huelga, carajo, que ya estaba bueno de tanta jodienda, que la cuestión era ahora o nunca, ingresamos en una sola tolvanera de polvo por la calle principal de la oficina, rumbo al edificio de la Administración. El clamoreo de la huelga copaba el aire de las callejas de San Lorenzo y se colaba por las hendijas de las casas de calaminas, y su estruendo hacía abrir puertas y ventanas por donde se asomaban mujeres y niños maravillados haciendo señas de adiós a los hombres que marchaban con aire resuelto en la insurgente procesión proletaria.
Reunidos en la explanada de la administración, sin dejar de gritar por nuestras reivindicaciones, oímos de pronto —y nos quedamos arrobados por un instante de la emoción tremenda— cómo se paraban las máquinas de la planta procesadora: los chancadores, los cachuchos, las poleas rotatorias y cada uno de los motores, tornos y fresas de la maestranza. Y luego, de entre el silencio titánico de los fierros, vimos emerger una sucia nube de operarios de expresión dura y decidida. Eran los tiznados, como les decían a los compañeros que laboraban en las máquinas. Unos viniendo hacia nosotros con sus caras, manos y ropas ennegrecidas de alquitrán, y los otros a torso desnudo, embarrados de pies a cabeza y caminando a tranco firme con sus fragorosos calamorros de cuatro suelas superpuestas. Ahí estaban los derripiadores, los torneros, los herreros, los chancheros, los acendradores, los canaleros, los arrinquines y hasta los matasapos —en su mayoría niños de edad escolar—, gritando también, a coro y mano en alto, que viva la huelga, carajo; que aquí estamos junto a ustedes, hermanitos. Y hasta las últimas consecuencias. Exaltados y conmovidos, sentíamos como si en vez de sangre nos corriera salitre ardiendo por las venas.
La policía y los serenos de la oficina, esbirros del gringo Turner, sin poder hacer nada ante el tumulto enardecido de trabajadores, sólo se limitaban a observar desde lejos y a tomar nota mentalmente de nuestras caras. Éramos más de ochocientos los huelguistas reunidos en torno a los hermanos Ruiz, que no paraban de arengarnos y darnos ánimos para que no entregáramos la oreja al capitalismo, compañeritos; que lo que pedíamos era justo, que ya era hora de poner coto a la explotación y a la rapiña sin control de los oficineros abusadores. Mientras nosotros, eufóricos y vociferantes hasta la afonía, asentíamos a grito pelado enarbolando palas, machos, barretas y martillos como las más nobles banderas de lucha.
Se decía que los hermanos Ruiz habían oído hablar una vez a don Luis Emilio Recabarren en el puerto de Tocopilla y que ahí se les pegó el espíritu de la revolución. Y habían sido ellos, sin tener ninguna experiencia en movimientos laborales, los que planearon la huelga. Sin ser agitadores de profesión, ni logreros ni holgazanes ni inmorales —como catalogaban los salitreros a todo el que osara levantar la voz para reclamar sus derechos—, sino unos simples operarios explotados, igual que todos, habían llevado el trámite del conflicto con tanta convicción y de manera tan silenciosa, que incluso muchos de nosotros, los trabajadores, lo mismo que la jefatura de la oficina, habíamos sido sorprendidos en gran manera por la noticia.
Y es que hacía tiempo que los obreros de la pampa veníamos realizando peticiones salariales y sociales, no sólo en San Lorenzo sino que en todas las oficinas de todos los cantones de la pampa de Tarapacá. Y siempre habíamos recibido por única respuesta el desprecio de los administradores, el despido inmediato, sin ninguna clase de contemplaciones por la familia, y una represión siniestra para los cabecillas de la
rebelión
, como llamaban ellos al acto legítimo de pedir aumento de salario. Ahora la cosa era distinta. Se sabía, por los diarios de Iquique, que varios gremios de embarque de ese puerto salitrero se habían declarado también en huelga. De modo que ya no éramos los únicos. Y es que si la carestía de la vida producida por la baja de la moneda era malo para el país entero, para los pampinos resultaba angustiante y nefasto. El cambio de la libra a ocho peniques nos había rebajado el sueldo en casi un cincuenta por ciento, mientras que en las pulperías, de propiedad de los mismos oficineros, el precio de los artículos había subido al doble. ¡Si una sola marraqueta de pan costaba un peso enterito! ¡O sea, la cuarta parte del salario nuestro de cada día, paisanito, por la poronga del mono!
Y todo eso le dijimos al gringo Turner cuando, luciendo botas de montar, su cachimba entre los dientes, y ciñendo su cucaleco de safari que no se quitaba ni para tomar el té de las cinco, se dignó a encararnos en el porche del edificio. Resguardado por el sereno mayor que nos apuntaba con su rifle, mientras el calor del mediodía hacía crepitar las calaminas, el gringo nos oyó como se oyen ladrar los perros a la distancia. Endureciendo aún más la desdeñosa expresión de su rostro mofletudo, sin dejar de masticar su cachimba, con su jodido acento extranjero, nos dijo lo que ya sabíamos de antemano que nos iba a decir —lo mismo que decían siempre todos los administradores de todas las oficinas cada vez que los operarios se atrevían a pedir algunas mejoras salariales—: que él no estaba autorizado para esos menesteres de beneficencia; que debía consultar a la gerencia central en Iquique; que mañana, o tal vez pasado mañana, nos podría dar una respuesta. Sólo tal vez.
Por la noche de ese miércoles memorable, con una botella de aguardiente bajo el brazo, ya un tanto pasado de copas y el ánimo caldeado por la jornada de protesta, el barretero Domingo Domínguez se aparece por la casa de su amigo Olegario Santana. Que viene a prevenirlo, le dice gravemente, mientras llena dos vasos de vidrio grasiento, los únicos que hay en la casa. La Administración ha echado a correr el rumor de que el pleito laboral se ha resuelto y, por lo tanto, todo el mundo debía de salir normalmente a sus labores mañana por la mañana. Que no hay que hacer caso a los embustes de ese gringo piturriento, le dice el barretero, pronunciando las eses con un gracioso sonido sibilante producto de su prótesis dental aún no ajustada del todo y que tiene que adherir a cada rato al cielo de la boca presionando con los pulgares. Y porque ya se espera que la respuesta de mister Turner será negativa, como cada vez que se le ha pedido aumento de salario, un grupo de operarios de los más cercanos a los hermanos Ruiz, se había acabildado en una casa del Campamento de Arriba, en donde, por unanimidad, se acordó partir mañana temprano a recorrer las oficinas salitreras aledañas. Que hay que convencer a todos los obreros para que se unan a la huelga, carajo; que incluso se están pintando carteles con los pedidos y las reclamaciones más importantes, y todo el mundo está dispuesto a armar la gorda en la pampa marchando con banderas, bombos, tambores y platillos.
—¡La mecha está prendiendo que es un gusto, compadre Olegario! —se soba las manos de contento el barretero.
Y le cuenta, además, que para el domingo próximo se está programando un gran mitin en el pueblo de Zapiga, para hacerle llegar al Presidente de la República un memorial en donde se le expone en detalle la crítica situación que afecta a los obreros del salitre. «La pampa por fin se levanta, amigo mío». Y se pone de pie él mismo, y con gran pompa invita a Olegario Santana a brindar por el éxito de la huelga y por el advenimiento de días más justos.
—¡Ah, si sólo estuviera aquí don Luis Emilio Recabarren! —farfulla completamente exaltado Domingo Domínguez, relamiendo sus finos bigotitos de nieve tras la gorgorotada de aguardiente.
Luego, mientras Olegario Santana, mesando sus cabellos quiscosos, se queda absorto contemplando su cajetilla de cigarrillos, Domingo Domínguez le enjareta un discurso de media hora sobre la biografía del gran caudillo de los obreros chilenos, incluyendo, persecuciones, encarcelamientos, escarnios y atentados a su vida. La perorata es tan enrevesada y su amigo ya tiene la lengua tan cocida por el aguardiente —sin mencionar el escollo de su prótesis dental—, que lo único que Olegario Santana saca en limpio son dos cosas: uno, que don Luis Emilio Recabarren se halla asilado en la vecina República Argentina, para evitar la sentencia de 541 días de cárcel, dictada por los Tribunales de Justicia en el proceso contra la Mancomunal Obrera de Tocopilla, que él dignamente presidía; y dos, que este gobierno, compuesto de cabrones y bellacos langucientos, está vendido sin remedio al capitalismo europeo.
Delgado y pálido como pantruca, bigotillos canosos, el sombrero Panamá echado hacia atrás y el ánimo siempre canoro, Domingo Domínguez, con sus cincuenta y dos años de edad, es uno de los personajes más populares de San Lorenzo. Por una sola vez que había subido a cantar —como simple relleno— una marinera en una de las veladas culturales de la Filarmónica, el barretero gusta de presentarse a sí mismo como un artista del
bel canto
. Acariciando el anillo de oro que lleva en el dedo del corazón, mientras se curva en una grácil reverencia de minué, dice en tono engolado: «Domingo Domínguez,
chansonier
de San Lorenzo». Aparte de ser socio activo del Cuadro Artístico de la Filarmónica, Domingo Domínguez es Segundo Director de la Sociedad de Veteranos del 79 de la Oficina San Lorenzo, Portaestandarte de la Cofradía de la Virgen del Carmen, Presidente de la Comisión Ornato y Aseo de las Fiestas Patrias y mascota oficial del equipo de
foot-ball
de los barreteros. Esto último, merced a su reconocida buena suerte que ya iba adquiriendo visos de leyenda entre los obreros de las calicheras: ya eran cuatro los tiros echados que le habían estallado en los piques, y de los cuatro había salido ileso. «Usted nació en jueves santo, amigo Domingo», le dice a veces Olegario Santana, en una de las pocas chanzas que se le conocen.
Además de soltero empedernido, Domingo Domínguez es un reconocido bebedor de cantina. Pero de esos que en ningún momento pierden la flema y la sonrisa. «Yo soy bebedor; no borracho», dice con una dignidad teatral, mientras se manda al gaznate una tras otra las copas de aguardiente. Enrolado a última hora en la Guerra del Pacífico, sus amigos lo joden con que su única misión, en la única escaramuza en que participó, consistió en prepararles la «chupilca del diablo» a los soldados de su trinchera antes de salir a cargar con bayoneta calada contra el enemigo. Y es que el soldado raso
Chumingo Chumínguez
, como le decían en el batallón, era el único de la tropa que sabía mezclar la porción exacta de pólvora y aguardiente con que se arreglaba el mítico brebaje.
Al acabarse la botella del barretero, Olegario Santana abre una de las suyas para seguir la conversa. O más bien para seguir oyendo el monólogo seseante de su histriónico amigo de calichera. En el desorden desvalido de la habitación, bajo la luz pobre de un chonchón de parafina, un rosario de botellas llenas, vacías y a medio vaciar relucen tristes y sonámbulas diseminadas por los cuatro rincones polvorientos. En la pieza donde departen, que hace de comedor y cocina, no hay cuadros en las paredes ni cortinas en la ventana. Todo el amoblado consiste en la mesa desnuda, las dos bancas de palo bruto en que se hallan sentados y una ancha mecedora de mimbre blanco varada a un costado de la pieza, junto a la ventana. La mecedora, vieja y destejida, y como fuera de lugar, había sido el único trasto que la boliviana de aliento podrido aportó al amancebamiento. Al fondo, recortada por la penumbra movediza del chonchón de parafina, la cocina de ladrillos semeja un oxidado animal prehistórico echado sobre el piso de tierra. Junto a la cocina se ve una barreta de fierro, un durmiente a medio partir, una tinaja de agua y un lavatorio de loza todo desconchado en donde Olegario Santana se lava presa por presa, al irse y al llegar del trabajo.
En un momento de silencio, cuando Domingo Domínguez está a punto de decir que parece que pasó un ángel, compadrito, se oye el raspilleo de los jotes en las calaminas del techo. El barretero se manda al gaznate el último resto de la segunda botella y, tras pasarse la manga por la boca, le pregunta al calichero, con una desaforada expresión de asco en el rostro, que por qué crestas no mata de una vez por todas a esos pajarracos inmundos. Que así, con esos jotes piojosos cagando sobre el techo de su casa, no va a encontrar renunca a ninguna mujercita que quiera venirse a vivir con él.
—Ya me acostumbré a ellos —dice Olegario Santana.
Y con pausado acento meditabundo, sin despegar la vista de la cajetilla de cigarrillos, agrega como para sí que los jotes le han salido más fieles que cualquier mujer que él pudiera hallar por ahí, con suerte un poco mejor parecida que ellos.
—Las Yolandas sólo existen en dibujos, compadre —dice Domingo Domínguez en tono doctoral. Y enseguida le sale con la chunga de que, al fin y al cabo, compadre, hasta las mujeres más lindas y arrelingadas en el instante del amor colocan ojos de gallina poniendo.
A media noche, cuando Domingo Domínguez, entonando una polkita de moda, ya se marcha a su pieza de soltero, Olegario Santana le dice que a la mañana siguiente no podrá acompañarlo al recorrido por las otras oficinas. Aprovechará el paro laboral para lavar su ropa.