Read Santa María de las flores negras Online
Authors: Hernán Rivera Letelier
Tags: #Drama, #Histórico
Liria María lo mira con todo el amor del mundo brillándole en los ojos, y mueve la cabeza en señal de asentimiento.
—Jurémoslo aquí mismo —susurra él, arrebatado de amor—. Jurémoslo ante los ataúdes de estos dos angelitos muertos.
Entonces se quedan mirando a los ojos largamente y, luego, formando una cruz con los dedos índice y pulgar, y llevándosela a los labios —mientras Juan de Dios se los queda viendo con la boca abierta—, juran por Dios y por la Virgencita de la Tirana, que nunca más en la vida, querida mía; nunca más en la vida, amado mío, nada ni nadie los iba a volver a separar jamás. Ni siquiera la muerte.
Cuando, pasado las ocho de la noche, Gregoria Becerra se retira del velatorio junto a sus hijos, Idilio Montano va con ellos. Al verlos salir, Olegario Santana quiere acompañarlos, pero Domingo Domínguez le reprocha que aún es temprano y que eso es ser poco solidario con el dolor de los compañeros dolientes. Que está bien que se haya enamorado a estas alturas de la vida, pero que no se venga a poner amajamado, el compadre.
—¡No les digo que está hecho un pollerudo sin vuelta! —se mete, sin ocultar su bronca José Pintor.
Y dirigiéndose directamente a Olegario Santana, sentencia con gesto hosco:
—Además, me parece que puso el ojo en el cuero equivocado, amigo Olegario.
—¿Y por qué lo dice, amigo Pintor? —pregunta Olegario Santana, ya en franco tren de amostazamiento—. ¿Acaso ese cuero es suyo?
—¡Ahora no se van a pelear por una mujer, pues, carajos! —se atraviesa por delante Domingo Domínguez—. Acabo de encontrarme en el patio con la Confederación Perú-boliviana, y el parcito anda convidando con una botella de aguardiente que no quieren decir de dónde diantres la sacaron. Propongo fumar la pipa de la paz y partir a pecharles unas gorgorotadas.
Cerca de las diez de la noche, ya con los ojos encandelillados por los tragos de aguardiente —tragos que en el patio de la casa los Confederados reparten rumbosamente, con una generosidad y una prodigalidad digna de toda sospecha—, los amigos deciden irse a seguir la tomatina más en privado. Pero antes, Domingo Domínguez le quita la botella de aguardiente al confederado boliviano, y agarrándola por el cogote y diciendo que para ser tantos los bebedores parece milagrosa la bellaca, la vacía completamente, de un solo envión.
—¡Este chileno tiene güergüero de jote! —rezongan a coro los confederados.
—¡Hay que aprovechar de tomar antes de que nos emborrachemos, pues, hombre! —lo defiende riendo José Pintor.
—Esperemos un rato más y nos vamos al prostíbulo de la otra noche —dice Domingo Domínguez, luego de ahogar un eructo—. Ese es uno de los pocos boliches que la policía aún no ha descubierto.
—Claro, donde la tal Yolanda —dice José Pintor—. A ver si al encontrarse con la pájara de los ojos amarillentos, al amigo Jote se le quita la calentura por la señora Gregoria. Aunque capaz que ahora encuentre que la chimbera no está a su altura. Como no es una mujer muy casta que digamos.
Domingo Domínguez salta en el aire y, con la voz traposa y el índice en ristre, dice, mundanal:
—¡Ya no hay mujeres castas, compadre Pintor, sólo mujeres no-solicitadas!
Cuando los amigos se están retirando del velatorio, los Confederados los detienen a la salida. Completamente achispados, haciendo musarañas y gestos misteriosos, se los llevan hacia un lado y, bajando sibilinamente la voz, los invitan a que se vayan con ellos a seguir bebiendo y «a barba regada», dicen. Bailoteando su palito entre los dientes, José Pintor pregunta que a dónde diantres piensan ir a seguir con la tomatina si todos los boliches de este puerto de mierda se hallan cerrados como por duelo.
—Y el prostíbulo de Yolanda atiende pasado las doce de la noche —recalca Domingo Domínguez.
Los confederados se miran divertidos. Después, riendo una torpe risa de dientes verdes, el boliviano dice que no sean pendejos los chilenitos, que sólo tienen que cerrar sus bocotas hediondas a abrómicos y seguirlos: «Encontramos la Cueva del Tesoro», les secretea al oído el peruano.
En tanto, al llegar a la escuela, Gregoria Becerra con sus hijos y el joven Idilio, se hallan con una escandalera de padre y señor mío. Bilibaldo, el monito de la bailarina del circo se ha escapado hacia el recinto y todo el mundo, presa de excitación, lo busca y llama por su nombre. Cuando, bajo la luz anémica de los faroles del primer patio, alguien lo divisa cabriolando sobre la pérgola, se produce un festivo tumulto enrededor. El contorsionista de la risa vitrificada trepa ágilmente y tras varios intentos, que causan gran jolgorio entre el público, logra atraparlo por la cadenilla. Con él en brazos, el artista salta de la pérgola regalándole a los presentes una mortal voltereta en el aire. Entre los gritos de admiración y el aplauso entusiasta de la gente, la bailarina lo premia con un sonoro beso en la boca y, tras hacer, ambos, una graciosa reverencia circence, salen tomados de la cintura. Para los pampinos, que por un rato han olvidado los problemas del conflicto, esta ha sido la mejor función de circo que han presenciado en mucho tiempo.
Al ver a los artistas salir abrazados como novios, Idilio Montano y Liria María, parados a la entrada de la escuela, se miran a los ojos y, sin decir nada, se toman fuertemente de la mano.
A primeras horas de la mañana del viernes, en la azotea de la escuela se nombró una comisión para que fuera a saludar y dar la bienvenida al señor Intendente, en nombre del Comité Central y de todos los trabajadores venidos desde la pampa. La primera autoridad recibió a los dirigentes dentro de un trato más bien hosco y descortés —que no iba de ningún modo con el tono conciliador de su discurso de llegada—, y tras un breve intercambio de palabras los despidió sin más trámites de su despacho. Lo único que hizo fue advertirles gratuitamente que las fuerzas bajo su mando estaban dispuestas y tenían todos los medios necesarios para asegurar la paz y la tranquilidad de la ciudadanía de Iquique y la de toda la provincia, bajo cualquier circunstancia. Después, cerca de la una y media de la tarde, supimos que el Intendente se había entrevistado también con los industriales salitreros, y que en esa conversación, a la que asistió el general Roberto Silva Renard —quien se había mostrado particularmente mordaz con las razones del conflicto—, no se resolvió absolutamente nada. Los industriales se emperraron en su posición infranqueable de que, para tomar cualquier iniciativa respecto de un arreglo, los obreros primero debían volver a sus faenas en la pampa. Además, habían aprovechado la ocasión para advertir marrulleramente a la autoridad sobre lo peligroso que resultaba para los ciudadanos extranjeros, y en general para todos los habitantes de Iquique, la situación creada por la invasión de los pampinos, manifestándole con insidia que temían seriamente por sus vidas y la invulnerabilidad de sus bienes y propiedades privadas.
En verdad, en los últimos días, merced a la inmensa muchedumbre de huelguistas que nos habíamos tomado las calles y paseos del puerto —«cual de todos más cerril y abrupto», decían las señoritas de sociedad, sonrojándose detrás de sus abanicos—, había cundido la alarma en gran manera entre los vecinos principales. Sobre todo entre las encopetadas señoras de las colonias extranjeras. Sin embargo, todos sabíamos que los rumores de posibles desórdenes se habían maquinado y echado a correr desde los mismos salones del Club Inglés, y con tan hábil trapicheo que para ese viernes el temor ya había llegado a convertirse en pánico desatado entre las familias de alta alcurnia. Y ya era un secreto a voces que muchas de ellas, aterrorizadas por la situación reinante, habían abandonado sus hogares para buscar refugio en los buques surtos en la bahía; incluso se sabía de algunas familias que se habían desplazado hasta el puerto de Arica, distante cuatrocientos kilómetros de Iquique. Se decía, arteramente, que en cualquier momento los pampinos podríamos arremeter en un saqueo general a la ciudad, con toda la violencia y los horrores que una acción de esa naturaleza implicaba, es decir: robos, muertes, violaciones y secuestros de niños y mujeres. Que «esa caterva de rotos», como se nos trataba en los corrillos de la vida social, enfebrecidos por la furia de no poder lograr lo que pretendían, podrían llegar a la salvajada de incendiar la ciudad entera, manzana por manzana y casa por casa. Y el recuerdo del dantesco incendio acontecido hacía sólo unas cuantas semanas en el centro de Iquique, espeluznaba aún más a la medrosa aristocracia local.
Y para atizar más todavía el pánico de la población, el gringo John Lockett, dueño de varias oficinas salitreras, y superintendente de los bomberos, institución a la que la Intendencia había armado de carabinas, y entregado la custodia de las propiedades privadas y de los estanques de agua, andaba asegurando al que lo quisiera oír que en caso de enfrentamiento entre huelguistas y militares, gran parte de la tropa uniformada se negaría a disparar sus armas. Que a última hora los soldados se pondrían de parte de los huelguistas, pues la mayoría de ellos eran hijos de obreros, y por lo mismo no iban a disparar sobre los que podrían ser sus propios padres, tíos o hermanos.
Pasado el mediodía, cuando faltan poco minutos para las dos de la tarde, Olegario Santana y sus amigos hacen su entrada en el patio de la escuela. Aunque los tres vienen recién peinaditos, traen sus trajes hecho una miseria y las musarañas de la borrachera incrustadas aún vivas en sus facciones.
Había resultado que la Cueva del Tesoro era una habitación del conventillo El Obrero, a sólo una cuadra de la escuela, en donde los confederados descubrieron que vivía un boliviano que antes había trabajado de cachorrero en la pampa y que ahora se dedicaba a vender aguardiente falsificado. Y los amigos se quedaron allí bebiendo hasta la misma salida del sol. Olvidados por completo del tema de la huelga, discutieron sin parar, durante toda la noche —a propósito del enamoramiento de Idilio Montano y de Olegario Santana— nada más que de las
señoras mujeres
y sus nefastas consecuencias en la vida de los pobrecitos hombres. Y al amanecer, antes de echarse a dormir un rato en el suelo, sobre unos sacos de gangocho cedidos por el dueño del sucucho, habían logrado sacar en limpio y concordar en tres verdades inapelables: que la mujer bella era un peligro para los hombres; que la mujer fea era un peligro y a la vez una desgracia; y que, irrefutablemente, el mejor adorno de todas ellas, feas o bonitas, era el silencio.
Al ingresar a la escuela, tomando toda clase de precauciones para no encontrarse de sopetón frente a Gregoria Becerra —la matrona podría enrostrarles su mala conducta delante de todo el mundo—, los amigos encuentran que un olor raro impregna el ambiente. Luego descubren que es olor a creolina. Había ocurrido que ese día, temprano por la mañana, a pedido de los dirigentes, la Policía del Aseo del Laboratorio Químico Municipal se hizo presente en la escuela para desinfectar los baños y cada una de las aulas, en previsión de posibles brotes de epidemias. Y es que la promiscuidad y el hacinamiento en la escuela había llegado a tal extremo, que ya se hacía imposible de soportar, por más que se estuviese acostumbrado de toda la vida a los rigores de la pobreza, como lo estábamos nosotros. Pero las cosas andaban tan mal que la mayoría pensaba que si el conflicto no se resolvía luego, íbamos a terminar
entregando la herramienta
de todas maneras. Tal vez no a causa de una epidemia, pero sí de hambre, pues en los últimos días estábamos subsistiendo gracias nada más que a la concordia y la buena voluntad de algunos dueños de almacenes y factorías que seguían colaborándonos y auxiliándonos con vituallas, principalmente con porotos, papas y charqui de caballo.
Entre la gente que trajina en el primer patio, los amigos no divisan ni a Gregoria Becerra, ni a sus hijos, ni a Idilio Montano. Y tampoco los encuentran en la sala en donde duermen. Allí sólo se halla el matrimonio de la oficina Centro, que no sale a ninguna parte cuidando de su hija enferma. Aunque la mayoría de las mujeres tratan de no salir mucho del recinto, y se quedan cocinando o haciendo aseo, o cuidando los niños y los bártulos, Gregoria Becerra sí lo hace. Además de trabajar como todas en las tareas domésticas de la escuela, es una de las pocas mujeres que, codo a codo con los hombres, asiste a los mitines y va a la estación a recibir a los que llegan de la pampa.
Al ver asomar a los amigos en la puerta, la madre de Pastoriza del Carmen, con la niña acunada en los brazos, les alarga un paquete hecho en papel de envolver, todo manchado de grasa: «La señora Gregoria ha salido —les dice—, y me ha dejado el encargo de entregarles estas sopaipillitas». Cuando al rato entra Juan de Dios preguntando si ha llegado su madre, los amigos ya han comido y están terminando de fumarse cada uno su cigarrillo. El niño les cuenta que en la azotea están todos con el ánimo encapotado, pues las cosas no marchan bien con el señor Intendente. Cuando Olegario Santana, de manera desganada, le pregunta que a dónde ha ido su madre, el niño dice que ella y su hermana fueron a una casa de por ahí a la vuelta, en donde le prestan el baño. «Andan con mi cuñado, el volantinero», dice risueñamente.
Sucedía que, además de los hogares que albergaban a sus familiares o amigos venidos de la pampa, había gente de casas particulares, aledañas a la escuela, que solidarizaban diariamente con los huelguistas —sobre todo con las mujeres—, prestándoles el baño, llenándoles las botellas de agua o haciéndoles remedios caseros a los niños enfermos. A veces hasta invitando a comer a familias completas. Y es en una de estas casas que Gregoria Becerra y su hija Liria María están yendo a asearse y a usar el baño desde hace dos días. La familia, de la que se han hecho muy amigas, está compuesta por el matrimonio y sus siete hijos, tres hombres y cuatro mujeres. Uno de los hijos mayores es preceptor en la escuela Santa María, y les ha contado que los más felices con lo que está ocurriendo son precisamente los niños iquiqueños, pues la huelga les está librando de los exámenes de fin de año.
Mientras esa tarde Gregoria Becerra se queda más de la cuenta conversando con las mujeres de la casa, Idilio Montano y Liria María se dan una vuelta por el centro. Embellecidos por la reconciliación, los jóvenes caminan mirándose con una languidez que inspira lástima en el corazón de los transeúntes. Y es que ya se sienten novios de verdad, oficial y públicamente. Por la noche, al llegar del velatorio, antes de tenderse a dormir, Idilio Montano había apalabrado a la madre, y ésta, al ver a ambos llorando de amor, les dio finalmente su consentimiento para que se vieran como «enamorados con permiso». Sus ojos rebozaban de ternura cuando, abrazándolos, les dio su bendición. «Los amores nuevos son como niños recién nacidos —les dijo—: hasta que no han llorado no se sabe si realmente viven».