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Authors: Hernán Rivera Letelier

Tags: #Drama, #Histórico

Santa María de las flores negras (22 page)

BOOK: Santa María de las flores negras
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4.— La gente venida de la pampa y que no tiene domicilio en esta ciudad se concentrará en la escuela Santa María y plaza Manuel Montt.
5.— Queda prohibida absolutamente la venta de bebidas capaces de embriagar.
6.— La fuerza pública queda encargada de dar estricto cumplimiento al presente decreto.

Lo que se perseguía con la ley marcial, lo vimos claramente entonces, era impedir la llegada de más huelguistas pampinos a Iquique y rejuntarnos a todos en las dependencias de la Escuela Santa María para, de esa manera, facilitar las medidas que se tomarían luego con nosotros. Además de ser editado en la primera página de los diarios de la mañana, el decreto, publicado por bando, fue leído públicamente y luego fijado junto a los edictos públicos. Al mismo tiempo se establecía la censura telegráfica y cablegráfica y se notificaba a las imprentas un decreto que prohibía la impresión y venta de todo diario u hoja impresa, y que las infracciones serían severamente reprimidas (aunque en verdad lacensura nunca corrió para todos, porque después nos enteramos de que los gringos usaron el telégrafo cuántas veces quisieron y mandaron los cables que se les vino en gana durante todo el tiempo que duró la ley marcial). Mientras tanto, entre la ciudadanía comenzaban a circular dudosas listas de adhesión a las autoridades y de rechazo a la presencia de los huelguistas, y desde los despachos de la Intendencia se había organizado de tal manera el espionaje y el soplonaje dentro de la ciudad, que ese mismo día muchos vecinos comenzaron a ser citados e increpados duramente por haber emitido, en sus conversaciones privadas, opiniones contrarias al gobierno absoluto implantado en la provincia.

Hasta ese momento, nuestra última propuesta de arreglo consistía en que nos volvíamos todos a la pampa a reanudar nuestras labores y dejábamos en el puerto a una comisión negociadora, con la sola condición de que los industriales nos aumentaran en un sesenta por ciento el sueldo durante el mes que se calculaba durarían las negociaciones. Todos pensábamos que era lo más justo y equitativo, y que con eso se solucionaría de inmediato el conflicto. Pero en mitad de la mañana nos enteramos de una junta llevada a cabo entre el Intendente y los patrones, en donde éstos habían desechado tajantemente nuestra propuesta. Del mismo modo como habían desdeñado el ofrecimiento del Gobierno de Chile de compensarles hasta el cincuenta por ciento del aumento pedido por nosotros. La proposición presidencial fue recibida con frialdad por parte de los salitreros, argumentando con soberbia que el problema no era de dinero sino de respeto. Que ellos no podían resolver nada bajo la presión de la masa porque significaría una imposición manifiesta de los huelguistas, y eso les anularía el respeto de patrones y les haría perder para siempre su prestigio moral (nosotros no entendíamos de qué prestigio moral hablaban esos carajos). Y volvieron a insistir en su exigencia de que los obreros debíamos abandonar la ciudad y volver a la pampa al instante, pues nuestra presencia entorpecía las negociaciones y constituía una imposición perjudicial para el empleador. El gringo John Lockett expresó, muy suelto de cuerpo, que hacer cualquier tipo de concesión en aquellos momentos sería tomado por los huelguistas como un signo de debilidad, y sin duda conduciría a promover después más extravagantes demandas, con probablemente aún más desastrosos resultados. Cuando el Intendente propuso un tribunal arbitral, los magnates dijeron que aceptaban cualquier acuerdo, pero siempre manteniendo inflexible su exigencia de que nosotros debíamos volver antes al trabajo. Y agregando, además —los muy miserables—, que bajo ninguna circunstancia se aceptaba tampoco la demanda de que los salarios fueran pagados al cambio de 18 peniques.

La primera autoridad provincial extendió, entonces, una convocatoria a nuestros dirigentes para asistir a una reunión en la Intendencia, con el fin de discutir la propuesta de los patrones. Pero el Comité Central la declinó. Bajo el imperio de la ley marcial, los dirigentes sospecharon y temieron ser víctimas de una trampa para detenerlos, con el evidente propósito de descabezar el movimiento. En esos momentos ya era sabido de todos la detención de dirigentes de varias oficinas, quienes, apresados por los militares, fueron subidos en calidad de reos a bordo del buque «Zenteno». Toda esta represión —lo supimos después— se empezó a llevar a efecto siguiendo instrucciones precisas del Ministerio del Interior. El señor ministro, don Rafael Sotomayor, había mandado un cablegrama con carácter de «estrictamente reservado», en el cual expresaba al Intendente de la provincia que
«Sería muy conveniente aprehender cabecillas trasladándolos a buques de guerra»
. De modo que mediante una carta, los dirigentes expresaron su muy fundado temor y comunicaron al señor Intendente que, de ahí en adelante, todas las conversaciones se llevarían a efecto mediante comisiones o notas escritas. La carta decía lo siguiente:

«Iquique, diciembre 21 de 1907».

«En este momento este directorio central ha recibido verbalmente un llamado de V.S. al local de esa Intendencia.

El Comité ha creído que no podemos complacer a V.S. en este sentido porque la orden dada por V.S. el día de hoy desampara por completo nuestros derechos y, aún más, al no poder ir allá en la forma pensada es susceptible de desórdenes que pueden amargar la situación.

En esta caso creemos práctico que V.S. se sirva nombrar una comisión para entendernos en lo que V.S. desee, pues lo ocurrido en Buenaventura nos confirma que las garantías para el obrero se concluyen, y sería por demás doloroso que las fuerzas de línea tuvieran que luchar con el pueblo indefenso, como generalmente se hace y como nos da claro a comprender el bando publicado, en pago, parece, de las atenciones que los operarios en general han demostrado a V.S. y del orden y compostura que ese pueblo, que hoy se provoca, ha observado hasta hoy con sumo agrado de Chile entero, y no es posible desviarnos de esta senda.

Sírvase V.S. tomar en cuenta nuestras razones y ordenar lo que estime conveniente, insinuando este Comité el práctico camino de notas, o en su defecto, lo ya dicho, por medio de comisiones, teniendo V.S. la seguridad de que a tal efecto nosotros hoy como siempre, daremos las más amplias facilidades. Dios guarde a V.S».

Firmaban José Brigg, como presidente y M. Rodríguez B., como secretario.

A la hora del almuerzo, en los patios de la Escuela Santa María, los trabajadores pampinos, revolucionados por los últimos acontecimientos, nos movíamos y discutíamos entre nosotros en un estado de máxima tensión. Todos presentíamos que con la declaración del estado de sitio el fin de la huelga se hacía inminente. Completamente abatidos, sentíamos muertas todas las esperanzas. Si era cosa de ver lo contento que se veían los gringos en sus salones sociales —en contraste con el mutismo de los pocos partidarios de un avenimiento tranquilo— para darse cuenta de cómo iban a terminar las cosas.

A la entrada del patio de la escuela, en el grupo de huelguistas donde conversan Gregoria Becerra, José Pintor y Domingo Domínguez, se comenta con excitación el inusitado movimiento de tropas que hay a esas horas en las calles. Se ha sabido que por la mañana ha desembarcado la marinería armada desde los tres cruceros al ancla en el puerto, y que de la guarnición del «Esmeralda» se han bajado a tierra dos de sus ametralladoras. Para terminar el cuadro, la policía de Iquique, provista de lanzas, recorre las calles empujando a todos los huelguistas pampinos que encuentran a su paso hacia la escuela Santa María, que es el lugar de concentración indicado por el decreto. Los amigos coinciden en que el tono y la actitud de las patrullas —que disuelven a los grupos de trabajadores, incluso de menor número autorizado por el bando—, es la prueba fehaciente respecto a cómo se piensa poner fin a la huelga. Gregoria Becerra los mira con cara de pocos amigos.

—Están igual de pesimistas que el caballero don Olegario —les dice. Y luego se queda pensativa.

Al levantarse por la mañana no había visto a Olegario Santana durmiendo junto a sus amigos —a los que oyó llegar de madrugada—, y contra su voluntad, se había preocupado más de lo normal. Después, cuando los primeros obreros aparecieron a la escuela leyendo el diario en voz alta, enterando a todo el mundo sobre el estado de sitio, olvidándose por completo de su enojo, había ido corriendo a despertar a los hombres para contarles. Y, esta vez, al ver que Olegario Santana aún no llegaba, había estado a punto de preguntarles por él, pero se contuvo. De modo que ahora, aprovechando la coyuntura, no lo piensa más y les larga la pregunta directamente:

—Y a propósito ¿en dónde dejaron a su amigo, que no se ve por ningún lado?

José Pintor y Domingo Domínguez se miran confundidos ¿Serán capaces de decirle que el calichero se quedó a dormir en una casa de putas? Cuando están a punto de contestar cualquier cosa, los viene a salvar la acotación de una matrona de la oficina Esmeralda, arranchada con ellos en la sala, y que en esos momentos está ayudando a barrer el patio.

—Mucha gente ha comenzado a pedir que las embarquen de vuelta hacia el sur —dice la mujer, sin dejar de tirar escobazos—. Incluso se habla de pedir tierras para colonizarlas.

Un obrero de la oficina La Palma mete su cuchara para decir que en todo Iquique se anda comentando que los ingleses ya le han ganado el ánimo al Intendente. Que éste está resuelto a usar la fuerza para obligar a los huelguistas a volver a la pampa sin concederles un ápice de lo que piden. Y eso de enviar de vuelta al sur a los que se quisieran ir, ni soñarlo, porque para ellos sería como dejar sin castigo una rebeldía. Y ni las autoridades ni los señores industriales estaban dispuestos a permitirlo. Sobre todo estos últimos, pues para ellos era un deber ineludible doblegar a los amotinados, hacerlos entender que los patrones son ellos, y que como tales cuentan con todos los medios disponibles para hacerse obedecer de sus trabajadores.

—«¡
Mister
Eastman se pasó al partido inglés!», comentan decepcionados, algunos de los que habían creído de buena fe en las primeras palabras del Intendente.

En esos momentos, tomados de la mano, llegan Idilio Montano y Liria María. El volantinero cuenta que la gente de la casa donde les prestan el baño se halla sumamente alarmada con lo que está pasando, lo mismo que todas las familias de las viviendas circundantes. Temerosas de que los soldados se larguen a disparar, dice que han empezado a arrimar toda clase de trastos de fierro contra las paredes, cualquier cosa que pueda servir para detener las balas. Que como el edificio de la escuela es de madera, dicen que los proyectiles atravesarían las paredes limpiamente llegando hasta sus propias casas que en su mayoría también son de tablas.

Gregoria Becerra va a decir que no hay de qué preocuparse, que los soldados no van a disparar contra sus propios paisanos, más aún habiendo mujeres y niños de por medio, pero se acuerda de lo que habló la otra noche con Olegario Santana, y se muerde la lengua. El calichero le planteó sus dudas sobre el proceder de los militares chilenos. «Yo conozco bien a los soldados», había dicho don Olegario. Y al acordarse nuevamente de él, Gregoria Becerra vuelve a inquietarse por lo que pudo haberle ocurrido. Y tal vez por su culpa. En verdad, aunque hasta ahora no ha querido admitirlo, ella hace rato que ha comenzado a sentirse sola y desamparada en el mundo. Le parece increíble, pero, ahora, en estos momentos de peligro, siente que quién le hace falta a su lado no es su esposo, a quien Dios tenga en su Santo Reino, sino ese rudo hombre taciturno. No entiende muy bien por qué miércoles se ha acostumbrado tanto a su presencia hosca, a sus palabras parcas, a su imperecedero paletó negro. De sólo pensar que tal vez fue demasiada dura con él, que pudo haberlo herido en su orgullo de hombre, la mortifica, la pone ansiosa. Y es que, en verdad ese calichera retraído y de modales ásperos, la hace sentir por dentro algo que no sentía desde que su marido estaba vivo.

Su hija Liria María la devuelve a la realidad. Mimosamente le dice que el día está relindo para visitar la playa; si acaso le da permiso para ir con el joven Idilio. Ella se la queda mirando espantada. Y cuando, alzando las manos al cielo, está por decirle que si acaso está mala de la cabeza, la niñita; que si no sabe lo que significa el estado de sitio, Liria María se adelanta y le dice que no hay de qué preocuparse, mamacita, que ella está segura de que no ocurrirá nada malo, pues hace un ratito nomás había entrado un grupo de soldados jóvenes a la escuela a buscar las cocinas de los regimientos y que al preguntarles ella que por qué se las llevaban, uno de los ellos, el más joven de todos, levantándose la visera de su gorra militar y mirándola sonriente, le había respondido que porque hoy se arregla todo, pues, mi niña linda, y por la tarde ya todos ustedes estarán de regreso en la pampa.

Gregoria Becerra primero se enternece de tanta inocencia. Luego, iluminada de súbito, piensa que en verdad no es mala idea sacar a su hija de allí. Por lo menos a ella. Porque de su hijo menor no se desprendería por nada del mundo. Entonces manda a Liria María a que le vaya a buscar el pañuelo de cabeza que se le quedó en la sala, y aprovecha de hablar con Idilio Montano. Con voz grave, le dice que lleve a Liria María a la playa y que no vuelvan hasta que haya pasado todo. Que si los soldados disparan y algo le ocurriera a ella, deja a su querida hija en sus manos. Que confía plenamente en él. Pues en estos días ha aprendido a estimarlo y siente en su corazón que él la sabrá querer y cuidar como un hombre de ley. Luego, con los ojos humedecidos, lo abraza fuertemente.

—Nunca se arrepentirá de quererla, joven Idilio —le dice—. Ella nació en Talca, y las talquinas son muy buenas esposas.

19

Era la una y cuarenta y cinco minutos de la tarde cuando el pleno de las fuerzas militares disponibles —de tierra y de mar— comenzó a formar filas en la plaza Prat. El Comandante en Jefe, general de Brigada, Roberto Silva Renard, llevaba en un bolsillo de su guerrera el decreto firmado por el Intendente en el que,
«en bien del orden y la salubridad pública»,
se acordaba y se mandaba trasladar al local del
Club de Sports
a los huelguistas concentrados en la escuela Santa María y en la plaza aledaña.

Paseándose ante la formación militar —la mirada firme, la actitud napoleónica— el Jefe Militar de la Plaza expuso el plan de ataque. Luego, endureciendo aún más el acero azul de su mirada, bajo el inclemente sol de la siesta nortina, arengó enérgicamente a los soldados. Entre otras cosas, les dijo que los que estaban atrincherados en la escuela Santa María y en el sitio de la plaza Montt, no eran chilenos, sino una turba de subversivos y facinerosos, unos antipatriotas indignos y hostiles a la sociedad y al orden establecido. Que a ellos, como soldados de una patria libre y soberana, no les debía temblar la mano ni flaquearles el espíritu para disparar sus armas contra ese tropel de rotos apátridas que seguramente estaban pagados por el oro peruano. «Ellos son el enemigo de esta batalla», terminó rugiendo el general. En seguida, montó su cabalgadura blanca y, erguido, sólido como una estatua de bronce, sin rezumar una sola gota de transpiración, frente a un contingente de mil quinientos hombres que sudaban como bestias enfundados en sus uniformes de guerra, se puso en movimiento hacia el campo de operaciones. Soldados de los regimientos O'Higgins, Rancagua y Carampangue, junto a las tropas de la Artillería de Costa, más toda la marinería de los cruceros, formaban la infantería de su ejército en movimiento. Las ametralladoras del crucero «Esmeralda», flamantes y aún sin estrenar, constituían la artillería pesada. La caballería la conformaban las temibles tropas del Regimiento Granaderos y la dotación completa de policías del puerto que en su polvoroso trayecto por las calles de la población, armados de lanzas, fue obligando a todos los pampinos que traficaban por ellas, y a cualquier persona que se les cruzara en el camino, a marchar hacia el lugar de concentración.

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