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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

¿Se lo decimos al Presidente? (19 page)

BOOK: ¿Se lo decimos al Presidente?
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El tono cambió.

—Sí, me enteré del horrible accidente, si es que fue verdaderamente un accidente. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Necesito información confidencial. ¿Puedo ir a ver le inmediatamente?

—¿Se trata de Nick?

—Sí.

—Desde luego. ¿Puede reunirse conmigo a las ocho de la noche, en la esquina noreste de Twenty-first y Park Avenue South?

—Perfectamente —asintió Marc, mientras consultaba su reloj.

—Le estaré esperando.

El avión local de «Eastern Airlines» aterrizó pocos minutos después de las siete de la noche. Marc se abrió paso entre la multitud que se agolpaba alrededor del mostrador de equipajes y se encaminó hacia la parada de taxis. Un neoyorquino panzón, de edad intermedia, mal afeitado, con una colilla de cigarro apagada que bailoteaba entre sus labios, le llevo a Manhattan. No dejó de hablar un momento en todo el trayecto, pero se trataba de un monólogo que exigía pocas respuestas. Marc podría haber aprovechado ese tiempo para poner en orden sus pensamientos.

—Este país está lleno de mierda —dijo el cigarro bailarín.

—Sí —respondió Marc.

—Y esta ciudad no es más que un vertedero de basura en quiebra.

—Sí.

—Y la culpa la tiene el hijo de puta de Kennedy. Deberían ahorcarlo.

Marc se quedó como congelado. Probablemente lo repetían mil veces por día, pero en Washington alguien lo estaba diciendo muy en serio.

El coche se detuvo junto al bordillo de la acera.

—Trece dólares justos —dijo el cigarro bailarín.

Marc depositó un billete de diez y otro de cinco en la cajita plástica de la pantalla protectora que separaba al conductor del pasajero, y se apeó. Un hombre corpulento, bien entrado en los cincuenta y que vestía un abrigo de tweed, se acercó a él. Marc tiritó. Había olvidado hasta qué punto Nueva York podía ser frío en el mes de marzo.

—¿Marc Andrews?

—Sí. Adivinó bien.

—Cuando uno pasa su vida estudiando a delincuentes, empieza a pensar como ellos. —Estaba examinando el traje de Marc—. Sin duda los agentes federales visten mejor de lo que era norma en mis tiempos.

Marc no ocultó su embarazo. Stampouzis debía de saber que un agente del FBI ganaba casi el doble que un policía de Nueva York.

—¿Le gusta la comida italiana? —No esperó la respuesta de Marc—. Le llevaré a uno de los lugares favoritos de Nick.

Marcharon en silencio a lo largo de la larga acera, y el paso de Marc vacilaba cuando pasaban frente a la entrada de cada restaurante. De pronto, Stampouzis desapareció dentro de un portal. Marc lo siguió por un bar destartalado lleno de hombres que se inclinaban sobre el mostrador y bebían copiosamente. Hombres que no tenían esposas que les aguardaran, o que si las tenían, preferían no verlas.

Después de atravesar el bar entraron en un agradable comedor, con paredes de ladrillos. Un italiano alto y flaco los guió hasta una mesa situada en un rincón. Evidentemente, Stampouzis era un cliente estimado. Stampouzis no se molestó en leer el menú.

—Le recomiendo la
marinara
de camarones. Después, le dejo librado a su suerte.

Marc siguió su consejo y agregó una
piccata al limone
y media garrafa de «Chianti». Stampouzis bebió un Colt 45. Mientras comían hablaron de trivialidades. Después de pasar dos años en compañía de Nick Stames, Marc conocía los restos del credo mediterráneo: nunca hay que permitir que los negocios empañen el gozo de una buena comida. De todas maneras, Stampouzis todavía le estaba estudiando, y Marc necesitaba ganarse su confianza. Cuando Stampouzis hubo terminado una inmensa porción de
zabaglione
y se acomodó con su
espresso
doble acompañado por «Sambuca», levantó la vista hacia Marc y le habló en otro tono.

—Usted trabajó para un gran hombre, un justiciero singular. Si la décima parte de los agentes del FBI fueran tan concienzudos e inteligentes como Nick Stames, ustedes tendrían algo de qué alegrarse en su coliseo de ladrillo.

Marc le miró, pero no habló.

—No, no agregue nada acerca de Nick. Usted está aquí por eso, y no me pida que cambie la opinión que tengo del FBI. Hace más de treinta años que me ocupo de crónicas policiales, y el único cambio que he advertido en el FBI y la Mafia es que ambos han llegado a ser más grandes y poderosos. —Vertió el «Sambuca» en el café y lo sorbió con ruido—. Muy bien. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Todo oficiosamente —dijo Marc.

—De acuerdo —asintió Stampouzis—. En bien de ambos.

—Necesito dos datos. Primero, si algún senador tiene relaciones estrechas con el crimen organizado, y segundo, cuál es la actitud de la Mafia respecto al proyecto de Ley de control de armas.

—Cielos, usted sólo pide el mundo. ¿Por dónde debo empezar? La primera pregunta es más fácil de contestar, porque en verdad la mitad de los senadores tienen relaciones ambiguas con el crimen organizado, que yo llamo Mafia, aunque el término sea anticuado. Algunos ni siquiera se dan cuenta de ello, pero si se computa la aceptación de donaciones políticas de empresarios y grandes monopolios directa o indirectamente asociados con el crimen, entonces todo presidente es un criminal. Mas cuando la Mafia necesita un senador, lo recluta valiéndose de una tercera persona, e incluso esto es raro.

—¿Por qué? —preguntó Marc.

—La Mafia necesita influencias en el ámbito de cada estado, en los tribunales, en los negocios y en los órganos legislativos locales, y así por el estilo. Sencillamente no le interesan los tratados internacionales ni la designación de jueces del Tribunal Supremo. En términos más generales, hay algunos senadores que deben su éxito a vínculos con la Mafia. Son los que se iniciaron como jueces de tribunales civiles o como legisladores de un estado y recibieron el apoyo financiero directo de la Mafia. Es posible que ni siquiera ellos se den cuenta. Algunas personas no son demasiado puntillosas cuando pretenden ganar una elección. A esto se suman casos como los de Arizona y Nevada, donde la Mafia controla negocios lícitos, pero que Dios ampare a los extraños que pretendan competir. Finalmente, en el caso del Partido Demócrata, tenemos a los sindicatos, y sobre todo al de estibadores. Ya lo sabe, Marc. Treinta años de experiencia condensados en diez minutos.

—Excelente información general. ¿Ahora puedo pedirle algo más específico? Si nombro a quince senadores, ¿me dirá si entran en alguna de las categorías que ha enumerado? —preguntó Marc.

—Quizá. Póngame a prueba. Contestaré tan rápidamente como pueda. Pero no me apremie.

—Percy.

—Nunca —dijo Stampouzis.

—Thornton.

No movió un músculo.

—Bayh.

—No, que yo sepa.

—Duncan.

—No sé. No conozco bien la política de South Carolina.

—¿Church?

—¿El de la escuela dominical? ¿El de la honra de los boy scouts? ¿Bromea?

—Glenn.

—No. Por lo que cuentan sólo pierde el equilibrio en la bañera.

Marc siguió leyendo la lista. Stevenson, Biden, Moynihan, Woodson, Clark, Mathias. Stampouzis negaba con la cabeza.

—Dexter.

Titubeó. Marc procuró no ponerse tenso.

—Complicaciones, sí —empezó a decir Stampouzis—. Pero Mafia, no.

Debió de oír el suspiro de Marc. Marc estaba ansioso por saber cuáles eran las complicaciones. Esperó, pero Stampouzis no agregó nada.

—Byrd.

—No es su estilo.

—Pearson.

—Lo dice en broma.

—Gracias —murmuró Marc. Hizo una pausa—. Ahora, cuál es la actitud de la Mafia respecto del proyecto de Ley de control de armas.

—Todavía no estoy seguro —respondió Stampouzis—. La Mafia ya no es monolítica. Es excesivamente gigantesca para eso y últimamente ha habido muchas discrepancias internas. Los veteranos se oponen a ella con vehemencia porque obviamente será difícil conseguir armas por vía legal, en el futuro. Pero les asustan aún más los aditamentos de la ley, como las sentencias irrevocables contra los portadores de armas no registradas. Esto les encantará a los agentes federales: será su mejor recurso después de la evasión de impuestos. Podrán abordar a cualquier delincuente conocido, registrarlo, y si lleva encima un arma no registrada, como casi con seguridad ocurrirá, zas, ya estará procesado. Por otro lado, algunos jóvenes granujas desean que se apruebe. Piensan que será una versión moderna de la Ley Seca. Ellos suministrarán armas no registradas a los pistoleros no organizados y a cualquier extremista loco que las necesite, y ésta será otra fuente de ingresos para la pandilla. También creen que la policía no podrá aplicar la ley y que el período de limpieza durará una década. ¿Esto contesta más o menos su pregunta?

—Sí, bastante bien —asintió Marc.

—Ahora me toca a mí el turno de formular una pregunta, Marc.

—¿Valen las mismas reglas?

—Sí, valen. ¿Estas preguntas están directamente relacionadas con la muerte de Nick?

—Sí —respondió Marc.

—Entonces no pregunto nada más, porque sé qué es lo que tendría que preguntar y usted se vería obligado a mentir. Concertemos un pacto. Si de esto sale una noticia bomba, usted se ocupará de que yo tenga la exclusiva antes que los del
Post
.

—De acuerdo —dijo Marc.

Stampouzis sonrió y firmó la cuenta. Las últimas palabras habían convertido a Marc Andrews en un desembolso por razones profesionales.

Marc consultó su reloj. Con suerte, alcanzaría el último avión que salía de La Guardia. Stampouzis se levantó y se encaminó hacia la puerta. El bar seguía lleno de hombres que bebían copiosamente: los mismos hombres con las mismas esposas. Una vez en la calle, Marc detuvo un taxi. Esta vez, el chófer era un joven negro.

—Yo estoy a mitad de camino —dijo Stampouzis, desconcertando a Marc—. Si averiguo algo que a mi juicio pueda resultarle útil, le telefonearé.

Marc le dio las gracias y subió al taxi.

—La Guardia, por favor.

Marc bajó el cristal de la ventanilla. Stampouzis miró fugazmente hacia dentro.

—No lo hago por usted sino por Nick. —Se fue.

El viaje de regreso al aeropuerto fue silencioso.

Cuando Marc llegó finalmente a su apartamento, trató de compaginar los datos mentalmente para transmitírselos al director al día siguiente. Consultó su reloj. Cielos, ya era el día siguiente.

6

7.00 horas

El director escuchó atentamente, en silencio, los resultados de la investigación de Marc, y luego agregó su propia información electrizante.

—Andrews, es posible que podamos reducir aún más nuestra lista de quinde. El jueves pasado por la mañana, un par de agentes captaron una transmisión no autorizada en uno de nuestros canales KGB. No sé si una interferencia temporal de una estación comercial nos hizo sintonizar por un momento otra frecuencia, o si alguien tiene un transmisor clandestino que transmite en la nuestra. Lo único que oyeron nuestros muchachos fue: «Ven, Tony. Acabo de dejar al senador en su reunión de comisión y estoy…». La voz se extinguió bruscamente y no pudimos volver a encontrarla. Quizá los conspiradores habían estado interfiriendo nuestras conversaciones, y entonces uno de ellos también empezó a emitir sin darse cuenta en nuestra frecuencia. Es fácil que eso ocurra. Los agentes que lo escucharon presentaron una denuncia sobre el empleo ilegal de nuestro canal y eso fue todo.

Marc se inclinaba hacia adelante en su silla.

—Sí, Andrews —prosiguió el director—. Adivino sus pensamientos. Las diez y media de la mañana. El mensaje fue enviado a las diez y media de la mañana.

—El día 3 de marzo a las diez y media de la mañana —exclamó Marc ansiosamente—. Déjeme verificar… qué comisiones estaban reunidas… —Abrió su carpeta—. Edificio Dirksen… a esa hora… en alguna parte tengo lo que necesitamos, lo sé… tres posibilidades, señor. Esa mañana se reunieron las comisiones de Relaciones Exteriores y de Operaciones Gubernamentales. En el recinto discutían el proyecto de Ley de control de armas. Ahora eso ocupa mucho tiempo.

—Es muy posible que nos estemos acercando a algo concreto —comentó el director—. ¿Puede determinar a partir de sus anotaciones cuántos de los quince senadores estaban allí el 3 de marzo y qué hacían?

Marc revisó las quince hojas de papel y las dividió lentamente en dos pilas.

—Bien, no es concluyente, señor, pero no tengo testimonios de que estos ocho —apoyó la mano sobre una de las pilas—, hayan estado esa mañana en el Senado. Los siete restantes estuvieron allí. Ninguno en la Comisión de Operaciones Gubernamentales. Dos en la de Relaciones Exteriores: Pearson y Percy, señor. Los otros cinco son Bayh, Burd, Dexter, Duncan y Thornton. Todos estaban en el recinto. Y también estuvieron en la Comisión de Asuntos Judiciales que se ocupa del proyecto de Ley de control de armas.

El director hizo una mueca.

—Bien, como usted dice, Andrews, esto no es de ningún modo concluyente. Pero es lo único que tenemos, de modo que concéntrese en esos siete. Puesto que sólo disponemos de cuatro días, debemos correr ese riesgo. No se entusiasme demasiado porque hayamos tenido un golpe de suerte, y controle que esos otros ocho no hayan estado esa mañana en el edificio Dirksen. Ahora bien, no tendré la osadía de hacer vigilar a siete senadores. Esos tipos del Capitolio ya desconfían suficientemente del FBI, sin necesidad de empeorar las cosas. Tendremos que emplear otra táctica. Desde el punto de vista político, no podemos meternos en la danza de una investigación en gran escala. Me temo que tendremos que desenmascarar a nuestro hombre empleando las únicas pistas de las que estamos seguros: su paradero del 24 de febrero a la hora de comer, y la reunión de la Comisión de Asuntos Judiciales a las diez y media, la semana pasada. De modo que no se preocupe por el motivo… eso podremos deducirlo a posteriori, Andrews. No disponemos de tiempo. Siga buscando la manera de reducir la lista, y pase el resto de la jornada en la Comisión de Relaciones Exteriores y en el recinto del Senado. Hable con los directores de personal. No hay nada que ellos ignoren, ya sea público o privado, acerca de los senadores.

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