Read ¿Se lo decimos al Presidente? Online

Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

¿Se lo decimos al Presidente? (18 page)

BOOK: ¿Se lo decimos al Presidente?
13.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Ha asaltado un banco, verdad? Ese es un delito de jurisdicción federal, Andrews.

—Casi, señor. Como usted sabe, el hombre que fingía ser un sacerdote ortodoxo griego le entregó uno de estos billetes a la señora Casefikis.

—Bien, ésta será una bonita adivinanza para nuestros técnicos de dactiloscopia. Cincuenta y seis caras con centenares, quizá millares de impresiones digitales en cada una. Es como buscar una aguja en un pajar y llevará un tiempo considerable, pero vale la pena intentarlo. —Tuvo cuidado de no tocar los billetes—. Sommerton se ocupará de esto inmediatamente. También necesitaremos las huellas dactilares de la señora Casefikis. Y creo que será mejor apostar un agente en su casa por si vuelve nuestro gorila. —El director escribía y hablaba al mismo tiempo—. Me siento como en los viejos tiempos, cuando dirigía una agencia local. Pienso que disfrutaría, si no se tratara de un asunto tan grave.

—¿Puedo mencionar otro tema, aprovechando que estoy aquí, señor?

—Sí, adelante, Andrews. —Tyson siguió escribiendo, sin levantar la vista.

—La señora Casefikis está preocupada por su situación en el país. No tiene dinero, ni empleo, y ahora tampoco tiene a su marido. Es muy posible que nos haya dado una pista vital y ciertamente ha cooperado con nosotros sin reticencias. Creo que deberíamos ayudarla.

El director pulsó un botón.

—Envíe a Elliott, y pídale al señor Sommerton, de Dactiloscopia, que suba.

Ah, pensó Marc, el hombre anónimo tiene nombre.

—Veremos qué se puede hacer. Le espero el lunes a las siete, Andrews. Si me necesita, estaré en mi casa durante todo el fin de semana. No deje de trabajar.

—Sí, señor.

Marc salió. Se detuvo en el banco Riggs y cambió quince dólares por monedas de diez céntimos. El cajero le miró con curiosidad.

—¿Tiene acaso una máquina de los millones de su propiedad? —preguntó.

Marc sonrió.

Pasó el resto de la mañana y la mayor parte de la tarde gastando su montoncito de monedas, telefoneando a las secretarias que atendían durante el fin de semana los despachos de los sesenta y dos senadores que habían estado en Washington el 24 de febrero. Todas ellas se sintieron muy complacidas al escuchar que sus respectivos senadores eran invitados a una conferencia sobre ecología. El director no era tonto. Cuando terminó de hacer las sesenta y dos llamadas, tenía las orejas entumecidas. Estudió los resultados: treinta senadores habían comido en sus despachos o con electores, quince no les habían dicho a sus secretarias dónde almorzarían o habían mencionado alguna vaga «cita», y diecisiete habían concurrido a banquetes organizados por grupos tan diversos como el National Press Club, Common Cause, y la National Association for the Advancement of Colored People. Incluso una secretaria creía que su jefe había asistido el 24 de febrero a ese mismo banquete de defensores del medio ambiente. Ciertamente, Marc no le contestó nada.

Con la ayuda del director, había reducido la lista a quince senadores.

Volvió a la Biblioteca del Congreso y se encaminó nuevamente hacia la silenciosa sala de consultas. La bibliotecaria no pareció desconfiar en absoluto ante el cúmulo de preguntas que le hizo Marc sobre determinados senadores y comisiones y procedimientos del Senado. Estaba acostumbrada a los estudiantes de postgrado que eran igualmente curiosos y menos corteses.

Marc se acercó de nuevo al anaquel donde descansaba el
Congressional Record
. Le resultó fácil encontrar el ejemplar que correspondía al 24 de febrero: era el único manoseado en el conjunto de números recientes sin encuadernar. Cotejó los quince nombres restantes. Ese día se había reunido una comisión: la de Relaciones Exteriores. Tres senadores de su lista de quince eran miembros de dicha comisión, y según el
Record
los tres habían hablado durante la sesión. También el Senado había discutido dos temas ese día: la asignación de fondos del departamento de Energía para la investigación sobre energía solar, y el proyecto de Ley de control de armas. Algunos de los doce restantes habían hablado sobre uno de esos temas o sobre ambos en el recinto del Senado. No había manera de eliminar a ninguno de los quince, malditos fueran. Escribió los quince nombres sobre otras tantas hojas de papel, y leyó los ejemplares del
Congressional Record
de todos los días comprendidos entre el 24 de febrero y el 3 de marzo. Junto a cada nombre anotó la presencia o ausencia del senador en cada jornada de trabajo. Laboriosamente reconstruyó la agenda de cada senador, pero había muchos huecos. Era obvio que los legisladores no pasaban todo su tiempo en el Capitolio.

La joven bibliotecaria estaba junto a él. Marc consultó el reloj: las 19.30. La hora de tirar la toalla. La hora de olvidar a los senadores y de ver a Elizabeth. Le telefoneó a su casa.

—Hola, mi bella dama. Creo que ha llegado el momento de comer nuevamente. No he probado bocado desde el desayuno. ¿Se apiadará de mi debilidad, doctora y cenará conmigo?

—¿Qué es lo que quieres que haga contigo, Marc? Acabo de lavarme la cabeza. Creo que tengo jabón en los oídos.

—He dicho que quiero que comas conmigo. Por el momento me conformaré con eso. Tal vez después se me ocurrirá algo más.

—Es posible que después diga que no —respondió ella dulcemente—. ¿Cómo marcha la respiración?

—Muy bien, gracias, pero si continúo pensando lo que pienso en este momento, es posible que me brote acné.

—¿Qué quieres que haga? ¿Qué derrame agua fría sobre el teléfono?

—No, bastará con que vayamos a cenar juntos. Te iré a recoger dentro de media hora, con el cabello mojado o seco.

Encontraron un pequeño restaurante llamado «Mr. Smith», en Georgetown. Marc estaba más familiarizado con él en verano, cuando uno podía ocupar una mesa en el jardín del fondo. Estaba atestado de público que oscilaba alrededor de los veinte años. Era el lugar ideal para sentarse durante horas y dedicarse a conversar.

—Dios mío —exclamó Elizabeth—. Esto parece una universidad. Pensé que ya había superado esa etapa.

—Me alegra que te guste —comentó Marc, sonriendo.

—Es todo tan previsible. Pisos de madera tosca, tajos de carnicería a modo de mesas, plantas, sonatas de Bach interpretadas en flauta. La próxima vez iremos a una taberna de la cadena «McDonald's».

A Marc no se le ocurrió una respuesta, y lo que le salvó fue la llegada del menú.

—¿Te imaginas, cuatro años en Yale, y aún no sé lo que es
ratatouille
? —dijo Elizabeth.

—Yo sé lo que es, pero no estaba seguro de la forma de pronunciarlo.

Los dos pidieron pollo, patatas al horno y ensalada.

—Mira, Marc, allí. Ese horrible senador Thornton con una chica que podría ser su hija.

—Quizás es su hija.

—Ningún hombre civilizado traería a su hija aquí. —Ella le sonrió.

—Es amigo de tu padre, ¿verdad?

—Sí, ¿cómo lo sabes? —preguntó Elizabeth.

—Es público y notorio. —Marc lamentó su indiscreción.

—Bien, yo lo describiría más exactamente como un socio comercial. Ganó su fortuna fabricando armas. No es la categoría humana más atractiva.

—Pero tu padre tiene intereses en una fábrica de armas.

—¿Papá? Sí, y tampoco lo apruebo, pero él culpa de ello a mi abuelo, que fue el fundador de la empresa. Cuando yo iba al colegio disputaba con él por eso. Le decía que vendiera sus acciones e invirtiera el dinero en algo que fuera útil a la sociedad. Me imaginaba a mí misma como una especie de heroína pacifista.

—¿Cómo está su cena? —preguntó un camarero que rondaba cerca.

—Estupenda, gracias —respondió Elizabeth, levantando la vista—. Sabes, Marc, en una oportunidad acusé a mi padre de ser un criminal de guerra.

—Pensé que él era enemigo de la guerra.

—Pareces saber muchísimo acerca de mi padre —comentó Elizabeth, mirándolo con desconfianza.

No lo suficiente, pensó Marc, ¿y cuánto podrías contarme tú, realmente? Si Elizabeth captó algún signo de su ansiedad no dio muestras de ello, sino que sólo se limitó a continuar hablando.

—En el 79 votó a favor del presupuesto de Defensa, y no compartí la mesa con él durante casi un mes. Creo que ni se dio cuenta.

—¿Y tu madre?

—Murió cuando yo tenía catorce años, y es tal vez por eso que me siento tan unida a mi padre —contestó Elizabeth. Bajó la vista hacia las manos que tenía cruzadas sobre el regazo, obviamente con la intención de dejar el tema. Su cabello oscuro refulgió al caer sobre su frente.

—Tienes una cabellera muy hermosa —dijo Marc suavemente—. Sentí deseos de tocarla cuando te vi por primera vez. Aún lo deseo.

Ella sonrió.

—El cabello rizado me gusta más. —Apoyó el mentón sobre las manos ahuecadas y lo miró con picardía—. Serás fantástico cuando llegues a los cuarenta y tengas un elegante toque plateado sobre las sienes. A condición de que no te quedes calvo antes, por supuesto. ¿Sabes que los hombres a los que se les cae el cabello de la coronilla son sensuales, que a quienes se les cae el de las sienes piensan, y que aquellos a los que se les cae todo piensan que son unos caballeros muy sensuales?

—Si me queda la coronilla calva, ¿lo aceptarás como una declaración de propósitos?

—Quizá tenga que esperar mucho tiempo para eso.

En el trayecto de regreso a la casa de Elizabeth, Marc se detuvo, la rodeó con el brazo y la besó, tímidamente al principio, sin saber cómo reaccionaría ella.

—Sabes, creo que ya estoy medio enamorado de ti, Elizabeth —murmuró junto a su cabellera suave y tibia—. ¿Qué harás con tu víctima más reciente?

Ella siguió caminando un trecho sin responder.

—Quizás yo también estoy medio enamorada de ti —dijo al fin, en voz tan baja que apenas pudo captar las palabras—. Más que medio enamorada. Y ésta no es una palabra que suelo utilizar a menudo.

Siguieron caminando lentamente, cogidos de la mano, en silencio, felices. Tres hombres no muy románticos los seguían.

En la acogedora sala de estar él volvió a besarla, sobre el sofá color crema.

Los tres hombres ajenos al romanticismo esperaban afuera, en las sombras.

5

9.00 horas

Marc empleó la mañana del domingo en dar los toques finales a su informe para el director. Empezó por ordenar su escritorio: nunca podía pensar claramente si no tenía todas las cosas en su lugar. Reunió sus anotaciones y las escalonó en una secuencia lógica. Completó su trabajo a las dos de la tarde, sin darse cuenta de que no había parado para comer. Escribió lentamente los nombres de los quince senadores que le quedaban, seis bajo el encabezamiento «Comisión de Relaciones Exteriores» y nueve bajo «Proyecto de Ley de control de armas-Comisión de asuntos judiciales». Contempló las listas, con la esperanza de inspirarse, pero fue inútil. Uno de esos hombres era un asesino y sólo le quedaban cuatro días para descubrir de cuál se trataba. Metió los papeles en su maletín, que guardó bajo llave en el escritorio.

Fue a la cocina y se preparó un bocadillo. Consultó el reloj. ¿Qué actividad útil podía desarrollar durante el resto del día? Elizabeth estaba de guardia en el hospital. Cogió el teléfono y marcó el número. Ella sólo le pudo dedicar un minuto, porque debía estar en el quirófano a las tres.

—Muy bien, doctora, esto no le quitará mucho tiempo ni le dolerá. No puedo telefonearle todos los días sólo para decirle que es encantadora e inteligente y que me enloquece, de modo que escuche con atención.

—Escucho, Marc.

—Muy bien. Eres hermosa y lista y estoy loco por ti… ¿Qué, no contestas?

—Oh, pensé que ibas a agregar algo más. Te diré algo agradable para corresponderte cuando estés a tres centímetros de mí, y no a tres kilómetros.

—Será mejor que te des prisa, o me descompondré. Te dejo. Vete a acuchillar otro corazón.

Elizabeth se rió.

—Es una uña encarnada. Nada romántico.

Colgó el auricular. Marc se paseó por la habitación, dedicando sus pensamientos de forma alternativa a quince senadores, a Elizabeth, nuevamente a un senador. ¿La relación con Elizabeth no marchaba demasiado bien? ¿Acaso lo que sucedía era que un senador le estaba arrojando un lazo, cuando debería haber sido a la inversa? Maldijo y se sirvió un vaso de «Michelob». Su mente se detuvo entonces, en el recuerdo de Barry Colvert: los domingos por la tarde acostumbraban a jugar al
squash
. Y luego en Nick Stames, Stames, que sin imaginarlo había ocupado su lugar. Si Stames hubiera estado vivo en ese momento, ¿qué habría hecho?

Por la mente de Marc cruzó un comentario que Stames había formulado en la última fiesta de Navidad celebrada en la oficina: «Si no estoy disponible, el segundo especialista en crímenes de este condenado país es George Stampouzis, de
The New York Times
». Otro griego, naturalmente. «Debe de saber más acerca de la Mafia y la CIA que cualquier otra persona situada dentro o fuera de la Ley».

Marc llamó a Informaciones de la ciudad de Nueva York y pidió el número, sin saber muy bien a dónde lo llevaría eso. La telefonista se lo dio.

—Gracias.

—No hay de qué. Marcó el número.

—Sección criminal George Stampouzis, por favor.

—Stampouzis —dijo una voz. En
The New York Times
no derrochaban palabras.

—Buenas tardes. Me llamo Marc Andrews. Le llamo desde Washington. Era amigo de Nick Stames. Más exactamente él era mi jefe.

BOOK: ¿Se lo decimos al Presidente?
13.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Helluva Luxe by Essary, Natalie
Double Dippin' by Petrova, Em
Finding Fire by Terry Odell
Under a Dark Summer Sky by Vanessa Lafaye
i 9fb2c9db4068b52a by Неизв.
Dancers in the Dark by Ava J. Smith
Más allá hay monstruos by Margaret Millar
The Reich Device by Richard D. Handy